Joaquín Díaz Garcés

"El intruso para mí es el ser más misterioso de la creación. Cuando vi por la primera vez la osamenta gigantesca de un animal antediluviano, cuando leí las revelaciones que sobre los monstruos descubiertos en el fondo del océano por el príncipe de Mónaco hacían las revistas científicas, sufrí una sorpresa natural; pero luego olvidé esa novedad por otras, en la sucesión constante de preocupaciones que la vida nos ofrece. Pero el intruso me ha atraído siempre en forma permanente, y a pesar de los años no deja de preocuparme como en el primer día en que encontré uno. ¿Qué cosa es el intruso a punto fijo? ¿Es un hombre de buena o mala fe? ¿Sabe él mismo que es un intruso? Si lo sabe, ¿cómo insiste? ¿Con qué fin insiste? ¿La intrusión es un fenómeno físico o moral? ¿Es curable? Y, en fin, y para no abusar de las interrogaciones, la intrusión, ¿es consecuencia de excesivo orgullo y confianza en sí mismo o de timidez y desconfianza?

Y me hago esta última pregunta, porque el fenómeno contrario a la intrusión, es decir, el alejamiento de las personas, proviene en unos de orgullo y en otros de timidez. El arisco no va hacia los amigos o porque cree que deben buscarle o porque teme que su compañía no sea codiciable. No sería extraño que hubiera intrusos por soberbia y también por timidez.

Así como ocurre leyendo las memorias de los botánicos célebres, de los entomólogos, de los zoólogos, que cuando el sabio iba preocupado por la explicación de cierta planta extraña, del aguijón de un insecto o de las condiciones del estómago de un mamífero, se ha encontrado precisamente en ese momento con otra planta, con otro insecto u otro animal que le han contestado por inducción todas sus angustiosas interrogaciones; así me pasó con un intruso, hace muy pocos días, mientras viajaba hacia el sur."

Joaquín Díaz Garcés
Psicología del intruso


"He creído siempre que no debe confundirse a los periodistas que impulsamos los diarios (...), con el hombre de letras que en la intensa gestación de un libro estudia las almas y sabe conmoverlas."

Joaquín Díaz Garcés



Incendiario

Don Serafín Espinosa tenía su tiendecita de trapos en la calle de San Diego, centro del pequeño comercio, que, ya que no puede tentar por el lujo de sus instalaciones ni por el surtido de la mercadería, atrae por la baratura inverosímil de sus artículos. Se llamaba la tienda «La bola de oro», y mostraba en el pequeño escaparate tiras bordadas, calcetines de algodón, hilo en ovillos y carretillas, broches, horquillas, jabón de olor, polvos, botines, tejido al crochet y loros de trapo. Los géneros se reducían al lienzo común para ropa interior de pobre, al tocuyo tosco y amarillento, al percal barato y de colores vivos, y a una que otra variedad de velo de monja para mantos de poco precio.

Don Serafín era el alma más candorosa de la tierra. Se arruinaba lentamente tras del mesón; pero sin perder su encantadora sonrisa, modales amabilísimos, su generosidad innata y su fina cortesía. Si alguna mujer le pedía la llapa, al meter la tijera en el lienzo, corría como media vara más el corte y daba después el vigoroso rasgón sin importársele un ardite. Si un chico lloraba de aburrido mientras la madre regateaba largamente un corte de ocho varas de percal, corría él a la vidriera y cogiendo un loro de trapo se lo obsequiaba para calmarle la pena. Si una sirviente volvía desolada a devolverle tres varas de tocuyo, porque era de otra clase el que le habían encargado, recibía el trozo y daba del otro, guardando el inservible pedazo para algún pobre. Y en fin, lo que menos tenía don Serafín eran cualidades para comerciante.

Muchas veces, al caer la tarde, su vecino de la esquina, un simpático italiano, natural de Parma, dueño del almacén de abarrote «La estrella parmesana», se le acercaba en mangas de camisa, despeinado, sudoroso, pero aún no cansado de la fatiga del día, y le charlaba una media hora.

-¡Buona sera, don Serafine! ¿Cómo va questo? Malo ¿eh? Ma ¿qué quiere usted, signore? Non se puede ser santo e comerchante a la veche, non. Per ganare la plata se necesita malizia, acortare la vara, pasare de cuando en cuando una cuarta meno, vendere un lienzo de mala calitá... ¡Sí don Serafine! ¿Cómo quiere usté, santo varone, prosperare cuando lo da tutto? Usté sirá del chelo derechito y verá a Dios; pero lo que es el dinero no lo verá, non.

