Darío Fernández Flórez

"Es preciso que vea, que penetre usted bien, señor juez, la situación. El mar, oscuro y encrespado. La niebla, grisácea, lamiendo todas las cosas. Las sirenas de las invisibles boyas gimiendo su lúgubre alarido, y el oleaje estrellándose poderosamente contra los arrecifes. La goleta saltando sobre las aguas envuelta por la bruma, y, sobre todo esto, la consabida luz húmeda y cenicienta que figura en mis principales recuerdos de aquella mujer.
Nos encontrábamos solos en aquel momento sobre cubierta y yo la contemplaba en silencio, según queda dicho. Nunca olvidaré su rostro encantador, bajo la graciosa capucha de su elegante impermeable, su gesto siempre perezoso y, al mismo tiempo, lleno de un decidido orgullo.
Yo tenía un mal día, señor juez, y aquella dura y agitada navegación a través de la niebla empeoraba mi estado. Quizá por eso me acerqué a ella bruscamente y sacando de mi bolsillo una breve carta se la entregué con aspereza. Mi mujer tuvo un gesto de sorpresa y, por un momento, abandonó su armoniosa dejadez. Creo que iba a rechazar el papel con cierta displicencia, pero vio algo en mí que le hizo cogerlo al fin con curiosidad y leerlo rápidamente. Cuando acabó, mantuvo un instante la carta entre sus dedos y después, recuperando su distinguida pereza, la rasgó lentamente, arrojando al mar los pequeños pedazos de papel.
Una oleada de odio, de ese odio abrasador que quema como una llama, me invadió. Ella lo vio nacer en mi corazón, llegar a mis manos, arder en mis ojos. Pero no se inmutó. Inclinada sobre la borda, contemplaba de nuevo el agitado mar, aquella niebla triste y cenicienta que nos aprisionaba.
Estábamos solos y comprendí que iba a matarla. Que iba a empujarla hacia aquel mar, hacia aquella niebla que se cerraría sobre ella, tragándose también su maldad, ese elemento destructor que, enroscado sobre sí mismo como una culebra, anidaba en ella. Pero en aquel momento, en aquel preciso momento, señor juez, un terrible crujido conmovió la embarcación, que se inclinó pavorosamente, descendiendo nuestra borda hasta las encrespadas olas. Una de ellas cayó pesadamente sobre nosotros, y, cuando pasó, cruzando la cubierta, mi mujer no se encontraba ya a mi lado.
La pequeña goleta había chocado con un desconocido arrecife. