Cristina Fernández Cubas

"Busqué afanosamente en la memoria una situación que se pareciera a lo que me estaba ocurriendo. Noticias de casos clínicos, obras de ficción, anomalías oculares... Algo vislumbré, pero no estaba seguro. Una deformación de la vista que hacía que el paciente viera su entorno a escala reducida. Y la biografía de un escritor (loco) que un día recibió la visita de sí mismo. Intenté razonar y no perder la calma. ¿No podría ser que yo (comerciante, falsificador, coleccionista) estuviera tanto o más desequilibrado que el escritor (un francés del XIX cuyo nombre no recordaba), sufriera una alucinación semejante y, encima, me viera aquejado de una súbita y caprichosa deformación binocular? Porque ningún objeto de la habitación había alterado sus proporciones. Sólo yo. El hombrecillo, la menudencia, el durmiente.
Perdí la calma. La respiración, en la cama, se hizo más agitada y la mosquitera se abombó durante unos instantes. Miré mis brazos. Me sorprendió que los insectos no me hubieran atacado estando como estaba sentado en el sillón, sin protección alguna. Aquello era sumamente extraño. O, para ser exactos, también era extraño. Y la cabeza, que no había perdido su febril actividad, se apresuró a ofrecerme dos hipótesis a las que nunca, hasta aquel momento, habría concedido el menor crédito.
La primera era la de un viaje astral. No sabía muy bien en lo que consistía, pero había oído decir a charlatanes, embaucadores, místicos o esotéricos que, con la debida concentración y una preparación adecuada, el espíritu podía abandonar el cuerpo y viajar a donde se propusiera con el solo impulso de la voluntad. Estaba dispuesto a tenerla en cuenta. Pero no recordaba haberme ejercitado para la experiencia, y el viaje —si es que realmente se trataba de un viaje— resultaba a todas luces irrisorio. De la cama a la butaca. Descarté la idea.
La segunda era sencillamente espeluznante. Estaba muerto. Muchos son de la creencia de que el fallecido, durante las horas que siguen a su óbito, vaga desesperado por los escenarios que le son familiares sin llegar a entender lo que le sucede. Algunas veces —según he oído en distintas culturas y en los más dispares puntos del planeta— llega a verse a sí mismo echado en el lecho mortuorio y rodeado de los llantos y el pesar de sus seres queridos. No se puede abandonar una vida y entrar en otra como el que se limita a abrir una puerta. El tránsito es duro. Sobre todo para los que han perecido de accidente o de muerte súbita. ¿Y cómo podía estar seguro de que el trayecto entre el Wana Club y el Masajonia había transcurrido como creía recordarlo? Dos tawtaws achispados y estúpidos paseando en plena noche por una pista desierta como si estuvieran en el jardín de su casa. Éramos un reclamo. Una provocación. Probablemente nos habían asaltado. Y horas después, alguien —tal vez el propio Balik alarmado por nuestra tardanza— había peinado la zona hasta dar con nuestros cuerpos y depositarlos en el Masajonia. Me supo mal por el francés. Era aún muy joven para abandonar el mundo. En cuanto a mí, no diré que no me importara —estaba consternado—, pero una nueva emoción se sobrepuso a cualquier otra. Sentí vergüenza. Una vergüenza insufrible al pensar que, en cuanto amaneciera, aquel pingajo impresentable en que me había convertido sería expuesto a la curiosidad pública. Pero el cuerpo —mi cuerpo— seguía, a pesar de todo, respirando bajo la mosquitera. Y eso era del todo imposible. No había muerto. Ni siquiera me quedaba el consuelo de estar muerto.
Volví a estudiarme. ¡Qué poca cosa era! Cualquier objeto tenía más entidad que yo mismo. Las tulipas, la lámpara de pie, el sillón de orejas... Yo no era nada. O casi nada. El casi, lejos de animarme, me alarmó. Yo era algo. Y la palabra —algo— me llenó de desolación."

Cristina Fernández Cubas
Fiebre azul


"Cada cuento es independiente y ha nacido con voluntad de vivir su vida. Pero hay pasillos muy sutiles entre ellos. Citas, direcciones, objetos y, desde luego, la memoria, la percepción, lo engañoso de ciertas apariencias, los préstamos entre pasado y presente... Por algo cito al principio la frase de Einstein: "La realidad es simplemente una ilusión, aunque muy persistente"."

Cristina Fernández Cubas



"Cuando el autor pasa miedo o se ríe, el lector también pasa miedo o se ríe. Y si el autor se aburre, el lector también."

Cristina Fernández Cubas



"Cuando me pongo a escribir creo que sé bastante sobre el cuento. Pero luego resulta que no."

Cristina Fernández Cubas



"En un cuento todo debe estar medido, hay que mantener la tensión constantemente."

Cristina Fernández Cubas


"Escribir un cuento es ir por un pasillo e ir abriendo puertas."