Don Serafín sonreía, porque él más que nadie estaba convencido de que habría hecho muchísimo más de lego recoleto que de dueño de «La bola de oro». Pero ¿tenía él la culpa de que al frente se hubiera establecido ese maldito «Bazar Otomano» con tres puertas, dos vidrieras y tantas medias lunas? ¿Tenía él la culpa de que todos prefirieran a su pobre tenducho con los eternos loros de trapo en la vidriera, los brillantes escaparates del vecino, con rosarios de concha de perla, collares de vidrio y polvoreras de cristal?

No, ¿y entonces? Y don Serafín seguía sonriendo amable y encantadoramente, obsequiando los loros de trapo y dando llapas de media vara.

Pero el negocio iba a menos rápidamente, y los cinco mil setecientos pesos que tenía en mercaderías corrían grave riesgo de fundirse.

-Si yo fuera un pillastre, un hombre sin conciencia -decía don Serafín-, le prendería fuego a «La bola de oro» y luego la Nacional me entregaría mis cuatro mil de seguro. Pero como tengo temor de Dios, y prefiero vivir pobre que deshonrado, no haré jamás tal crimen, y me contentaré con ver resignado cómo se van escurriendo entre los dedos estos cinco mil pesos, fruto de tantos años de trabajo.

En estos únicos momentos de amargura desaparecían de la cara de don Serafín la sonrisa amable y el gesto candoroso y en esos mismos momentos acortaba considerablemente la llapa.

La idea del incendio, rechazada tantas veces como criminal y pecaminosa, era, sin embargo, la única solución del negocio. Si yo le prendo fuego, lo que Dios no permita -pensaba don Serafín-, hago una cosa mala; pero si llega otro, sin que yo lo sepa, y sin que yo se lo aconseje y me quema «La bola de oro», entonces ¿qué culpa tengo yo?

Y desde entonces don Serafín se dedicó a hacer rogativas y mandas por lograr el completo incendio de sus mercaderías. Creyó conveniente, ya que de fuego se trataba, dirigirse a las ánimas benditas del purgatorio, que tienen las llamas al alcance de su mano, y las llenó de promesas, súplicas y oraciones.

Entonces se le vio a don Serafín Espinosa más alegre que de costumbre, agotando los loros de trapo de la vidriera y llegando a dar de llapa hasta una vara larga de tocuyo.

Por fin, fue oído el constante incansable tentador, y como la Nacional, ignorante de todo, no apeló por su parte a las ánimas para destruir el efecto de las velas, flores y oraciones de don Serafín, la cosa se inclinó del lado de éste.

Una noche, la tranquilidad de la calle San Diego fue turbada por el repiqueteado toque policial y gritos de ¡incendio!, ¡incendio! En un momento se despertó toda la cuadra, hubo voces, llamados, carreras, y cinco minutos después la ronca y fúnebre campana del cuartel general de bomberos sonaba en el silencio de la noche, haciendo poner en alarma media ciudad.

A patadas fue abierta la puerta de una colchonería, vecina a «La bola de oro», y una vez caídas las hojas, salió una llamarada envuelta en humo, que barrió en un instante con su letrero de madera: «Se llenan colchones».

Uno de los oficiales de policía fue corriendo a avisar a don Serafín, que dormía como un bienaventurado en su casa. Saltó éste de la cama, se impuso de la fausta nueva, se metió un macfarland y un par de zapatillas y salió a la calle brincando como un loco.

La sorpresa del policial que tímidamente estaba llamando a la ventana: «Señor Espinosa; no se alarme usted, pero se le está quemando la tienda», subió a un extremo indecible, al ver que don Serafín se le colgaba del cuello, lo estrechaba contra su pecho y hasta le estampaba un entusiasta beso en la punta de la nariz.

-Señor oficial, ¿no se chancea usted? ¿Es verdad que se me quema todo? ¡Qué dicha, Dios mío!

Y corría como un desesperado apretándose el macfarland para que le cubriera el cutis ante las miradas risueñas de los que lo miraban pasar.

En ese momento ya llegaban las bombas con una algazara de mil demonios: campana, gritos, galope de caballos resbalones, insultos, órdenes, arrastre de mangueras, piteos, en fin, un infierno.

