Agustín Espinosa

"Amalia. ¿Qué hora es, madre?
La Madre. Las siete, hija.
Amalia. ¿Empieza a oscurecer?
La Madre. Es ya noche completa.
Amalia. ¡Otra vez!...
La Madre. Sí, otra vez... (Yendo hacia el fondo de la alcoba) ¡Otra vez!... (Da al interruptor de la luz, pero ésta no enciende) Y, otra vez, tampoco hay luz esta noche... dicen que es la humedad del jardín... Que los cables subterráneos están mal puestos... Habrá que encender de nuevo ese horrible candelabro... (Enciende un horroroso candelabro de ocho bujías, colocado sobre una consola, junto a la cama de Amalia.)
Amalia. ¡Madre!...
La Madre. Lo mejor sería marcharnos de aquí esta misma noche...
Amalia. Madre, ayer...
La Madre. ¿Has oído?
Amalia. No. No he oído nada.
La Madre. Han llamado, Amalia.
Amalia. ¡Oh! ¿Es posible?... Puede que sea Elena... La espero, desde que estamos aquí, a todas las horas... Pero ya, tan tarde... No. No será ella.
La Madre. (Hacia el balcón.) No, no será... (Alongándose sobre el jardín.) No. (Volviéndose hacia Amalia.) No es nadie. (Pausa larga. Acaba de encender el candelabro.)
Amalia. ¿Tú oíste llamar?...
La Madre. Sí...
Amalia. Se conoce que quien llamó no tenía demasiados deseos de vernos. (Pausa.) Madre, ¿hay luces esta noche en el mar?
La Madre. No. No hay ninguna.
Amalia. Sin embargo, debe de estar hoy el mar excelente. ¿Verdad? (Pausa.) ¿Oyes tú el mar, madre?
La Madre. No, hija, llevamos varios días de verdadera bonanza.
Amalia. Yo sí lo oigo... Es un ruido muy lejano, muy suave, muy vago... Como un murmullo de bolas de algodón sobre un campo de césped... Tuve un sueño una vez en que era el mar así: millares de bolas de algodón, millares y millares... Se empujaban unas contra otras, corrían, saltaban, huían y volvían a tornar de nuevo, siempre de nuevo. Y me bañaba en ese dulce mar de algodón. Iba y venía sobre las olas de algodón mi cuerpo. Me arrullaban, me mecían, me brizaban. Y era como si fuese el sueño mismo quien me acunase, como si durmiera un sueño también de algodón, y fuera ese sueño el mar o el mar ese sueño... No sé. Pero de pronto...
La Madre. (Alojándose sobre el balcón.) ¿Quién?... ahora si es en serio. (Alojándose más.) ¡Adelante! ¡Suba! ¡Voy, voy en seguida!... (Sale por la puerta lateral y vuelve inmediatamente, sola.) Tampoco era ahora nadie. (Se sienta junto a la cama y mira a Amalia como esperando el resto del sueño.) ¿Y...?
Amalia. Bueno, pues, de pronto, el campo de césped se endureció, se endurecieron las bolas de huata. Se hizo todo —césped, sueños, bolas— de cristal. De un cristal muy fino, y muy frágil y muy lívido; y hueco. Chocaban unas bolas contra otras y se rompían en agudos pedazos. Me herían, me sajaban, me rasgaban la carne, me sangraban por miles y miles de heridas. Era sobre un sueño de sangre y cristal por donde andaba yo entonces. Y otra vez, sin transición, ¡el algodón, el campo de césped y el sueño de huata! Enrojecía, bajo mi cuerpo, el esponjoso oleaje. Sorbían, bebían, chupaban de mi sangre mil redondos lobeznos blancos, mil sanguijuelas de algodón, mil vampiros ávidos. Para cada herida había una bola de algodón que en vez de restañar, chupaba insaciable. Se iba empapando de mi sangre en fuga todo un inmenso océano de huata... Y yo seguía escuchando su rumor, su música, que era muy lejana, muy suave, muy vaga, como el ruido del mar esta noche, madre."

