Tibor Déry

"A pocos pasos, en la esquina de la calle Sziget, volvía a cerrarse la niebla, esta vez en formas más gruesas, así que no daba la sensación de un techo plano sino de un monte, y por debajo la calle se convertía en un túnel estrecho y abandonado, bajo cuyas bóvedas todavía se percibía el sabor a humo y hollín ya disipados. Ese ligero olor a pavesa que en realidad llegaba a la ciudad desde las fábricas de Óbuda y Újpest cambiaba de golpe las imágenes provocadas por la niebla. Esta había trasladado hacía un minuto gracias a una rápida corriente la calle Csáky a orillas del Danubio, a los pies de las montañas de Óbuda –como en América, donde la gente arrastra toda una hilera de casas de un sitio al otro–, y tras las olas negras había hecho sentir los vientos y la oscuridad que descendían de las montañas por encima de las titilantes estrellas de las farolas, evocando los crujidos de las enormes placas de hielo sobre el Danubio y su imaginario olor a nieve. Ahora el olor a humo ligero, pero real, como unas agujas automáticas, cambió de repente la marcha y remolcó la impotente calle hasta las industrias de la carretera de Váci y la estación del Oeste. Detrás de la niebla se vislumbraban oscuros almacenes en cuyo interior se oían –como antes el murmullo del viento y de los bosques– los pasos de los vigilantes nocturnos andando a tientas y que hacían menos ruido que el tictac de un reloj. En la lejanía se oyó el traqueteo de un tren. Eran las diez, sería el expreso de Praga que acababa de entrar bajo el invisible vestíbulo de cristal de la estación del Oeste. Desde un portal llegó un olor indefinible, posiblemente de un bidón de basura: olor a harapos, cáscaras de huevo, mondaduras de patata, ceniza y papel húmedo. Esos olores distintos, como cubos de un juego de construcción, creaban imágenes deslucidas sobre pisos abarrotados, y las proyectaban a la calle. El olor flotaba por encima de las aceras, tan sugerente y persistente que sobre las paredes de niebla a la altura de las plantas, como imágenes proyectadas, algo borrosas y grises, pero totalmente animadas, aparecían las visiones superpuestas de tugurios con camas atestadas, cuartuchos que servían de cocina, ollas sin fregar, jergones, y entre ellos, zapatos desbocados."

Tibor Déry
La frase inacabada


"El anciano miró la pistola que sobresalía de la gabardina de Tommy.
"Estoy enfadado contigo, mi joven amigo" -dijo. "Incluso, aunque por alguna razón desconocida, tuvieras derecho a que me mostrara solidario con lo que te sucede, forzarme a admitirlo carece de tacto y es muy impertinente por tu parte. Y lo que es más, no sólo me extorsionas en contra de mi natural forma de proceder, sino que eres capaz de caer tan bajo como para exigir inmediatamente -sin contar con mi aprobación- mi ayuda, mi implicación personal. Quieres que me arriesgue, que desafíe la ley, que vaya a prisión y que en última instancia muera como un mártir... Estoy tergiversando la cuestión, tú no me estás pidiendo esto, sino que me estás forzando o tratas de apelar a estúpidas leyes morales... Me fuerzas a ir a prisión, al patíbulo y todo esto un minuto antes de que la entrada esté cerrada, en mi propio apartamento, mientras sonríes como un idiota y ensucias mi antesala, la cual había encerado ayer...
Y finalmente tienes el descaro, en el colmo de tu pueril broma, de ofrecerte burlonamente a limpiar este charco. ¿Acaso te orinas como los niños? ¿Lo limpiarías si te lo pidiera?"
"Se lo vuelvo a repetir, una palabra más y le arrancaré la piel, señor," dijo el estudiante.
"¿No eres muy perspicaz, mi joven amigo?", preguntó el profesor. "¿No puedes distinguir entre aprobación e identificación? ¿No sabes que si un hombre de sesenta y dos se manifiesta de acuerdo con uno de veinte, las consecuencias no son las mismas para ambos? ¿No sabes que lo que es adecuado para ti no lo es para mí? ¿No sabes que los jóvenes actúan y los viejos juzgan? ¿Te impide la pasión por el juego distinguir entre las obligaciones de la juventud y los derechos de la ancianidad? Qué imagen más miserable del mundo tienes si puedes con buena fe pedirme que sacrifique mi vida, o que la ponga en peligro por tus insignificantes y superficiales veinte años... Sí, así es, no me mires con ese estúpido brillo en tu mirada. Si te atreves a cambiar la realidad presente, que me he ganado, por un puñado de promesas, con un guiño gay y sin meditarlo, dónde está la garantía de que cumplirás? Muéstrame algún sueño cuyo peso sea consistente. Hasta ahora me parecía que eras franco y valiente, aunque nunca había estimado mucho tu inteligencia. Pero ahora me he dado cuenta, y lo lamento mi querido amigo, que no eres más que un cobarde."