Ya está un grifo listo, ya arde un fogón, ya late furiosamente una caldera, ya puja el agua ruidosamente en uno de los pitones, ya sale el chorro y barre a la muchedumbre que se apiña y hace saltar la bola de latón sobredorado de la tienda de don Benjamín y cae sobre el techo sofocando un penacho de llamas y de humo.

-¡Dios quiera que no quede ni un miñaque, ni un ovillo, ni un loro, ni un calcetín! -exclamaba el feliz tendero, balbuceando a ratos avemarías y atrayendo muy curiosamente sobre sí la atención de los vecinos.

El cielo lo oía; pero lo oía también el juez del crimen de turno que daba órdenes inmediatas para arrestar a don Serafín.

Trabajaron tenazmente las bombas; el agua destruyó al par que el fuego, y cuando ya no quedaron sino tres o cuatro murallas y un montón de escombros, se declaró extinguido el fuego, se tocó llamada y se recogió el material.

Un piño de curiosos se detenía delante de las humeantes vigas y de los húmedos adobes, que despedían un olor acre y pegajoso, y entre ellos se veían las albas mangas de camisa del dueño de «La estrella parmesana» que no había alcanzado a sufrir nada.

-Yo no masusto -decía a su auditorio- per esto se necesita calma. Así son las cosas de la vita. Don Serafine se resolvió a ser comerchante, e non santo. Así no sirá tan derecho del chelo pero tendrá en cambio dinero. Questo es la realitá, la realitá pura; el comercho non vive del oscurantismo.

Entretanto don Serafín estaba sentado en un banco con la cabeza sobre el pecho y los brazos cruzados, esperando la hora en que debía llegar el juez a instruir el sumario. Se encontraba en un vago estado de incertidumbre. Por un lado, daba gracias al cielo por el incendio, y por otro, le pedía salir bien librado de la delicada situación en que estaba.

Un guardián lo sacó de la incertidumbre, anunciándole que el juez lo llamaba. Don Serafín salió del calabozo y apareció con su cara serena, candoroso, amable, ante el juez que esperaba su llegada.

-Señor Espinosa. Parece que el incendio de «La bola de oro» ha sido intencional.

-No sólo lo parece, señor juez, sino que lo es.

-¡Hola!

-Sí, señor juez, como intencional, pocos lo habrán sido más.

-¿De manera que usted, señor, reconoce haber prendido fuego a su tienda de la calle de San Diego?

-Perdóneme, su señoría. ¡Eso no, eso nunca, eso, ni loco! Yo soy honrado ante todo... Se lo diré al señor juez. Este incendio es de lo más intencional que cabe, pero sólo porque yo he puesto toda la intención posible en que sucediera. Yo no vendía nada, señor juez. En la última semana, sólo he logrado salir de un jabón de olor, tres varas de huincha blanca y dos carretillas de hilo. Eso no era vida. En esta situación, le hice una novena a las ánimas benditas. No se ría, su señoría, porque me han oído... Por eso digo que como intencional lo es ¿a qué lo niego? ¿Pero mancharme, señor juez? ¡Eso nunca!

Y el simpático viejo se quedó mirando al juez con su amable sonrisa de siempre, sintiendo no tener un loro de trapo para dejárselo sobre la mesa para que aplastara con él tanto papel, y limpiara en su pechuga la pluma.

-Quítenme de aquí a este señor -dijo el juez-, y déjenle en libertad. Oiga usted, caballero: usted se ha equivocado, aquí no es donde debe purgar sus faltas.

-¿Y dónde será, señor juez?

-En el limbo...

Y en medio de una risa espontánea salió don Serafín después de hacer una venia.

No había llegado aún a los restos humeantes de «La bola de oro» cuando se topó con su amigo el parmesano, que le dijo:

-Amico don Serafine, suomo felice. Usted me debe solamente tres litres de parafine, que son sesenta centavos.

-¿Por qué?

-Per le inchendie qui io solo lo ha fato anoche.

-¡Usté!

-Cállese, don Serafine, que pueden oírnos. Yo lo he escuchado a usted que dicheba: «¡Anime dil purgatorio, inchéndiame 'La bola de d'oro'!». La colchoneta dechía poco meno. Yo mai dítto: «Non questo non é il camino. L'ánime dil Purgatorio non tienen parafina, io la tengo e mato dos pacaros d'un tiro. Hago un favore a due amichi y vendo parafina». ¿Non e vero?

