Jan Dobraczynski

"La heroicidad, en la mayoría de los casos, es simplemente inconsciencia."

Jan Dobraczyński
Cartas de Nicodemo



"Rut no está y la vida sigue su curso. ¡Odio a ésta! Y no sólo la siento latir en mi pecho, sino que después de varios meses de lucha, cuando parece que también sobre ella la muerte ha puesto sus garras, siento como vuelve a renacer y reanimarme. A pesar mío siento renacer la esperanza… ¡No puedo soportar por más tiempo esta superposición continua de vida y muerte! El hombre debería vivir sólo mientras lo deseara… Somos como los árboles: quedamos sin vida, pero luego llegan las lluvias y los fríos, a los que sigue la primavera y el sol y debemos volver a florecer. Después de cada llanto vuelve la alegría. ¡Yo no la quiero! Rut no volverá a la vida… Deseo quedar hasta el final triste, dolorido y con la herida abierta… Pero ¿qué hacer si incluso ella se cicatriza? ¿Para qué? ¿Es que alguien envidia también mi dolor?
Me es completamente indiferente volver a verle o no… Pero, a pesar de todo, el corazón me latió con más fuerza cuando el día antes de la fiesta de la Expiación se me presentó en casa, Juan, hijo de Zebedeo. Debería odiar todo recuerdo que me ligara con el tiempo en que seguía al maestro como un mendigo mudo, implorando piedad. En cambio, la llegada de Juan me dio una gran alegría. El maestro ha comunicado a sus discípulos algo de su poder tranquilizador y calmante, pero que al mismo tiempo hiere e inquieta. Sus toscos rostros, sus torpes movimientos parecen poseer algo de su poder. Además, Juan tiene un rostro encantador: bueno, agradable, hermoso e inteligente. Más de una vez me he preguntado de dónde salen estas facciones tan delicadas en un simple amhaares. Me saludó con respeto, a lo que yo contesté con sincera cordialidad. Le rogué que se sentara y mandé traer pan, fruta, miel y vino. Con sus curtidas manos de pescador, que no corresponden en absoluto a su rostro, hasta el punto que parecen las de otra persona, partía el pan del mismo modo que lo parte el maestro."

Jan Dobraczyński alias literaria y periodística Eugeniusz Kurowski
Cartas de Nicodemo



"Y de nuevo le inundó el corazón una ola de pesadumbre. Pero, simultáneamente, de lo más profundo de sus entrañas brotó un pensamiento opuesto al sentimiento que le llevaba a envidiar al Hijo el afecto de Su madre… Es cierto, se le exigía que fuera solo una sombra. Pero Aquel que iba a nacer no le era ni podía serle indiferente. No fue solo el deseo de obedecer lo que le llevó a prescindir del derecho a la más hermosa de las mujeres. No solo le mandaron esperarla. También esperaba a Aquel que iba a nacer como Hijo suyo. Un sueño le había exigido que cediera ante el otro. No podía luchar con el amor de ella hacia el Hijo. Había que aceptarlo. Había que ceder. Aquel otro amor era más grande. Si no fuera tan grande, ella no habría sido elegida. De la misma manera que había creído en lo que ocurrió, tenía que entregarse con confianza en las manos de Miriam. No preocuparse por lo que quedaba para él. Dejar que ella decidiera de sus vidas. Alegrarse con lo que recibiera. En su alrededor no ocurría lo mismo: los maridos escogen, los hombres deciden, las esposas están obligadas a obedecer y servir. En su matrimonio él sería el sometido, él esperaría para poder participar en el amor de los otros dos…
Cuando llegó el atardecer oyó las llamadas de los acompañantes. Vinieron a buscarle para llevarle al último acto de la ceremonia. Los tres bajaron de la ladera. No decían nada. Caminaban en silencio y a José le parecía oír el latir de su propio corazón.
Ya se veían desde lejos las luces de numerosas linternas encendidas ante la casa. Unas cuantas lucecitas se separaron del montón yendo al encuentro de los hombres que se acercaban. Eran las damas de honor, que venían al encuentro del desposado. Enseguida estuvieron a su lado. Unas linternas ardían con una llama larga, otras con una llamita débil. Se levantó el viento, entonces las damas protegieron las llamas con sus manos. Los dedos de las muchachas transparentando la luz de las llamas tenían la forma de conchas marinas. Las damas rodearon a José y le llevaron hacia los invitados reunidos. Caminaban cantando.
Los invitados a la boda esperaban delante de la casa. Vio a Miriam en medio, vestida con la misma ropa nupcial rígida. Mientras unas damas conducían a José, otras, cantando también, le traían a la desposada. Los invitados lanzaban granos a puñados sobre la pareja que se estaba acercando mutuamente. Las llamas también fueron cubiertas con incienso, por lo que los dos grupos que se acercaban iban envueltos en una nube aromática. Por fin la pareja se reunió. José extendió las manos y despacio, con unción, quitó el velo que cubría la cara de Miriam. En el fulgor parpadeante de las luces miraba la cara cansada, pálida, emocionada. A pesar de las ojeras, nunca le había parecido tan hermosa, más deseada, y al mismo tiempo más inalcanzable. Si no hubiera considerado que era preciso hacer lo que manda la costumbre, se habría arrodillado delante de ella. Se sentía como un pastor de las montañas que recibía a una princesa por esposa y con ella su reino… Se le planteó de repente: ¿Qué le puedo dar a ella, que lo ha recibido todo? ¿Una protección de cara a la gente para unos meses? Cuando nazca el Niño, todo cambiará. El Hijo prodigioso rodeará a su madre con una poderosa protección. ¿Qué iba a quedar para él?"

Jan Dobraczynski
La sombra del padre









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