Slavenka Drakulic

"En el nacionalismo la emoción más importante es el odio."

Slavenka Drakulić


"La noche antes de la partida de José a San Francisco no pude dormir. Él se acostó más pronto, y yo me quedé en la cocina fregando los platos. Habíamos comido trucha y ensalada de patatas y el fregadero estaba lleno de mondas de patata cocida, tripas de pescado y restos de perejil y cebolla. Luego me senté un rato a la mesa y me limé las uñas. No pensaba en nada, en nada de nada. Estaba sumida en un estado de embotamiento, como si me hubiera sumergido en agua templada, la sensación que me invade cuando deseo huir de la realidad. Por ejemplo, antes de los exámenes solía limarme las uñas durante horas metódicamente, repitiendo el mismo gesto como una loca. Cuando entré en el dormitorio, José ya dormía. Estaba tumbado boca arriba con las piernas ligeramente abiertas, destapado hasta la cintura y con los brazos por encima de la cabeza. Su respiración era tranquila y regular. Me sorprendió la paz con que dormía, aquella entrega absoluta al sueño. No sé por qué, pensé que no era bueno que durmiera así, ya que podía sucederle algo. Por primera vez me resultaba evidente que el sueño era un estado mortal mente peligroso. Recuerdo que entonces la idea me pareció disparatada, aunque pensar que yo también estaba igualmente expuesta a la clemencia e inclemencia del azar cuando dormía, me produjo un escalofrío. Me acerqué más a la cama. Le acaricié con los dedos la frente, el rostro, el cuello. Luego apoyé ambas manos en su garganta y empecé a apretar, primero ligeramente, luego cada vez más fuerte, preguntándome cuánto necesitaría para despertarse. Sin embargo, mi presión debió de ser muy débil, porque José no se despertó del todo. Se agitó, apartó mis manos de su cuello y siguió durmiendo.
Pero, antes de eso, durante un breve instante cristalino sentí que estaba completamente en mi poder. Que podía matarlo. La vena del cuello latía con fuerza bajo mis dedos. Marca el tiempo, pensé mientras la luz cruda de la calle se derramaba por su cara. Sentía un hormigueo en las puntas de los dedos, como si la energía se hubiera acumulado en ellos y los hubiera convertido en delgados cuchillos de acero que amenazaban con penetrar en la carne de José de un momento a otro.
Creo que entonces comprendí que poseía un poder aterrador sobre él. No sólo tenía el poder de cambiar enteramente su vida, sino que también tenía el derecho de quitársela, un derecho que me había dado el mismo José. Me lo imaginaba como una presión repentina, un apretón firme que corta el aliento en el acto y lo deja paralizado. Aquella noche sentí que tenía el alma de José en mis manos."

Slavenka Drakulic
El sabor de un hombre



"No me gusta hablar de mí misma. Creo que los escritores, como personas, no tienen por qué ser interesantes. Lo importante es lo que escriban. Hay muchos tipos de escritores, y algunos a los que he llegado a conocer me han decepcionado como personas. No es extraño que un escritor fantástico luego sea un misántropo permanentemente malhumorado. Pero sí, mi padre era un militar muy autoritario. Nunca pude soportarlo, pero era una cuestión de carácter: chocábamos. No me gusta la autoridad. No me gustó ni el colegio; dejé el instituto y tuve que acabarlo años después. En realidad, con lo antiautoritaria que soy, es un milagro que haya logrado hacer algo en mi vida. Mi padre no tuvo la culpa de que yo fuera así, es mi personalidad. Cuando pienso en mis padres, lo que recuerdo es lo difícil que era yo de niña, y siento pena por ellos."

Slavenka Drakulić


"Trae consigo a H. Tiene los ojos vidriosos. Parece que no ha venido porque las chicas hayan armado un escándalo, sino porque H. no era capaz de llegar sin ayuda hasta la habitación. Vuelve a cerrar con llave. Ellas se quedan solas con el hedor insoportable.
H. tiene la vista clavada en un punto y no parpadea, como si la hubieran hipnotizado. Está blanca como la pared en la que se apoya. Da la impresión de que ve algo que las otras no ven. La noche pasada vinieron dos tipos y se la llevaron. Estaba de buen humor. S. reconoce los síntomas de un trauma y sabe que está relacionado con los soldados. H. no puede hablar, solo repite: «¡No, no!». Luego solloza con la cabeza baja.
Aguardan el amanecer despiertas. En el cuarto reina una inquietud extraña. Las chicas presienten que ocurre algo insólito. S. percibe que las embarga el miedo, ese miedo que aflora de golpe a la superficie, como una erupción en la piel. Todo aquello horrible y amenazador que las rodea diariamente —el campo, la muerte— se hace de repente palpable y visible mientras la pestilencia desconocida se enrolla alrededor de sus cuellos.
En su pequeña comunidad femenina solo es real lo que les ocurre a ellas, a cada una de ellas en particular. Fuera de eso la existencia se vuelve cada vez más incomprensible. Hasta cierto punto están aisladas de la vida cotidiana del campo de internamiento. Funcionan de forma especial, como una estación de servicio. No obstante, les parece que así pueden sobrevivir. Han aprendido. No les queda más remedio. Saben que inspiran compasión entre las otras reclusas del campo. Ellas no tienen fuerzas para auto compadecerse, en su situación les parece un lujo. Es más, sienten que con el tiempo se han hecho más fuertes, más resistentes. Cada mañana se curan las heridas, felices de haber sobrevivido una noche más. Es de día, todas han abierto los ojos. Y a lo mejor la noche que viene es tranquila, o les traerán pan recién hecho. O si hay combates en las proximidades, entonces los soldados tienen que ocupar sus puestos y las dejan en paz un tiempo. La felicidad es para ellas un instante de descanso entre dos horrores.
El mal olor no se va. Las chicas se agolpan como animales desorientados. S. dice que el hedor le recuerda la piel quemada, que una vez, de pequeña, se quemó el muslo con el fuego de la cocina. Habla en susurros, pero H. se estremece de repente. Levanta la cabeza. «¡Eso, eso!», balbucea como un niño que aún no ha aprendido a hablar. Tiembla. La envuelven con una sábana, le dan agua. Traga con avidez, como si no creyese estar aún viva. El agua resbala por su barbilla y le moja la camiseta. «Tranquilízate, estás con nosotras», le dice S., y acaricia su pelo sudoroso. Por fin empieza a respirar con normalidad. «Es verdad», dice H., «lo del mal olor. Es el hedor de la carne humana. Los soldados queman los cadáveres de los reclusos del campo».
Ahora habla muy serena. Sus palabras se pierden en el silencio, se diría que no las ha pronunciado, o que lo ha hecho en voz muy baja. Pero, naturalmente, todas las chicas lo han oído. S. se fija en la transformación de sus caras. Primero reflejan incredulidad y luego espanto. Necesitan tiempo para comprender que la fetidez, el hedor insoportable, es el olor de los cuerpos que arden. ¿Puede la carne humana apestar así…, exhalar un olor tan inhumano?
H. cuenta que cuando los soldados vinieron por ella ya estaban muy borrachos y que, después de haberla torturado, la llevaron al patio de detrás del edificio."

Slavenka Drakulić
Como si yo no estuviera


"Una no sabe de dónde le vienen las ideas."

Slavenka Drakulić









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