-¡Pero esto es un crimen!

-¡Bah! ¡Silencio, bárbaro!

Y la férrea mano del simpático parmesano apretaba tan fuertemente el brazo de don Serafín, que éste, vencido y atónito, se buscaba en el bolsillo los sesenta centavos...

Joaquín Díaz Garcés


Un siglo en una noche

¿Quién no conoce en Chile ese tipo de hacendado solterón que pasa casi todo el año en la soledad de las viejas casas del fundo para sacar a la tierra, en permanente lucha, el dinero con que siempre sueña fundar un hogar para la vejez? Son de esos hombres que no aceptando a la mujer joven y hermosa como compañera, la quieren legar sus achaques y dolencias de la edad como a enfermeras.

El señor X, a quien no nombramos porque vive y es aún hombre de trabajo, posee cerca de Los Andes un regular fundo que explotaba y explota todavía a la antigua. Desparramar el trigo en agosto, salir un poco a caballo y esperar la cosecha haciéndose los peores proyectos sobre su resultado, en eso consistía hasta hace poco el «abrumador» trabajo del campo, como le han llamado con cierta ironía los oficinistas de Santiago que se queman las cejas alineando numeritos litografiados y haciendo sumas y divisiones a granel.

El señor X había heredado, como tantos otros, el fundo, y había sacado de él alrededor de diez cosechas, lo que quería decir que no era hombre de escasos recursos. Su padre, agricultor de los viejos, huaso ladino, entendido en las tareas agrícolas, conocía bien el negocio; y había comprado el fundo a la sucesión de un señor que había desaparecido allí de una manera bien misteriosa.

Por eso la casa vieja, metida en un grupo de olmos viejos y derrengados, al final de la consabida alameda y al lado de los legendarios corrales, tenía historia, o mejor dicho «historias», porque al decir de los inquilinos, por allí penaba el antiguo patrón.

En los aleros disparejos, húmedos, musgosos, «achiguados», anidaban algunas familias de palomas, cuya aristocracia se remontaba a muchos años de la fecha y cuyos vólidos, aleteos y murmullos turbaban el silencio de aquel vasto patio donde permanecía muda y solemne la trilladora Ramson, las carretas inclinadas sobre los pértigos, y el caballo del patrón, ensillado permanentemente, y espantándose las moscas con la cola, debajo de un nogal.

La casa era como todas las de su tiempo: un cañón de piezas al fondo y dos más haciendo ángulo recto con los extremos de aquél; las piezas bajas, con ventanas anchas y pesadas, rejas de hierro forjado a martillo, abiertas hacia el frente y el fondo, largos corredores con ladrillos húmedos y desiguales, y pilares de madera redondos sobre bases de piedra blanca...

El mobiliario lo componían los viejos sofás Imperio de caoba y crin, los sillones de baqueta, y las sillas que hoy persiguen los anticuarios en todas partes; y en cada rincón un rifle viejo, institución tradicional de las casas de campo, revelaba allí que también al señor X se le había ocurrido que le pudieran asaltar por el frente o el fondo de la casa.

Aquella noche, noche de invierno algo brumosa y seguramente bastante fría, estaba el señor X sentado a la mesa, sólo, teniendo por delante un diario del día anterior, nuevo para él, y engullendo lentamente unas costillas de cordero que expedían el más excelente y apetitoso olor. ¡Qué aburridas aquellas horas! Todos los días lo mismo. Ignacio, el sirviente fiel, un ex sargento del Atacama, le servía los platos, unos tras otros, en un silencio imperturbable: se bebía después la inevitable tacita de café, se retiraba al escritorio a recorrer los diarios o arrojándose en una poltrona se entretenía en soñar, siguiendo el humo de su cigarro, con la linda mujercita que podría haber tenido a su lado si esas malditas prevenciones contra el matrimonio, concebidas desde la Universidad, no le hubieran retraído de casarse.

Aquel día la comida había demorado más. Los diarios venían palpitantes con una agitación política; una crisis de ésas que traen cambiado de decoración y en que se siente la voz del director de escena y se ve la maquinaria. De manera que la lectura de esos chispeantes y candentes editoriales, le había hecho alargar más que nunca la sobremesa.

Un golpecito seco, distinto, seguido de un carraspeo al otro lado de la ventana, le sacó de la interesante abstracción, para hacerle dirigir la vista hacia ese punto y decir, como tenía costumbre cuando le golpeaba todas las noches don Simón, el administrador, para pedir órdenes- «¡Empuje la puerta!».