Cristina Fernández Cubas



"La mañana era tan oscura como un atardecer. Me instalé en el bar, junto a la ventana, rodeada de lápices, cuadernos, libros. Ahora me alegraba de encontrarme allí, con los ojos pegados al cristal, observando a la gente encorvada, aterida de frío, cruzando la calle a toda prisa. O volcada sobre un libro. Intentando leer a la tenue luz de la lamparilla de la mesa. Estaba sola, con excepción del camarero que dormitaba al fondo, tras una barra sin clientes, o el pez que a ratos parecía mirarme desde el interior de un acuario iluminado en el centro mismo de la sala. Era un pez grande, negro, decididamente feo. Lo observé mejor. Era también un pez raro, muy raro. Se hallaba suspendido en la mitad justa del acuario, boqueando. De cuando en cuando, sin embargo, iniciaba un movimiento ascendente, ocultaba el morro, mostraba la panza y entonces se producía un efecto curioso. No sé si todo se debía a la distancia a la que me hallaba —o tal vez eran las branquias, las aletas, las contracciones de sus músculos para bombear el agua—, pero a ratos se diría que el pez dejaba de ser pez —enorme y feo— para convertirse en un rostro grácil, infantil incluso. Un rostro de dibujos animados. Tuve que esperar a la tercera transformación para reconocerlo. «Campanilla.» Sí, aquel terrible pez, de pronto, se convertía en Campanilla. Nunca había visto nada igual y, por un momento, me pregunté si el camarero del fondo, que ahora bostezaba sin disimulo, habría sufrido alguna vez, en una mañana oscura como aquélla, una ilusión parecida. Después ya no me pregunté nada. Ahora era yo la que me había quedado atontada, observándole, esperando a que se decidiera otra vez a ocultar el morro, a mostrar la panza, a convertirse de nuevo en lo que yo sabía que era capaz de convertirse. El sonido de una campanilla, una campanilla de verdad, me sacó del ensueño."

Cristina Fernández Cubas
Con Agatha en Estambul



"La muerte es una realidad. Cada uno la rehúye y no quiera saber nada, o intenta explicársela y aceptarla. Ahí está y yo no me olvido."

Cristina Fernández Cubas



"Las horas que uno pasa soñando forman parte de la realidad."

Cristina Fernández Cubas


"Lucas escribía un libro de cocina. Lo escribía con la memoria, ayudándose ocasionalmente de unas breves notas que estudiaba en silencio, paseando en la soledad de su cuarto y que, una vez retenidas, destruía de inmediato. Nunca en el mundo se había escrito un libro como aquél, ni —y ahí radicaba su originalidad— jamás nadie podría leerlo. Obra y autor iban permanentemente unidos, formando un algo indisoluble, y a no ser que la ciencia avanzara prodigiosamente —o algo peor: las artes adivinatorias—, jamás ser humano alguno podría penetrar en ese archivo perfecto que tenía en mente y en el que las fichas aparecían ordenadas de acuerdo con diversos sistemas: alfabético, asociativo, por materias… Y otro, el más importante, que destruía y anulaba los anteriores. No creía, para ser sincero, que la ciencia lograra algún día, con una simple intervención quirúrgica, por ejemplo, hacerse con ese arsenal de conocimientos atesorado durante largos años y basado únicamente en la propia experiencia. Pero sí temía a los adivinos. A ciertos «hombres de mirada fuerte», de los que, se decía, eran capaces, en cuestión de segundos, de leer en la mente de los demás y hacerse con su caudal de conocimientos. La sola idea de que algo semejante pudiera ocurrirle a él le había impedido a menudo conciliar el sueño. O algo más grave aún: le había llevado, a veces, a sufrir terribles pesadillas en las que aparecía su libro impreso, perfectamente encuadernado, pulcramente editado… y firmado por otro. Por todo ello, para prevenir el robo, el fraude, el plagio indemostrable, estaba ideando un nuevo sistema —el mismo al que antes había calificado como «el más importante»—, una puerta falsa para despistar al enemigo. Y en eso había estado toda la tarde. Creando fichas apócrifas que invalidaran las verdaderas; caminos, atajos, pistas en fin, de una aparatosa lógica que, sin embargo, no conducían a otro lugar más que a un laberinto. El trabajo requería grandes dosis de concentración. Y de pronto las raqueles le atacaban por donde menos esperaba. Su orden. Porque aquellas mujeres, con sus absurdas tentativas de orden, no hacían más que entorpecer su ordenado intento de desorden, demasiado reciente aún para tenerlo asentado, firme. Y ahora era él quien temía perderse por las pistas falsas que acababa de diseñar para extraños. Caer en sus mismas redes y chocar con el espejo —porque en el laberinto había tenido la ocurrencia de colocar además algunos espejos—, y sólo después, cuando fuera ya demasiado tarde, comprender que había sido la primera víctima de su propia estrategia. Y de nada habrían servido sus precauciones. Las medidas desconcertantes que empezaban desde el mismo título del libro: Juegos del valle. De eso, del título, sí podía hablarme. Porque ¿qué quería decir Juegos del valle f Todo, nada…? Un título simpático y engañoso que lo que menos podía presagiar era una serie de fórmulas secretas —la palabra «receta» nunca le había gustado—, agrupadas dentro de su peculiar orden desordenado. Pero entonces aparecían ellas, las raqueles. ¿Podía existir algo más perturbador para sus elucubraciones que encontrarse la cotidianeidad sutilmente alterada? ¿La sal donde se leía «Sal», el bicarbonato en un tarro en el que alguien había escrito «Bicarbonato», o el azúcar en el bote que aquellas arpías habían decidido adecuado para el azúcar? «El desván», masculló aún. Y se llevó la mano a la cabeza. «Mañana, antes de que sea demasiado tarde, tendré que hacer limpieza.»
Bebo le escuchaba sonriente, con una mezcla de arrobo y conmiseración, como si Juegos del valle no fuera su único libro, ni tampoco ésta la primera vez que Lucas se hallara en una confusión semejante. Yo me limitaba a asentir sin dejar traslucir que aquel mismo día, con el ojo pegado a una persiana, había tenido el privilegio de presenciar uno de sus denodados esfuerzos por mantener en orden su caótico archivo. Lucas, envuelto en un batín granate, superado por el trajín de las raqueles, intentando encontrar la serenidad desde algún punto de su biblioteca secreta y reconstruir su reino. Me serví una copa de vino. Enseguida Bebo tomó la palabra."

Cristina Fernández Cubas
El columpio


"Una de nosotras, de pequeña, descubrió la posibilidad de mirar sin ver. Fue en un pueblo de montaña, el día de verano en que, jugando con niños de nuestra edad, encontramos un gato muerto. Ninguna de las tres había visto nunca un gato muerto. Y menos aún un gato enorme como aquel, en el centro de un charco de sangre, con los ojos abiertos e inmóviles como los de un muñeco... Pero la visión no duró más que unos segundos. Enseguida alguien dio la voz de alarma, empezaron las carreras y los gritos, y del nutrido grupo de verano, junto al círculo rojo, quedaron únicamente los más atrevidos. El mayor de la pandilla y una de nosotras.
Sin embargo, a pesar del tiempo transcurrido, todavía no tenemos claro quién de las tres dio con la fórmula de mirar sin ver. Todas creemos recordarlo a pies juntillas. Los ojos fijos en los restos del animal desangrado, y la mente perdida a leguas y leguas de distancia. Pero lo cierto es que aquella pequeña habilidad dejó pronto de ser privativa de una sola de nosotras y pasó a convertirse en arte familiar. Lo extendimos casi enseguida a situaciones cotidianas desprovistas de cualquier dramatismo. Lo practicamos en el colegio, en clases especialmente tediosas, pendientes en apariencia de mapas y pizarras, de explicaciones o reprimendas. Nadie jamás detectó la menor ausencia, ni nada en el rostro delataba el engaño. Lo hacíamos la mar de bien. Estábamos allí, pero no estábamos. Y nos sentíamos orgullosas. Igual que en estos momentos. Al recordarlo.
Porque lo acabamos de recordar. Así, de repente, hace un instante. Y todo parece indicar que vamos a tener tiempo de sobra para volver sobre el gato muerto, detenernos en cualquier otro momento del pasado, hacer un recuento de recuerdos o incluso escribir un libro. La funcionaria que nos ha atendido ha anotado nuestros nombres, los ha cotejado con su lista, nos ha mirado fijamente (tal vez también ella miraba sin ver) y ha preguntado: «¿Hermanas?». La pregunta no es tan estúpida como podría parecer. En sus papeles obran nuestros nombres de pila y los mismos apellidos, pero lo que la buena mujer estaba pensando era en realidad: «¿Trillizas?». Resulta curioso. De pequeñas no nos parecíamos demasiado. Ahora en cambio la gente puede llegar a dudar o a confundirnos. Como la misma funcionaria antes de leer las fechas de nacimiento. El caso es que hemos contestado: «Hermanas», y ella nos ha conducido a esta sala inhóspita."

Cristina Fernández Cubas
La habitación de Nona


"Soy una soñadora pertinaz. Las horas del día que uno pasa durmiendo y soñando, entrando en ese mundo con claves distintas a las claves de las horas de vigilia, no diré que son mis horas favoritas pero las disfruto, la verdad. Son como viajes."

Cristina Fernández Cubas



"Un libro de cuentos no es una serie de cuentos seguidos. Hay algo más."

Cristina Fernández Cubas



"Una cosa es tener una idea y otra es llevarla al papel. El papel exige verosimilitud y plasmar la idea, a veces, es difícil. Y el proceso de escritura me parece muy interesante, sobre todo, para uno mismo. El lector, posiblemente, no se entera; pero, al autor, le queda el recuerdo de lo que fue descubriendo a medida que avanzaba en lo que quería contar."

Cristina Fernández Cubas



"Yo de pequeña ya me consideraba escritora. Escribir era un juego más, al que podía jugar yo sola."

Cristina Fernández Cubas

















No hay comentarios: