Carlos Luis Fallas

"En 1940 escribí Mamita Yunai, publicada en Costa Rica en 1941, y que pasó desapercibida por años, hasta que el soplo poderoso del gran poeta Pablo Neruda la echó a correr por el mundo: hasta el momento se ha editado en italiano, ruso, polaco, alemán, checo, eslovaco y rumano y pronto aparecerá también en búlgaro y en húngaro; se editó de nuevo en español en Chile en 1949 y en Argentina en 1955, donde actualmente se prepara su reedición. Y ahora esta edición mexicana que es la definitiva."

Carlos Luis Fallas


"Eulogio Ramírez nació en el Guanacaste, en una hacienda de ganado y se crió entre jinetes, toros y caballos. A los dieciséis años, cuando apenas comenzaba a ensayar el suelto al compás de las marimbas y a suspirar por los ojos negros de su prima, se puso de acuerdo con otros muchachos conocidos y, siguiendo el ejemplo de miles de guanacastecos, resolvió irse a probar fortuna a los bananales del Atlántico; porque su tierra es muy alegre y sus mujeres muy guapas, pero la vida del peón, durísima y los salarios, miserables.
”Así comenzó su peregrinación, finca por finca, a través de toda la inmensa Zona Bananera. Hoy en las chapias, mañana en la corta de cacao o de banano, otro día en los zanjos y casi siempre en las volteas, pues llegó a hacerse un buen hachero con el tiempo; y también pasó sus temporadas en el hospital curándose las calenturas o el reumatismo. Un día de tantos se pegó el hacha en la rodilla y quedó con su pierna tiesa para siempre. Ya no podría volver a bailar el suelto, pero no por eso perdió las esperanzas de regresar a su tierra con dinero suficiente para hacerse una finquita y vivir independiente y feliz.
”Fue de los primeros que cayeron en Home-Creek, hacha en mano, sobre la montaña. Hecha al fin la finca y cansado de rodar, resolvió quedarse en ella. Cuando Mr. Reed llegó como administrador, cayó como una maldición sobre la peonada: grosero, borracho y lujurioso, mantenía en constante zozobra a las mujeres de la finca, sin hacer distingos entre solteras y casadas.
”A pesar de todo, Ramírez resolvió casarse y llevarse la mujer para la finca. La había conocido en una de sus salidas a Limón, sirviendo en una casa de comensales; era una muchacha guapa y graciosa como todas sus paisanas, una mula para el trabajo y ardiente y celosa en el querer. Ella no podía prolongar más la jalencia; a él le resultaban muy caras sus constantes salidas al puerto. Por eso se casaron.
”Desde el primer instante el gringo se sintió atraído por la carne joven y morena de Florita y comenzó el asedio; y los malos tratos y los trabajos más mal pagados para el marido.
”Él, tascando el freno, se daba cuenta de las maniobras del Jefe: posiblemente el gringo esperaba que la hembra cedería para mejorar la situación de su compañero. Comenzaron las murmuraciones y los chismes de las viejas, transformando su vida en un infierno. “¡Vámonos, vámonos de aquí!”, le rogaba Florita. Pero él tenía que pagar las jaranas que le dejó el casorio; saldrían de ellas, se irían para otra finca, economizarían y muy pronto estarían de regreso en el Guanacaste.
”Para agravar su situación cayó en cama por diez días y el chino les cerró el crédito. El día de orden, el macho le hizo saber que no podía retirar la suya porque no tenía fondos y tuvieron que comerse las uñas mientras llegaba el pago. Ese día, en la tarde, salió a Bonifacio con los pocos centavos que alcanzó; compró el poquillo de provisión y se entretuvo con un amigo que lo invitó a unos cuantos tragos. Ya tarde, y medio azurumbado por el ron, regresó en el carro que llevaban los negros de Home-Creek.
”Cuando entró en su casa, encontró a la mujer hecha un puño en la tijereta, llorando y con las ropas descompuestas. El gringo, aprovechando su ausencia y embrutecido por el whisky y el deseo, había tratado de violarla, apretándola salvajemente contra su enorme corpachón, maltratando sus carnes y destrozándole su vestido. A los gritos de ella acudieron las vecinas y entonces el macho, soltando su presa, montó en su mula y se alejó lanzando maldiciones y amenazas.
”Una llamarada de rabia le quemó las sienes y se metió entre las sombras de la noche, línea arriba, con el pesado machete en la mano. Y el destino lo quiso: no había corrido doscientas varas cuando sintió los trotes de la mula del macho y un momento después vio el bulto negro avanzando sobre él. Se plantó en media línea del tranvía. “¡Apéese, cabrón!”, le gritó, “¡Quiero que me pruebe que también es macho ante los hombres!”.
”El gringo frenó la bestia un instante, se llevó la mano a la pistola, escupió un sanababichazo y, clavándole las espuelas a la mula, se la echó encima. Él capeó el cuerpo como pudo y dando un salto le descargó el machete, haciéndolo caer de espaldas a un lado de la línea; luego, ya cegado por la rabia, se lanzó sobre el caído y le dio de machetazos hasta que no lo vio moverse más.
”Cuando recobró la razón, volaba en dirección a Bonifacio jineteando la mula de su enemigo. Frente al Comisariato plantó el animal, que estaba cubierto de espuma y de sudor, y, después de pensarlo un momento, cogió la línea del ferrocarril, al trote para no dar malicia, rumbo a Pandora, a donde llegó poco rato después, cuando ya comenzaba a rayar la luna. Doscientos o trescientos metros adelante brillaba el techo de zinc del Comisariato de la Compañía; un poco más arriba, el de dos grandes casas de madera. A su izquierda se dibujaba un gran puente colgante, que parecía mecerse en el espacio.
”Él sabía que allá, a la izquierda, detrás de las montañas altas y oscuras, estaba Talamanca y luego la frontera panameña; sabía también que por sobre ese puente se metía una línea de tranvía que, atravesando fincas, llegaba casi hasta el pie de esas montañas. Pasó el puente estremeciéndose al oír el sordo rumor que producían los cascos de la mula contra las tablas del piso y ya en la trocha abierta del tranvía comenzó a reflexionar sobre lo que había hecho y lo que eso significaba para su vida. Allá en Home-Creek quedaban Florita, sus ilusiones de regreso y una terrible cuenta pendiente con la justicia. Y entonces fue cuando se dio cuenta de todo el horror de su situación. “¡Veinte años en San Lucas!”, pensó, con un estremecimiento de espanto. Poco a poco lo fue invadiendo el pánico y comenzó a temblar; le parecía que el trote de la bestia se escuchaba a cien millas a la redonda y por todas partes creía ver sombras que lo acechaban y hasta oía los gritos lejanos de los que corrían en su persecución.
”Aguijoneado por el terror galopó furiosamente de nuevo, como un loco, saltando charcos, esquivando ramas, atravesando como un relámpago los claros de luna y las negruras de las ramazones.
”El recuerdo del muerto, la excitación de la carrera fantástica, los resoplidos de la bestia, que levantaba montañas de barro en sus peligrosos resbalonazos, todo contribuyó a extraviarle la razón. De pronto, sintió que la mula, a pesar de que la taloneaba desesperadamente, corcoveaba en un solo lugar, como para vengar a su dueño dando tiempo a que llegara la justicia. Loco de espanto se tiró de la bestia que se perdió relinchando entre las sombras de un cacahuital. Se levantó chorreando barro y, abandonando la línea, corrió por entre cacahuitales y abandonos, atravesando ríos, perseguido por el ruido de sus propios pasos."