Tres pasos firmes, seguros, pero sin sonido de espuelas, como habrían sido los de don Simón, recorrieron el espacio que separaba la ventana de la puerta, y antes que el señor X e Ignacio hubieran podido fijar en ello la atención, moviéndose suavemente el cerrojo abrióse una hoja y dio paso a un hombre al cual ninguno de los dos conocía. Hizo éste una ligera venia, contestó con otra el caballero, y mientras aquél no hallaba dónde colocar su sombrero de paño negro ni sentarse él mismo, el señor X le preguntó tranquilamente qué asunto le traía hasta allí.

-Si no fuera importuno, señor, respondió, yo le suplicaría me oyera dos palabras sobre un negocio, enteramente privado...

-¿Le molesta a usted la presencia del mozo? -preguntó visiblemente inquieto el dueño de casa.

-Si usted fuera tan bondadoso que me oyera a solas...

Antes de que una seña de su patrón se lo hubiera dado a entender, Ignacio había salido sin hacer ruido, librando así al recién llegado de un inútil testigo.

-El negocio que me trae aquí y a tales horas, -continuó diciendo éste con cierta seguridad en la voz- va a parecer a usted, señor, a primera vista ridículo. Pero una vez que yo le convenza de lo serio y honrado de mi propósito, no tendrá usted inconveniente en aceptarlo. Se trata de un entierro...

-Siéntese usted aquí -interrumpió el señor X, pensando ya más serenamente que el hombre que tenía por delante podía ser un impostor- y acompáñeme con una tacita de café.

Y sin esperar contestación, llamó a Ignacio, que apareció llevando una bandeja de madera negra con unos pajarracos chinos dorados a fuego y en ella una cafetera y dos tazas de loza dibujadas con colores chillones.

De esta manera quería el señor X darse tiempo para reflexionar y tener más advertido a Ignacio. Porque... ¡qué diablos! Un hombre solo en un caserón abandonado, con fama de rico, podría ser buena presa para cualquier desalmado.

De un sorbo se bebió la taza de café el advenedizo, dejándose observar por la mirada rapaz del señor X su físico desleído, que no decía nada, ni nada revelaba. Porque si es cierto que hay rostros delatores y expresivos, no es menos cierto que los hay opacos y completamente mudos.

Por otra parte, el hombre aquel deseaba continuar su frase interrumpida, y así apenas vio al señor X encender su cigarro y apoyarse en el respaldo de la silla en actitud de oírle, siguió adelante.

-Como le decía, señor, se trata de un entierro. Usted creerá probablemente en entierros.

-Poquísimo, caballero.

-Es natural; generalmente los entierros son pretextos para estafas, burlas y engaños. El entierro de que yo vengo a hablarle es algo serio, real, exacto, que le probaré hasta la evidencia. Tuve yo un tío que fue minero, y sin embargo murió bastante pobre, postrado por una tisis que lo fue acabando lentamente. Había sido hombre de negocios y de negocios enredados; no teníamos mucha fe en su honradez. Pero antes de morir llamó a mi padre y a mí, y nos dijo que él conocía el sitio seguro, fijo, de un entierro, hecho entre él y un compañero de negocios. Nos entregó unos planos y nos dejó el convencimiento de que aquello era una cosa seria y digna de crédito. Ahora bien, ¿estaría usted dispuesto a ayudarme, señor X?... Iríamos a partir de utilidades.

-Pero, vea usted, señor, ¿dónde están las pruebas? ¿dónde está ese entierro? Usted no exigiría que le crea bajo su palabra.

-Si yo le mostrara a usted un plano de esta casa, y el sitio donde debe hallarse el entierro, ¿usted me creería?

-Tal vez, casi, casi con seguridad.

-Bueno...

El advenedizo llevó rápidamente la mano al bolsillo interior de la chaqueta, removió pausadamente algunos papeles, sacó uno algo ajado y amarillento, lo desdobló, apartando otro que estaba allí junto, y abriendo el primero lo puso ante los asombrados ojos del señor X que pudieron ver allí perfectamente clasificadas las piezas, los pasillos, las puertas, toda la casa con sus detalles más mínimos...

-¿Y dónde está aquí el entierro? -preguntó ya con intensa curiosidad.

