Luis Durand

"El hombre tiritó. Su cabeza a ratos ardía, tal si dentro de ella se retorcieran mil culebrillas enceguecedoras, que se deshacían en llamaradas lívidas ¿Qué hacer? Miró hacia las casas que se veían enfrente como una masa informe, que apenas lograba destacarse en la obscuridad. Allí dormía quien lo podía hacer feliz. ¡Era tan poco lo que se necesitaba para hacer dichoso a un pobre! Con un tiesto de mosto que iría bebiendo lentamente, él, Anselmo López, encontraría la vida hermosa y el sosiego de todas sus inquietudes.
Hasta que de súbito se decidió. Días antes reparó que había un ladrillo suelto en la pared de la bodega. Al lado un carro emparvador que le vendría a la medida para el caso. Abrir un hueco y entrar, era cosa fácil. Al otro día no quedaba otro camino que mandarse a mudar muy tempranito.
Al pasar por la casa del administrador puso el oído junto a la ventana. Un estremecimiento de gozo le hizo apretar los puños. El joven dormía: su respiración a través de las rendijas se percibía claramente.
—No hay más que hacerle punta —se dijo, respondiendo a una muda interrogación.
Junto a las bodegas, el fuerte olor del orujo acrecentó sus deseos. Sentía una leve fatiga en el estómago, tal si lo tuviera abierto y por allí le entrara el fresco de la noche. Ya, junto al carro emparvador, respiró. Le latía con fuerza el corazón. ¡Caramba, él había sido empeñoso para el trago pero nunca ladrón!
—¡A las cosas que uno ha de llegar por el capricho de un rico!
Encaramado en la baranda del carro, la tarea fue fácil. Los ladrillos, al tirón de su mano recia, fueron cediendo fácilmente y muy luego abrió un hueco más que suficiente para dar cabida a una persona. Cauteloso se asomó al interior. Un hálito tibio lo acogió. Escuchó un momento: todo era silencio. Sólo a ratos los terneros balaban trémulamente en el corral próximo. Allí dentro estaba lo que él amaba. Un aroma fuerte y áspero le llegó en oleadas tibias que le embriagaron de ansiedad. Un ritmo acelerado le palpitaba en el pecho, haciéndole difícil respirar.
Estiró los brazos hacia abajo y prendió un fósforo junto a la muralla: la suerte estaba con él. Junto al hueco recién abierto, descendía la escalerilla de uno de los grandes fudres, dejándose caer por ella al suelo, gozosamente. Conocía la bodega palmo a palmo, mas la emoción en aquel instante le hizo vacilar. Con las dos manos palpó el enorme lagar dentro del cual bullía el líquido en fermentación."

Luis Durand
Vino Tinto


"La tarde cerraba rápidamente y la lluvia había mojado las maderas del corredor interior. Una tristeza infinita lo llenaba todo, el dormitorio de Elena estaba débilmente alumbrado, por una pequeña lámpara, cuya pantalla tenía un papel verde encima. El cuerpo de la joven apenas se advertía bajo las ropas. De espaldas en el lecho y en la indecisa luz, su rostro tenía algo de irreal, como si se desdibujara dentro del marco obscuro de su cabellera.
García se acercó despacito, hasta el lecho de la enferma. La joven abrió los ojos para fijarlos con lánguida expresión sobre él. Un instante una luz extraña los agrandó en un destello vivo y luminoso, que luego se apagó tornándose en un suave resplandor afiebrado.
–¿Qué hay Elenita, no se siente bien?
Elena bajó los ojos y su rostro adquirió una suave belleza, dulce y rendida. Su nariz se afinaba delicadamente sin afearla, y los labios sonrosados se dibujaron tenuemente en la difusa In; que le comunicaba un halo de ensoñación.
–Hay que cuidarse–prosiguió García, sin que se le ocurra otra cosa que decirle, pero dando a su voz la más cariñosa entonación. –Esto pasará muy luego.
La joven permaneció en silencio. El mozo se sentó junto al lecho con el ánimo de distraerla con alguna frase amable, tratando de poner en ello su mayor sinceridad. Aquella casa había sido un verdadero hogar para él, durante su permanencia en Villa Hermosa. Era deudor de atenciones y afecto a esa gente. Estaba obligado a corresponder en la misma forma, y, no obstante, su pensamiento se alejaba presuroso hacia la otra, hacia la mujer cuya juventud plena de gracia y de salud le llamaba con su sonrisa de chiquilla regalona. Era inútil intento encadenar su pensamiento allí junto al lecho de la enferma. Cruzaba veloz el callejón para ir a rendir su homenaje a la adorada. ¡Mercedes! ¡Que lindo era siempre el nombre de una mujer querida!
Se olvidaba por completo de esta niña enferma que yacía en el lecho, cerca de él, cuyas actitudes le demostraron en mas de una ocasión, un silencioso amor hacia su persona. Veíalo todo como en un sueño que ocupaba sólo a ratos su mente, como si surgiera desde un fondo verdoso y desteñido.
Afuera el agua caía con violencia y el viento hacía crujir las calaminas del techo colándose en la casa con un gemido largo y hondo.
¿Qué haría Mercedes, allá en su quinta? Tal vez estaría sintiendo el rumor poderoso de la tormenta y quien sabe si pensando a ratos en él.
El maullido plañidero del gato le volvió a la realidad. Estaba a sus pies en actitud de saltar sobre sus rodillas, como tenía costumbre. Elena, entonces despegó los labios para decirle en un susurro:
–Échelo afuera para que no lo moleste.
Habló como venciendo una fatiga suprema. García le repuso sonriendo.
–No, déjelo no más, es muy bueno este rucio.
Lo había cogido sobre las rodillas, donde el «cucho» ronroneaba satisfecho, mirándole a ratos con sus ojos enigmáticos, en tanto García, se había quedado contemplando una imagen de Cristo, que colgaba en la pared sobre la cabecera. Tenía aquel Cristo un rostro casi femenino, unos ojos suaves y tímidos. Con su mano fina y delicada como la de una mujer, mostraba su corazón. Más abajo, se leían unas bellas palabras:
"Dadme hospedaje de amor en vuestro hogar y yo os lo retornaré eterno en mi sagrado corazón."

