Paloma Díaz-Mas

"La gatofilia es un sentimiento ampliamente compartido, y los gatófilos formamos una especie de club internacional. No es casualidad que Lo que aprendemos de los gatos haya sido, entre mis libros, uno de los que ha tenido más ediciones y se ha traducido a varias lenguas: es que hay muchos amantes de los gatos sueltos (y muchos amantes sueltos de los gatos). En mi libro lo que pretendí es mostrar, de una manera irónica y con humor, como puede cambiar nuestra visión de la vida a través de la relación con los gatos; y como los gatos, en muchos aspectos, son más sabios que nosotros, más capaces de vivir el momento. De hecho, en el libro hay un gato que piensa, cuyos pensamientos escuchamos, y una de las cosas que piensa es que los seres humanos tenemos una enfermedad congénita y degenerativa que se llama razón, que hace que nuestro cerebro segregue continuamente un gran número de productos tóxicos llamados ideas, lo cual nos aturde y nos impide ver la realidad con lucidez."

Paloma Díaz-Mas



"Luego, en los años sesenta y setenta, llegó a nuestras vidas la invasión de los panes industriales, más baratos, pero también peores. El pan dejó de cocerse en la panadería del barrio y venía de lejos, de las naves de los polígonos de la periferia, desde los que no llegaba el olor de la hornada a nuestras calles. Estaba fabricado con máquinas que amasaban deprisa, cortaban y pesaban en porciones exactamente iguales, daban a la masa forma de barra configurada con precisión milimétrica (nada que ver con la graciosa irregularidad de las barras, bollos, chuscos, molletes, hogazas, bodigos, roscas, teleras, colines y colones o tortas de la panadería tradicional) y lo hacían pasar por el horno a toda velocidad. Las barras llegaban a la panadería –que ya no era tahona, sino mera expendeduría– en furgonetas de transporte industrial, colocadas en vertical, hincadas, en canastas de mimbre y, más tarde, de plástico. Hasta la denominación de las piezas cambió, y empezamos a pedir cosas como «una fabiola» o «una pistola», nombres raros para una cosa de comer. Era necesario comprarlo a diario, en cantidades ajustadas, porque de un día para otro se endurecía y resultaba incomestible.
Cuando, a partir de finales de los años setenta y principios de los ochenta, los hijos de la clase media emergente empezamos a tener la oportunidad de viajar por el mundo, viajar fue para nosotros también comer otros panes: las baguettes francesas, con su olor ligeramente agrio, que para nosotros era un aroma de libertad; las chapatis de la India, a la que viajaban mochileros de inspiración hippie; el simit, la rosca de sésamo que descubrimos en Turquía; la pita de Marruecos o del Mediterráneo Oriental, que podíamos convertir en una especie de bolsillo en el que se metían carnes y verduras troceadas para formar un bocadillo redondo como una luna llena; los panes de centeno de Alemania y Suiza, esos países a los que emigraron tantos trabajadores compatriotas nuestros, precisamente para ganarse el pan, un pan oscuro, denso; las tortillas mexicanas de maíz o los crujientes grisini italianos. Panes de otros cereales o de harina de patata, salpicados de semillas (de girasol, de calabaza, de amapola, de sésamo) o trufados de nueces o de pasas. Una diversidad que nos desconcertaba un poco, porque ni siquiera sabíamos para qué servía cada variedad de pan, con qué se comía cada uno de ellos, cómo se maridaban con el alimento adecuado.
Frente a ello, en los últimos años hemos asistido a una resurrección del pan, de los panes. Probablemente ahora comemos menos pan que nunca, ya que el pan es un complemento y no la base de nuestra alimentación, como había sido siempre. Y a medida que comemos menos pan, este se convierte en un manjar caprichoso. Apreciamos los de cereales antes despreciados, como la espelta o el centeno; aparecen en nuestra mesa rebozados de semillas de sésamo, de girasol o de amapola, dejando sobre el mantel un reguero de simientes; junto a las barras convencionales, los panes adoptan formas variadas, que imitan las tradicionales o inventan unas nuevas. Entran en la masa ingredientes desusados en años anteriores: panes de ajo, de cebolla, de nueces, de pasas, con pepitas de chocolate. Panes, a veces, de una sofisticación demasiado artificial y excesiva. También panes dietéticos, pensados para personas que padecen alguna enfermedad o intolerancia alimentaria y que consumen también otras personas que no sufren dolencia alguna, llevados por la creencia maniática de que son más sanos: panes sin sal, sin gluten, sin lactosa.
Comemos nuestro pan parsimoniosamente, en pequeñas cantidades. En las sociedades desarrolladas, a nadie se le ocurre ya alimentarse sobre todo de pan; y, sin embargo, eso es lo que hicieron durante siglos, milenios, nuestros antepasados.
En uno de los Milagros de Nuestra Señora, de Gonzalo de Berceo, un mercader que se ha empobrecido por ser liberal y generoso con los pobres se ve obligado a pedir un préstamo a un judío; como el judío pide fiadores, el mercader y el prestamista van a la iglesia con varios testigos; allí el mercader, a quienes todos han dado la espalda desde que es pobre, pone como fiadores a Jesucristo y a la Virgen, los únicos fiadores que le quedan."