-Usted me permitirá, señor, que -Usted me permitirá, señor, ques..., yo no le conozco. Antes de mostrarle otro plano, yo exijo que usted me facilite esta misma noche el acceso a la pieza señalada y los dos nos pongamos a la obra.

-¿Y por qué ha de ser esta misma noche? -preguntó con energía el señor X...

-Porque habiéndole ya revelado a usted que aquí hay un entierro, usted podría pretender rastrearlo para sí y dejarme a mí a un lado.

Aquello parecía sincero, razonable. El señor X titubeó un momento; pero no quería dar muestras de temor, y sin embargo, todo aquello era raro, extraño, sumamente peligroso.

-Venga el otro plano -exclamó de pronto-, acepto bajo mi palabra de honor las condiciones -mientras recordaba con cierta tranquilidad que llevaba el revólver cargado en el bolsillo del pantalón...

Al instante el hombre repitió su operación de rastreo de papeles y sacó el otro que había vuelto a guardar. Era el mismo plano, pero en una de las piezas más apartadas una crucecita roja llevaba la vista a un letrero con tinta del mismo color, que decía: «aquí está la tinaja».

Un momento se fijaron sus ojos en esos caracteres rojos, letra fina, cuidada... ¡La tinaja! ¿Estaría llena de onzas? ¿Sería aquello verdad? ¿Qué le había metido a aceptar aquel loco y aventurado negocio que podría ser una celada infame? Tuvo miedo, emoción; un sudor frío le corrió por todo el cuerpo, y cuando levantó la vista del plano que lo hipnotizaba con el letrerito rojo, vio que los ojos incoloros del advenedizo le miraban fijos, inmóviles, brillantes como los del gato.

Era necesario que no le viera dudar, y haciendo de tripas corazón, como se dice vulgarmente, devolvió el papel y contestó con la más tranquila entonación:

-Estoy a sus órdenes, caballero.

-Es necesario un chuzo y una pala, y apartar a los criados para que no se den cuenta de qué se trata.

-Lo mejor será que lo vamos a sacar nosotros mismos. Yo tengo la llave de la bodega.

Tomó el señor X una vela que estaba sobre la mesa y salió del cuarto, teniendo siempre cuidado de echar a su compañero por delante. Llegaron por el corredor a un portón ancho de dos hojas con grosero y tosco candado fue quitado sin dificultad, separándose cerrojo, y abriéndose un lado con el crujido inevitable de los goznes mohosos. Allí estaba el coche, el coche de la hacienda, un viejo carruaje de trompa, que inclinaba su techo lustroso como un lomo de barata; los arneses colgaban de algunos ganchos en la pared enlucida, y en todos los rincones se amontonaban chuzos de varios tamaños, palas, azadones, arados, cultivadoras y echonas gastadas y mohosas. Era el arsenal de la hacienda donde venían los peones todas las mañanas a recibir la herramienta necesaria para trabajar todo el día bajo el sol abrasador.

El advenedizo se dirigió tranquilamente a un rincón, escogió una barreta, se acercó al otro extremo donde tomó una pala, cuyo filo examinó un instante, y esperó al señor X que intencionalmente se quedaba atrás para tenerlo siempre ante su vista.

Salieron, cerróse de nuevo el candado, y volvieron a tomar corredor, entrando por la puerta entreabierta y llena de luz por donde habían salido.

-Ignacio -llamó el señor X, afectando la mayor tranquilidad en la voz-, puedes retirarte.

Pero al mismo tiempo le daba una mirada bien significativa, que quería decir:

-Quédate, no te acuestes, vigila.

El sirviente entendió perfectamente que allí pasaba algo a mal, extraño en la vida de esa casa tranquila, y vio internarse en cañón de piezas con visible inquietud a su patrón, con una vela una mano, llevando por delante al individuo con el chuzo y la pala al hombro.

¿Dónde irán? ¿Qué significaba eso?

-Aquí es -dijeron los dos al llegar a la última pieza del corredor.

-Y este es el rincón preciso en que está la tinaja -agregó el desconocido, dejando caer el chuzo sobre un ladrillo que se trizó en varias direcciones.

La pieza era grande, húmeda, helada. El pavimento de ladrillos viejos estaba muy deteriorado dejando ver en varias partes las manchas negruzcas de la humedad. Dos o tres baratas negras subían por los guardapolvos, con su marcha torpe, indecisa, y una mosca grande y verde volaba trasnochada, zumbando de un modo siniestro alrededor de la vela.