Agustín Espinosa
La casa de Tócame Roque


"Aquí en el Puerto de la Cruz, nací yo, en una casa cuyo mirador estoy viendo mientras te escribo, tan alto casi como la torre de la iglesia. Aquí, por estas calles, callejones y callejas, he correteado y he palanquineado hasta los doce años, como lo hace ahora mi hijo. Es un pueblo que tuvo, como yo, su historia. Que vive, como yo, también de recuerdos. El mar le canta y arrulla diariamente como una madre a un niño inválido, y de noche le cuenta, con voz de trueno, cuentos de brujas, trasgos y cosas de Tócame Roque que hacen más silencioso y duro el sueño."

Agustín Espinosa



ELOGIO DE LA PALMERA CON VIENTO

"Bien —palmera con viento de Lanzarote—; bien.
Tú tenías envidia de los molinos y de los girasoles. De las ruletas y de los tiovivos. De los astros con sistema y de los viajes de circunvalación. De las hélices. De los discos de gramófono. De las ruedas azules de las fábricas. De todo lo que gira, de todo lo que voltea incansable, tenías envidia.
Bien —palmera con viento de Lanzarote—; bien.
Y por eso llegaste a Lanzarote, isla de viento perenne: isla de alisios. Plantaste en ella tu tienda de campaña. Y ahora has superado a todas tus envidias antiguas: a los molinos de viento y a los girasoles; a las ruletas y a los tiovivos; a los astros con sistema; a los viajes de circunvalación; a las hélices; a los discos de gramófono; a las ruedas azules de las fábricas. Eres ya la primera entre todas las cosas que han aprendido el arte de la voltereta alrededor de un punto absoluto.
Ahora eres tú —palmera con viento de Lanzarote— la envidiada. Por tu color alegre. Por tu honestidad. Por tu amateurismo significado.
Dejas que tus brazos verdes volteen bajo el viento. Ejerces un deportismo puro. Eres —hoy— la única hélice, el único tiovivo y la única ruleta que gira solamente por girar.
Bien —palmera con viento de Lanzarote—; bien."

Agustín Espinosa



"Estaba casado con una mujer lo arbitrariamente hermosa para que, a pesar de su juventud insultante, fuera superior a su juventud su hermosura.
Ella se masturbaba cotidianamente sobre él, mientras besaba el retrato de un muchacho de suave bigote oscuro.
Se orinaba y se descomía sobre él. Y escupía —y hasta se vomitaba— sobre aquel débil hombre enamorado, satisfaciendo así una necesidad inalcanzable y conquistando, de paso, la disciplina de una sexualidad de la que era la sola dueña y oficiante.
Ese hombre no era otro que yo mismo.
Los que no habéis tenido nunca una mujer de la belleza y juventud de la mía, estáis desautorizados para ningún juicio feliz sobre un caos, ni tan insólito ni tan extraordinario como a primera vista parece.
Ella creía que toda su vida iba a ser ya un ininterrumpido gargajo, un termitente vómito, un cotidiano masturbarse, orinarse y descomerse sobre mí, inacabables.
Pero una noche la arrojé por el balcón de nuestra alcoba al paso de un tren, y me pasé hasta el alba llorando, entre el cortejo elemental de los vecinos, aquel suicidio inexplicable e inexplicado.
No fue posible que la autopsia dijera nada útil ante el informe montón de carne roja. El suicidio pareció lo más cómodo a todo el mundo. Yo, que era el único que hubiera podido denunciar al asesino, no lo hice. Tuve miedo al proceso, largo, impresionante. Pesadillas de varias noches con togas, rejas y cadalsos me atemorizaron más de lo que yo pensara. Hoy me parece todo como un cuento escuchado en la niñez, y, a veces, hasta dudo de que fuese yo mismo quien arrojó una noche por el balcón de su alcoba, bajo las ruedas de un expreso, a una muchacha de dieciséis años, frágil y blanca como una fina hoja de azucena."

Agustín Espinosa García Estrada
Crimen


"Lo que yo he buscado realizar, sobre todo, ha sido esto: un, mundo poético; una mitología conductora. Mi intento es el de crear un Lanzarote nuevo. Un Lanzarote inventado por mí. Siguiendo la tradición más ancha de la literatural universal."

