C. S. Forester

"Ambas riberas se presentaban ahora bordeadas de cañas de papiro y junco; un poco más hacia tierra adentro, anchas fajas de otras cañas indicaban los cenagales, y más lejos aún, se levantaba la selva, negra e impenetrable. En el centro del curso del río reinaba absoluto silencio, fuera del ruido de la máquina y del chapaleo de las olas; la Reina Africana abría un ancho surco en el agua negra, bajo un sol abrasador. En ese inmenso espejo de agua les parecía navegar a la velocidad de una babosa; el río hacía codos que llevaban horas enteras en salvarlos... vueltas sin motivo aparente, puesto que las riberas no cambiaban su chata monotonía.
Aunque no había ya necesidad de cuidarse de obstáculos ocultos ni de reciales, era menester, de parte de Rosa, mantener cierto grado de atención. La superficie del río presentaba, de trecho en trecho, manchas consistentes en objetos flotantes, hojarasca, ramas, troncos y cañas y juncos, que podían dañar la hélice; la corriente era allí demasiado lenta como para arrojar esos estorbos a la orilla. Era, en cierto modo, un alivio, dentro de la monotonía del manejo, observar la aparición de troncos que flotaban casi sumergidos; pronto Rosa comenzó a timonear para aproximarse a cada sucesiva masa flotante, permitiendo que Allnutt recogiese aquellos trozos de leña de tamaño adecuado para quemar en el hogar. Ello satisfacía de un modo inefable el sentido de economía innato en Rosa, ya que así tornaba a la Reina Africana aún más independiente de tierra firme; en verdad, según se decía a sí misma, convenía mantener la carga de leña lo más completa posible, en vista de la naturaleza cenagosa y casi inaccesible de las márgenes. El combustible que de este modo recogían era suficiente para cubrir el consumo, aunque no tanto como para dejar intacta la pila inicial.
Ya la monótona jornada de sol y río iba tocando a su fin. Allnutt se corrió a proa con una idea luminosa:
–No necesitamos arrimarnos a la orilla esta noche, Rosita – dijo –. Este es un fondo fangoso y podemos echar otra vez el ancla. Voto por fondear aquí. Los mosquitos no nos van a encontrar en el medio del río. Creo que no queremos otra noche como la pasada, si podemos evitarla.
–¿Fondear aquí? – dijo Rosa. No se le había ocurrido tal posibilidad. Cinco metros había sido la mayor distancia que los había separado de la orilla al pernoctar en algún brazo de río en el curso superior. Le parecía singular detenerse en medio de la corriente, a unos cuatrocientos metros de tierra, pero tampoco veía ninguna razón en contra.
–De acuerdo – repuso ella, luego de reflexionar unos instantes.
–Entonces echó más leña, y ¿dónde paramos...?
"Anclamos" iba a decir Allnutt, pero no tuvo tiempo de pronunciar la palabra; una crisis de orden menor en la máquina reclamó su repentina atención. Una vez al lado de ella, se volvió para dirigir a Rosa una sonrisa tranquilizadora.
El golpe del émbolo fue haciéndose poco a poco más lento, y la marcha de la Reina Africana fue disminuyendo, hasta tornarse casi imperceptible. Allnutt se adelantó a proa y soltó el ancla, que arrastró tras sí la cadena, cuyo estruendo infernal reverberó por el río, ahuyentando a bandadas de pájaros de las márgenes.
–No estoy seguro si toca el fondo – dijo Allnutt resignadamente –. Pero no importa. Si salimos a la deriva, el ancla nos detendrá antes de llevarnos contra algún obstáculo. Nada hay que nos pueda hacer daño en veinte metros de agua a la redonda. Ahora, por el amor de Cristo, busquemos algún medio de hacernos un poco de sombra. He visto tanto este sol, que me sobra para toda mi vida.
Aunque el día tocaba a su término, el sol seguía golpeando cruelmente con sus rayos abrasadores; Allnutt tendió los restos de la lona sobre sus cabezas, y una alfombra entre los puntales de la toldilla. Tuvieron así un jirón de sombra a popa, donde poder recostarse con los ojos resguardados del enceguecedor reflejo solar. Según Allnutt habla vaticinado, el sitio estaba casi libre de mosquitos; los pocos que los molestaban pasaban casi desapercibidos para quienes habían luchado con millones de ellos la noche anterior.
Rosa y Allnutt pudieron tolerar, una vez más, el contacto de sus cuerpos; pudieron besarse y dormir abrazados. Rosa atrajo a su pecho la cabeza de Allnutt y lo estrechó en un nuevo arrebato de pasión. Más tarde, sosegados sus ímpetus, pudieron conversar pacíficamente, en tono íntimo, como convenía al silencio sobrecogedor del río."