Quedó ésta en el hueco de una ventana; comenzó el desconocido a sacarse la blusa para poder manejar mejor el chuzo; y el señor X se inclinó sobre la pared para poder examinar desde allí todos los movimientos de su compañero.

Sentía un visible malestar; un sentimiento extraño, nuevo, le llenaba enteramente. Cierto ardor en las sienes y unas punzadas neurálgicas le comenzaban a molestar. Sus ojos se encontraban a menudo con los del desconocido, que lucían de una manera extraordinaria. Eran exactamente los ojos de un gato, algo vidriosos, iluminados por dentro, centelleantes e inquietos. ¿Por qué esos ojos que un poco antes eran opacos, esmerilados, por decirlo así, habían tomado ese fulgor? ¿Era que se acercaba el momento de poner en práctica la celada? ¿Cuál podía ser ésa? ¿Vendrían ya acercándose los compañeros que debían asesinar a don Simón y a Ignacio? ¿Se serviría ese desconocido del chuzo para matarle?

Y sin darse bien cuenta de lo que hacía, se apretaba contra la pared para sentir sobre su cintura el contacto del revólver y encontrar en ello seguridad.

Entre tanto, el compañero había dado ya unos cinco golpes vigorosos que habían hecho saltar los ladrillos en un espacio de un metro cuadrado, más o menos. Éstos, partidos o molidos, quedaron amontonados en un rincón. Ahora los golpes del chuzo eran sordos, caían sobre una tierra apretada y traposa, que se deshacía en costras.

¿Por qué el hombre del chuzo le volvía a mirar con esos ojos de gato? ¿Qué quería hacer? El silencio era inmenso, ese silencio de las noches de campo; el mugido de una vaca allá lejos, en la soledad de los potreros, ladridos lejanos de los perros de los inquilinos y uno que otro gemido agudo del Nerón, el perro de la casa, que al sentirse amarrado de un tronco lloraba con su aullido prolongado y lastimero.

Los golpes del chuzo seguían, la tierra saltaba, el sudor bañaba la frente del desconocido. Pero el señor X no se ofreció a seguir: él pensaba que inclinado sobre el suelo, con las manos ocupadas en tomar la herramienta, podía recibir fácilmente una puñalada, sin tener tiempo para defenderse.

¡Qué horas aquéllas! Dejemos hablar al señor X que contaba después este trance, temblando todavía.

«Los golpes del chuzo caían sobre algo fofo y suelto, y, sin embargo, unido y compacto. Me pareció que evidentemente ese suelo podía haber sido removido después de enladrillado todo el piso. Ya no tuve dudas de que en pocos instantes más vería aparecer un extremo de la tinaja, empolvada... Y entonces un nuevo temor, una nueva sospecha hizo correr sobre mi cuerpo un calofrío que me estremeció. La codicia que comenzaba a sentir yo, ¿no la sentiría con mayor fuerza ese hombre que estaba allí, sacando algo que en realidad le pertenecía? Con un solo golpe podía hacerse dueño de toda esa tinaja y reparar el error de haber cedido la mitad de su tesoro. Los ojos de mi compañero ya no brillaban, ardían, giraban dentro de sus órbitas, estaban algo inflamados por el insomnio y adquirían por momentos una inquietud siniestra. Los golpes del chuzo seguían cambiando de sonido y revelaban claramente la existencia de algún objeto duro ya no distante...

Hubo un momento en que una desesperación nerviosa me asaltó. La vela se extinguía ya: la llamita volteaba a todos lados lamiendo el borde de la palmatoria. Los ojos del hombre me seguían mirando de cuando en cuando, hasta que ya la llama de la vela se apagó por completo. Siguió entonces un momento del más absoluto silencio, el chuzo no golpeaba, no podía ver lo que hacía mi compañero, pero sí sentía cerca de mí su respiración fatigosa... ¿Venía a matarme? Instintivamente eché mano a mi revólver y esperé cualquier movimiento para tomar una actitud enérgica.

Aseguro que jamás he tenido sufrimiento moral más espantoso. Esperé así, sin respirar.

-Encendamos otra vela, -dijo el hombre con voz aparentemente tranquila.

Me acerqué entonces a la ventana y encendí otra vela que había traído de repuesto, esperando por momentos que un paso de mi compañero me revelara que había llegado el momento de la lucha...