Luis Durand
Mercedes Urízar



"Me afeito con pereza y me lavo con bastante minuciosidad. Comienzo a vestirme cuando siento que de nuevo tornan a llamar. Sin alcanzar ni siquiera a ponerme la corbata, me dirijo a la puerta. Allí me encuentro con Sebastián, quien me trae un recado de don Andrés.
—Me encargó el patrón que le dijera que si no tenía inconvenientes, lo llevara en el auto a la casa. La señora me encargó también que pasara por la casa de la señora Reina en el caso que usted no estuviera, para pedirle que se vaya a tomar el té allá, si le parece, voy a buscarla mientras usted termina de arreglarse.
—Está bien, Sebastián, lo espero. Si la señora Reina no está lista, puede usted esperarla todo el tiempo que sea necesario. Yo no tengo prisa.
Termino de vestirme en dos minutos y me siento a leer unos cuadernos de Arte que acaban de llegar a la Librería Francesa. El sol está muy agradable y aquellas páginas son de tanto interés, que no me doy cuenta cómo pasa una hora, cuando oigo a Sebastián que llama en la puerta.
El coche se ha detenido al sol, y Reina está en el rincón en donde la viva y dorada claridad resplandece en su cabellera, ligeramente colorina.
—¡Qué hay, Juan, qué gusto de verlo! —me saluda, con su sonrisa franca y efusiva.
—¡Cómo le "va, Reina! —le contesto—. El gusto es para mi. Nunca creo haber dicho una verdad tan cabal... Porque es una Reina la que veo aquí. ¡Qué nombre tan bien puesto!
—Gracias, Juan —sonríe dulce y digna, sin coquetería—. Es usted un hombre muy amable. Pero no olvide que ése no es mi nombre.
—Eso no importa —exclamo con sincera alegría de verla. La gracia es que usted es una Reina de todos modos. El diminutivo es una maravillosa coincidencia.
—¡Qué día tan hermoso, tan tibio, tan claro! Parece un cristal el aire —me dice.
—De veras —le contesto. Y me quedo pensando en la gracia natural, en la aristocracia que hay en la manera de ser de esta bella mujer.
Me abstraigo, y lo curioso es que me quedo pensando en ella. Sin decirle una palabra. El coche se traga la distancia, tomando la Avenida Costanera, y yo voy cavilando acerca de mi propio sino. ¿Por qué no me tocó en suerte encontrarme en el camino a una mujer como ésta? Se me figura que hubiese sido un suave y reposado cariño, sin trastornos, sin esas inesperadas alternativas que siempre me ocurrieron a mí. ¿O es que yo nunca supe inspirar un gran amor? Más bien dicho, mantenerlo, asegurarlo. Se me figura que los hombres sin inquietud permanente son los que mantienen en el fiel de la balanza el amor de una mujer. Yo no sope aprender ese arte. En este momento pienso que Reina es la seguridad, la dignidad amorosa. Porque para amar también se necesita una dignidad. Un decantamiento emocional. No lo sé explicar. Sin embargo, creo ahora que mujeres como Ana Luisa y Sylvina son pájaros que aman cielos y paisajes distintos y que se fastidian de permanecer siempre en un mismo sitio. Oyendo una misma melodía.
Sin darme cuenta, de pronto, murmuro en voz alta, como si contestara una pregunta:
—No lo supe ver. No supe encontrarla...
Reina sonríe con dulce y suave malicia. Sus ojos arden un instante. Hemos llegado y me dice al disponerse a bajar:
—¿Es un monólogo interior?
—Si —le contesto—, un monólogo que usted, Reina, ha inspirado.
—¡Vaya! —murmura burlona—. No creí que el invierno diera tanto impulso a la imaginación. Pronto cambiará usted de ideas...
—No olvide que las apariencias engañan —Insinúo, sin darle énfasis a mis palabras."

Luis Durand
Un amor


"Una resbalada del alazin; hizo que el mozo, un hombre cuyos ojos azules brillaban con intensa luz, lanzara una gorda interjección al rodajear el caballo, apuntalando firme las riendas. Se pasó el revés de la mano por los bigotes rubios, antes de responder.
-Son tierras de primera, patrón. Y el suelo casi mitad por medio está sin trabajar. Como estos indios son tan flojonazos, apenas rasguñan la tierra cuando siembran. Y ahi verá su merced, que en unos bajos que tienen al otro lado del estero de Chanchan, el trigo les ha rendido el cuarenta. Cómo serán esas tierrecitas! Un pozo de oro. Hay que considerar como es el trabajo que hacen las chinas. Poco menos que tiran el grano sin barbecho ni cruza. Lo cual en poder suyo, pues patrón, esos terrenos rendirian el triple de lo que rinden ahora, en manos de ellos.
Lanzó Quicho una chijetada de saliva amarilla: mascar tabaco era su vicio. Don Anselmo oía en silencio a su acompañante. A ratos, en ráfagas de aire húmedo llegaba hasta ellos el aroma intenso de la selva. Los caballos jadeaban resbalando en los repechos, con las freneras cubiertas de espuma y los ijares barnizados de sudor."

Luis Durand
Frontera








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