Tibor Déry
Un ajuste de cuentas



"La ventana del pequeño cuarto de servicio daba al norte, como en general las ventanas de todos los cuartos de servicio; ante él se levantaba un fresno y a la izquierda se veía la cumbre del monte Gugger, a la que los pinares conferían un tono negruzco. Una vez que se quedó solo y el ritmo de su respiración se sosegó, reconoció el olor de su esposa. Se sentó junto a la ventana y respiró hondo. Contempló el follaje del fresno. Estaba inmerso con todas las células de su cuerpo en el olor de su esposa y respiraba. En el angosto cuartico no había más que un viejo armario blanco, una cama de hierro, una mesa y una silla; para poder llegar hasta la cama era necesario quitar la silla. Pero no quiso acostarse. Siguió sentado, respirando. Encima de la mesa se veían montones de objetos diversos, libros, ropa y juguetes; entre ellos había también un espejo. Se miró en él. La imagen que le devolvió era la misma que había visto antes en el espejo del escaparate de la tienda. Lo puso sobre la mesa de nuevo, pero dándole vuelta. No escudriñó entre las cosas de su esposa. En el cenicero se acurrucaba una pelota de lunares rojos y también alrededor de la mesa se percibía el olor de ella.
Se sentó de nuevo frente a la ventana. Al poco rato llegó la portera con un gran tazón de café con leche y con dos gruesas rebanadas de pan dulce. Después de quedarse solo se lo comió todo. Un poco más tarde vino una vecina que vivía en la planta baja, trayendo también una taza de café, pan con mantequilla, chorizo y una manzana igual a las que había visto en la calle, en la exhibición de la frutería. Puso la bandeja sobre la mesa y a los pocos minutos se marchó. Tenía lágrimas en los ojos. Cuando se quedó solo, B. se comió todo eso también. Todavía no le había dado cuerda a su reloj, así que no podía saber cuánto tiempo llevaba sentado junto a la ventana. Esta daba al jardín trasero, frente al cual no pasaba gente. Entre las hojas de color verde claro y borde blanco del fresno se agitaba de vez en cuando la brisa, haciendo temblar la luz vespertina en las encaladas paredes del cuartico de servicio.
Cuando se saturó del olor de su esposa y dejó de percibirlo, bajó a la calle y se quedó delante de la puerta del jardín. Un poco después apareció su esposa en la esquina, rodeada de cuatro o cinco niños. Venía caminando en dirección al jardín. De pronto sus pasos se hicieron más lentos, luego se paró y se quedó inmóvil por un instante y finalmente empezó a correr. Sin darse cuenta, también B. echó a correr. Ya estaban bastante cerca el uno del otro cuando ella se detuvo bruscamente, como si no se sintiera segura de algo, pero después echó a correr de nuevo. B. reconoció el jersey de lana de mangas largas, de color gris y rayas negras, que le había comprado todavía él, en una tienda de lujo, un poco antes de su detención. Su esposa era una combinación nunca vista de aire y de materia, única en su especie. En la realidad superaba todas las imágenes que había reunido acerca de ella durante estos siete años en la cárcel."

Tibor Déry
Amor

"Mientras el marido iba al guardarropa a buscar el abrigo de su mujer, yo me acerqué a su mesa y dejé caer mi tarjeta con mis señas y el teléfono. Y al día siguiente acudió a mi piso. Es evidente que no quiso llamarme antes por temor de no entendernos en inglés. Así que se presentó sin previo aviso, por las buenas… Sin palabras, pero con su sonrisa… Hay que imaginar una cita que se desliza según la fórmula más antigua del amor, eliminada la razón, sólo con la unión de los cuerpos. En lugar de hablar, las dos personas se limitan a sonreírse, entrevistándose apenas en la penumbra de la habitación; y sólo unos rayos tenues atraviesan las persianas y alcanzan el lecho. Nada interrumpe la charla agradable de los cuerpos, por el hecho de que se limitan al disfrute mutuo, y ningún atractivo ajeno se entremete en esa pura unión. Szilvia no buscó en mí dinero ni joyas, ni deseaba que colocase un original suyo a mi editor; sólo me deseaba a mí. Una gota de aventura con un hombre que podía aliviar su sed, por un capricho del azar. Y aliviar también la sed inextinguible de su ardiente naturaleza. Además, tienes que imaginar —continué— aquel majestuoso silencio tras los susurrantes jardines de Pasaret, y nuestros cuerpos dialogando en una habitación oscura. La serpiente del Edén, esa imperfecta razón humana, no pudo abrir la boca, y allí no había más voz que las caricias de una mano contorneando el cuerpo, el aliento profundo de unas respiraciones, algún suspiro de admiración y el tacto sutil de nuestros abrazos. No había nada que decir; triunfamos en la prueba de entendernos sin palabras. La naturaleza nos ayudó a demostrar que existe una razón para vivir. Quizá te estoy resumiendo la última gran lección de mi vida: tendré que casarme con una mujer muda."

Tibor Déry
Querido suegro






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