Carlos Luis Fallas
Mamita Yunai



"Teníamos bananos. Y se organizaron brigadas de huelguistas que iban hasta la lejana costa a buscar huevos y carne de tortuga, a cazar a la selva, a recoger la yuca y el ñame que los agricultores pobres de la región, negros y blancos, obsequiaban como ayuda al movimiento. Mas todo eso resultaba poco, porque era mucha la gente de las bananeras; con frecuencia teníamos que pasar el día con sólo yuca y bananos sancochados, sin sal. Llovía día y noche, la región toda era un inmenso mar de fango; y a los huelguistas más activos, que en grupos iban y venían constantemente ejerciendo vigilancia en las plantaciones más lejanas, se les destrozaban los zapatos; se quedaban descalzos. Y cada día aumentaba el número de postrados por la fiebre. Sin embargo, los trabajadores y sus mujeres y sus hijos se mantenían firmes, disciplinados, sin cometer un solo hecho de violencia, dispuestos a ganar la huelga con sus prolongados sacrificios. ¡Qué inmensa capacidad de resistencia y qué admirable espíritu de sacrificio manifiesta el pueblo cuando lucha por una causa justa!."

Carlos Luis Fallas "Calufa"
La Gran Huelga bananera del Atlántico de 1934


"Una tarde, estando yo con mi madrina en la puerta de la casa, dos rezadoras, antiguas compañeras suyas en los novenarios, al pasar frente a nosotros aligeraron el paso, se santiguaron y no nos dijeron adiós ni nos alzaron a ver siquiera.
—Nos tienen miedo... –murmuré inconscientemente, con aflicción.
Ella estrechó mi cabeza contra su pecho, e inmediatamente se fue a sentar en su viejo taburete, para disimular con un rezo el amargo sollozo que no pudo contener.
Dos o tres incidentes parecidos ocurrieron luego. Y un domingo, al terminar la misa, cuando íbamos saliendo de la iglesia, una mujer a nuestro lado dijo, en alta voz, para que oyeran todos, y señalando abiertamente a mi madrina:
—¡Miren qué hipócrita! ¡Se va a salar la iglesia...! ¡Hay que decirle al Padre que l’eche una maldición, pa que no vuelva a poner los pies aquí!
Por eso jamás pudimos volver a visitar la iglesia.
Siempre que le sucedían cosas así mi madrina caía en negros y prolongados períodos de angustioso mutismo, de silenciosa desesperación. Entonces ayunaba por días y días, rezaba más que nunca y se atormentaba con crueles penitencias.
Una noche de esas me desperté muy tarde, casi amaneciendo ya, y al verla se me encogió el corazón de angustia y de temor. Mi madrina, cubierta apenas por un ligero camisón, estaba hincada ante la Virgen del Carmen, sobre granos de maíz, entre dos velas encendidas, con sus delgados brazos en alto y una gruesa piedra en cada mano; en ese continuado esfuerzo, lentas y brillantes gotas de sudor se le escurrían desde los brazos hasta el cuello y las axilas, y toda ella se estremecía a cada sollozo mientras en voz baja y temblona imploraba la ayuda del Cielo:
—¡Ayúdame, Virgen Santa, y dame tu perdón... ! ¡Todo lo que hago y lo que sufro es por él...! ¡Yo no necesito nada...! ¡Dios lo sabe, Virgen Purísima!
Un pavor horrible se apoderó de mí y comencé a llorar desesperadamente, interrumpiendo así las invocaciones de mi madrina. Ella se asustó al oírme, dejó caer las piedras, apagó las velas de dos nerviosas manotadas y corrió a acostarse apresuradamente, tratando de consolarme con palabras de aliento y de cariño.
Algunas veces, cuando a pesar de sus muchas penitencias la angustia y el desasosiego se le hacían intolerables, mi madrina acudía a doña Mercedes. La bondadosa anciana, que se reía de todos los malignos decires de la gente, la tranquilizaba entonces, confortándola con reflexiones y consejos convincentes y oportunos.
—¡No hagas caso, Chon! –le decía–. ¿Por qué te preocupa todo lo que dicen y hacen esas beatas hipócritas y deslenguadas? ¡Si es envidia lo que te tienen...! Dios sabe que no lo estás haciendo mal a nadie; y conoce tu intención... ¿No es en educar esa criatura en lo que estás pensando? Algún día, gracias a vos, Juan Ramón será doctor. Para ese entonces vos y yo estaremos hechas polvo, claro está; pero él se tendrá que acordar de vos, de las hambres que pasaron juntos, y entonces se le conmoverá el corazón y le podrá hacer muchos favores a los pobres... ¿Qué más querés que una obra de esas?
Mi madrina regresaba siempre muy calmada y satisfecha después de esas pláticas con doña Mercedes. Sin embargo, mi madrina parecía sentirse cada vez más obligada a visitarla menos, posiblemente por el temor de perjudicarla con su mala fama. Pero doña Mercedes continuaba siendo su escudo y su refugio ante la incomprensión y maldad de la gente, y la luz que alumbraba su áspero camino. También le quedaba otro amigo seguro: Bernardo, el pordiosero del Brazil. Bernardo reaccionaba indignado contra los chismes del vecindario y defendía con calor a mi madrina, que para él era una santa. Cada vez que pasaba, con su saludo cariñoso le dirigía palabras de aliento y de consuelo, como para contribuir a mitigar las amargas penas de su amiga. Yo, por eso, cada día lo quería más; y me alegraba poder regalarle siempre muchas cosas y algún dinero, que mi madrina apartaba todas las semanas para él. Bernardo, al despedirse, algunas veces me decía, sonriendo alegremente:
—Juan Ramón, serás un gran doctor. ¡El doctor de los pobres! Yo me voy a esperar ¿sabes?, pa que me cures estas manos tan encogidas y estas canillas tan inútiles... ¡Cuidado te vas a olvidar entonces de mí!"

Carlos Luis Fallas
Mi madrina



























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