Era ya la media noche, y volvió a reinar ese silencio religioso de la noche: mugidos, ladridos... El chuzo volvió a golpear con verdadera fiebre la tierra, y ya comenzaba a sentirse duro el suelo de nuevo, cuando sorprendí en mi compañero una mirada diabólica en que se veía concentrada una gran codicia y un destello de desconfianza.

Detuvo los barretazos, me miró fijamente y comenzó a hablar:

-Dígame, señor, la mitad del entierro le pertenece, ¿ah?

-Usted sabrá, amigo. De eso habíamos hablado.

-¿Y si en vez de dinero hubiera objetos de plata u oro?

-¿Qué inconveniente habría en dividirlo?

Volvió el hombre a trabajar, pero menudearon sus miradas; parecía que ahora espiaba una ocasión en que me viera distraído.

De repente el barretazo fue aclarando el sonido de su choque hasta que por último pareció haber tocado en una piedra.

-¡La tinaja! -gritamos los dos con una voz sorda.

Era la voz de la codicia que salía de las almas; nuestras miradas se cruzaron y esa vez las del advenedizo tenían un nuevo destello, el fulgor de la ira...

¡Oh, qué fatiga tan grande la de mi alma! Se siguió cavando a los lados, y la tinaja iba apareciendo en su curva de greda opaca, algo rosada, llena de polvo. Era evidentemente una de esas grandes pipas de barro cocido, que quedan todavía en los graneros y bodegas viejas y de cuyo fondo que resuena a los ruidos exteriores parecen salir las voces de los vendimiadores de antaño.

Sentí entonces un impulso satánico, deseos de arrojarme sobre mi compañero y matarlo. Y si yo sentía esos deseos, yo que jamás había soñado con hacer mal a nadie, ¿qué podría pensar aquel desconocido, que tenía ya su tesoro a la vista?».



Cerca del amanecer, cuando la segunda vela parecía apagarse y por las rendijas de la ventana se filtraba una luz triste, melancólica, escasa, el compañero soltó la barreta y dijo al señor X:

-Es menester levantar la tinaja.

Se inclinó éste con más temor que nunca sobre el borde de la excavación y pensó que quién sabe si ése era el último momento de su vida. Recordó su niñez, su vida entera, sus deudas con Dios, con los hombres, y haciendo un esfuerzo sobrehumano cogió la tinaja del borde, hizo un ademán poderoso para levantarla, pero nada se movió.

La emoción era inmensa, ya imposible de sobrellevar. Esa tinaja tan pesada ¿estaba llena de oro? ¿Eran ya los dos inmensamente ricos? ¿Saldrían de allí con dinero o sería uno víctima de la codicia del otro?

-¡Una idea! -exclamó de pronto el señor X- ¿Por qué no se rompe la tinaja con la barreta?

Un barretazo formidable cayó sobre un costado de la tinaja, otro más fuerte todavía la triza haciendo un ruido como si fuera la protesta de esos avaros que quisieran esconder ese oro que no podían tragarse en la tumba.

Un tercer barretazo partió medio a medio el tosco y gigantesco vaso de greda. Las mitades se desprendieron con la lentitud de una separación dolorosa y cayeron pesadamente sobre los muros de la excavación.

Un grito sordo se les escapó a los dos, medio ahogado, en las gargantas secas y ardientes.

Dentro había un cadáver, que todavía conservaba sobre el cráneo algunos pelos negros y lacios y sobre las costillas y caderas algunos jirones cenicientos...

Se miraron mudos, pálidos, aturdidos esos dos hombres. La vela se apagó, y en medio de la sombra los ojos de gato del desconocido lanzaron una mirada indecisa, interrogadora, llena de zozobras.

Y entonces una luz cayó sobre esas dos almas, haciendo desaparecer la codicia, la desconfianza; y reconstituyendo la escena pasada allí en años anteriores, creyeron ver a esos dos hombres que vaciaron el oro de la tinaja y en que el más fuerte encerró al más débil para gozar a solas del dinero.

Y mientras el desconocido pensaba con mortal ansiedad que su padre era el único poseedor del secreto, el propietario del fundo recordaba el misterioso desaparecimiento de su antecesor.

Y las miradas de esos dos hombres que hasta entonces se habían cruzado como dos hojas de un puñal, se encontraron ahora llenas de indecible angustia y se perdonaron.

Una larga faja de luz amarillenta, la primera del día, cayó al fondo de la lóbrega pieza...

Joaquín Díaz Garcés

















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