Paloma Díaz-Mas
El pan que como


"No he buscado deliberadamente presentar personajes trasgresores. Lo que pasa es que, al final, los personajes más interesantes acaban siendo los más transgresores."

Paloma Díaz-Mas


Si cambia la vida, cambia la literatura.”

Paloma Díaz-Mas



"Y en la sombra helecho, hiedra enana, cintas y esa planta que nosotros llamamos amor de hombre, pero que en inglés es judío errante y en francés miseria. Y en un rincón los cactus, milagrosamente floridos, y las plantas de olor: la hierbabuena, el sándalo y la albahaca. Pero sobre todo la cocina: una cocina antigua y grande, de azulejos blancos y armarios de pino pintados de blanco, y blancas cortinas en la ventana y una pila de mármol blanco en la que la abuela María lavaba – montañas de espuma blanca – la blanca loza, para secarla después con un suave paño de algodón blanco. Fuera, sobre las cumbres de las montañas circundantes, muchas veces nevaba. Y la abuela misma, con su pelo de un blanco nacarado y sus vestidos de dibujos pequeñitos y colores brillantes: parecía una síntesis de la cocina blanca y de las cortinas de florecitas, o tal vez fuese al revés, que el blancor de la cocina y las flores de las tapicerías emanaban precisamente de su persona; siempre tuve la impresión de que la abuela era la casa y la casa era la abuela. Pero dije que sobre todo la cocina: largas horas de laboriosos platos – pato con peras y pollo con ciruelas, escudella y bacalao con pasas, escalivada y robellones de mil maneras, dorada crema y acariciantes profiteroles calientifríos – en los que la abuela no dejaba inmiscuirse a nadie. Siempre tan pulcra entre grasas y humos, ceñida por su mandil de cuadros blancos y rosas – para los domingos se ponía otro de piqué azul, con aplicaciones de flores blancas de guipur, – ya se dedicaba desde muy temprano a picar verduras y mazar condimentos, a deshuesar frutas y tajar carnes, a caramelizar moldes y ligar salsas, a preparar sofritos y ponderar hierbas, en un sosegado trajín de cacerolas y marmitas, de sartenes y pucheros, de escurridores y mangas de pastelero, de molinillos y ralladores, de morteros y batidores, de cuencos, tombatruitas y ensaladeras. Sabía hacer jabón con sosa y grasas viejas, ligar el alioli sólo con el mazo del mortero; elevar montañas de espuma de una clara de huevo. Y además era bella, hermosa como ninguna mujer que yo conociese. Pero de esto último no me di cuenta hasta el día de la foto. Y que quede claro que no son recuerdos de infancia: a la abuela María la conocí siendo ella ya vieja, y yo casi tenía treinta años. Creo que fue una mañana de verano mientras, en el primer sol de la terraza, sentada en su mecedora de cretonas, la abuela deshuesaba ciruelas pasas para un plato de fiesta. La sorprendí así, como era ella, sentada apaciblemente, en incesante actividad, en su entorno de flores y baldosas rojas. Cuando revelé aquel carrete de fotos había pasado mucho tiempo, yo estaba ya en la ciudad y lejos del pueblo montañoso y de la casita de los azulejos blancos y las baldosas brillantes, y ni siquiera recordaba haberle hecho ese retrato. Y sin embargo ella estaba allí, y me miraba con el gesto pícaro de quien, pese a todas las precauciones por mí tomadas, no había sido sorprendida: sabía que yo disparaba la foto y había en sus ojos, en su boca, en las arruguitas de las sienes y de las comisuras de los labios un rictus irónico y pilluelo. Su pelo de nácar era casi de un azul untuoso, bajo ese primer sol de mañana, los ojitos azules casi parecían negros de tan vivos, la oreja pulcra se recortaba sobre el cuello de manteca apenas surcado por una arruga, el escote en pico de su traje de lunares azules y amarillos se abría coquetón sobre un busto de ochenta años sorprendidamente firme, reposaban sobre los brazos de la mecedora los brazos de una mujer fuerte."

Paloma Díaz-Mas
En busca de un retrato






















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