Agustín Espinosa


"Me había dormido entre veinte senos, veinte bocas, veinte sexos, veinte muslos, veinte lenguas y veinte ojos de una misma mujer. Por eso fue mi despertar más angustioso y horripilante: crucificado sobre mi propia cama de matrimonio puesta en posición vertical tras un gran balcón de cristales abierto a una calle desolada. Amanecía tras aquel balcón que me servía de vitrina. Estaba completamente desnudo. Sentía frío y vergüenza de que me pudieran ver desde la calle. Unas finas manos de mujer florecían sobre mis pies como dos clavos blancos, y, probablemente, eran ellas las que me sujetaban a la madera de la cama, aunque yo me consolara creyendo que intentaban desclavarme únicamente. La vergüenza de mi desnudez me angustiaba de nuevo. Inventé, para aquel momento, una oración llena de ternura en la que había mezclados confusos recuerdos de un libro sobre las obras de misericordia que se me hizo aprender de memoria de niño y versos de Paul Claudel y fragmentos de mi Segundo epistolario."

Agustín Espinosa
Luna de miel



Poema 8

Que no sepa Gramática.
Que no sepa Poesía.
Ni Redacción
y composición.
Que sepa el Mar
por la geografía
de su cuerpo. Sólo.
Que sepa un Sol de Oro.
Inastronómico:
caja de pinturas: avión.
Pero que no sepa Gramática.
Sobre todo.

Agustín Espinosa



"Se han pronunciado, con excesiva frecuencia las palabras "pornográfico", "libre", "procaz", "indecoroso", "insolente", con relación a La Edad de Oro, ni con más ni con menos razón -puedo decirlo ahora de paso- que a propósito de mi libro Crimen, olvidándose que análogos adjetivos habría que esgrimir desde ese bizco punto de vista, para calificar a Quevedo, a Boccaccio, a Cervantes, a Rabelais, a Lautréamont, a Goethe."

Agustín Espinosa


Un sombrero fue el protagonista de este divino sueño incontado.
Desde un andamio demasiado alto de una casa en obras lo veía caído abajo, en medio de la calle, esperando a pie firme la hora próxima de una cita exacta. Estuvo a punto de perecer varias veces bajo varias ruedas de automóvil. La brisa de la tarde le libertó de una colilla de cigarro que hubiera terminado perforándole el ala, Un escupitajo cayó tan cerca de él, que le salpicó, aunque sólo de modo muy ligero. El fino zapato de ante de una muchacha rubia le rozó suavemente, y yo vi al sombrero que se estremecía hasta la copa, dolorido de un sexo formado como por asociación de úlceras recientes.
Anochecía, cuando apareció en una esquina un hombre destocado. Atravesó con presura la calle, y, al pasar junto al sombrero, se agachó disimuladamente, lo recogió del suelo y se lo ladeó sobre la oreja izquierda. Luego se perdió más abajo, entre la muchedumbre constituida a aquella hora exclusivamente por oficinistas y obreros recién salidos del trabajo.
Salté hasta el balcón, la tomé del brazo, y salimos juntos, sin que ni una sola palabra se cruzara entre nosotros.
La llevaba de la mano como a niña de seis años, cuando tenía ya más de cuarenta. La aupaba a los tranvías sin grandes esfuerzos; la arrastraba más que acompañarla, porque, a pesar de su obesidad indiscreta, era tan baja, que no pesaba —o a mí me lo parecía por lo menos— casi nada.
Caminamos así durante varias horas a través de la ciudad.
Al final de una calle, pequeña, pero tan ancha, que, a aquella hora sobre todo, tomaba aires provinciales de plaza, estaba la sombrerería que buscaba.
Lo reconocí rápidamente, por su cara de suicida y por una imperceptible quemadura de cigarro junto al lazo. Ella se oponía a ponerse aquel sombrero de hombre, alegando que era un sombrero de hombre. Yo traté inútilmente de convencerla de lo arbitrario de una teoría que quería diferenciar sexos ya bien diferenciados. Abusando únicamente de mis fuerzas, logré ponerle el sombrero, que, como le estaba algo estrecho, le congestionaba cruelmente el rostro y le alargaba aún más las arrugas de la frente.
Debí de hacerle mucho daño, porque cuando salimos de la sombrerería lloraba.
Al amanecer del día siguiente era encontrado en una alameda de las afueras el cadáver de una niña de seis años. Llevaba puesto un sombrero de hombre, sujeto por un grueso alfiler, que, perforándole ambos parietales, le atravesaba la masa encefálica.

Agustín Espinosa
Hazaña de un sombrero










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