C. S. Forester
La Reina de África


"La señora Clair no parecía dormir nunca. No había duda de que dormía, pero era durante breves períodos que después no recordaba, alternando con intervalos de vigilia por la noche durante los cuales yacía en la cama observando los cuadrados débilmente iluminados de la ventana que primero se iban oscureciendo paulatinamente, y luego, a medida que se aproximaba el amanecer, se volvían cada vez más luminosos. Esos intervalos de vigilia nunca le parecían demasiado largos. No le preocupaba su insomnio, más bien lo agradecía. Sentía que empleaba su tiempo con provecho, pensando en sus planes y odiando a Ted… Tenía la sospecha de que simplemente yaciendo en la cama y vertiendo su veneno en pensamientos le estaba haciendo algún daño, no tanto como se merecía, desde luego, pero sí lo suficiente para constituir una especie de retribución hasta que llegase el pago final.
El lunes por la mañana no se contentó con yacer en la cama hasta el momento habitual de levantarse; tenía muchas cosas que hacer aquel día. Se levantó temprano y bajó al piso de abajo sin hacer ruido para no molestar al señor Ely. Escuchando ante su puerta con atención oyó su respiración regular. Al final se había dormido; ella sabía que él también pasaba gran parte de la noche sin dormir porque había oído el interruptor de la luz encenderse y apagarse, y luego le había oído dar vueltas inquieto en la cama. Sabía qué era lo que le preocupaba, había visto su cara cuando volvió a casa la última noche. Resultaba muy satisfactorio para ella saber que antes de que pasara mucho tiempo todo iría bien y él sería tan feliz como largo era el día, con su querida Marjorie y con Derrick y Anne salvados para siempre de las garras de aquella bestia de Ted, ese demonio de Ted.
Al levantarse temprano, pudo trabajar dos horas enteras lavando la ropa que se había acumulado; se alegraba mucho de quitarse aquello de encima para poder estar libre para las actividades que preveía. Frotó y aclaró. Salió al pequeño jardín y preparó la cuerda de tender. Estaban ya a mediados de agosto, y aquella hora temprana de la mañana traía consigo el débil atisbo del otoño que se aproximaba, que se notaba apenas y, sin embargo, era amplio y extenso, trayéndole a la memoria todo el otoño con una sola exhalación: la niebla de la mañana, los colores cambiantes, las hojas que caían, las hogueras de los jardineros, los sábados por la tarde; preparar las primeras chimeneas para las primeras tardes frías, budín de sebo en lugar de tapioca para comer, y sacar el abrigo de invierno para ver si realmente podía durar otro invierno más.
Aquel invierno, pensó la señora Clair mientras tendía la ropa con las pinzas en la cuerda industriosamente, sería muy feliz. Aunque la querida Dot se había ido, Marjorie y los niños serían ya libres y felices. La señora Clair, con el pálido sol de la mañana brillando en sus ojos mientras levantaba los brazos hacia el tendedor, pensó que cuando todo estuviese arreglado, cuando ese animal de Ted hubiese tenido al fin el destino que se merecía, ella podría permitirse envejecer por fin y contemplar su final con ecuanimidad. Mientras tanto, era hora de dejar ya la colada e ir a llamar al señor Ely, y procurar que fuese al despacho a tiempo. Sería la primera mañana desde hacía tres semanas; era mejor que procurase que todo estuviese listo.
La cara del señor Ely a la hora de desayunar aparecía tensa y pálida a pesar del bronceado que había conseguido aquellas vacaciones. Ella sabía muy bien lo que estaba sufriendo el pobre muchacho. No importaba, no duraría mucho. Le animó a comerse los huevos revueltos (ya sabía cuáles eran sus platos favoritos) y le vio salir por la puerta a las nueve menos veinte, con mucho tiempo para llegar puntual al despacho. Luego, diligentemente, ella se dedicó a las tareas rutinarias del día, barrer y limpiar, lavar los platos del desayuno y pelar las patatas para la comida. Ya era hora de inspeccionar las cosas que había tendido. Las cosas de lana las dejaba, pero lo blanco y lo de color ya estaba listo para la plancha, y las sábanas para escurrirlas con el rodillo.
A las once en punto tuvo un rato libre; miró el reloj como había hecho ya una docena de veces e hizo un nuevo cálculo. A la una y media comía Ely (él salía a comer cuando volvía Ted), y tenía una hora Ubre. Se puso el sombrero y los guantes, y con el bolso y su bolsa de cuero para llevar cosas se dirigió hacia las tiendas de High Street. Estaba decidida a no perder tiempo alguno para prepararlo todo en anticipación de sus planes.
La fortuna la favoreció de inmediato: un claro ejemplo de la recompensa que aguarda a las personas que se ponen en el camino de la buena suerte."

C. S. Forester
Los perseguidos


"Tenía el mando de su propio barco, y estaba siendo enviado al frente de batalla. Esta era su oportunidad dorada de reconocimiento. Era su buena fortuna - habría sido triste dejarle abandonado en el puerto. Hornblower podía sentir la recordada y excitante emoción al pensar verse en acción de nuevo, de arriesgar su reputación y su vida en cumplir con su deber, en ganar gloria, y en lo más importante, justificarse a sí mismo ante sus propios ojos. Estaba regenerado de nuevo; podía ver las cosas en la proporción correcta. Principalmente era un oficial naval, y luego un hombre casado, y una calamidad en lo segundo. Pero eso no le facilitaba las cosas. Todavía tenía que liberarse a sí mismo de los brazos de María.
(...)
Era la mañana del domingo. El Renown había recogido las mercancías del noroeste y se zambullía velozmente a través del Atlántico, con las velas en alto en los flancos. El rugir del negocio lo conducía con cabeza firme y constante, su farol inclinándose de vez en cuando, levantaba espuma que causaba momentáneos arco iris. La tarima y sus cuerdas se escuchaban altas y claras, los triples, los tenores y hasta los barítonos y los bajos, entonaban sonidos y componían una sinfonía del mar"

Cecil Louis Troughton Smith conocido por su seudónimo, Cecil Scott "C. S." Forester
Aventuras de Horacio Hornblower




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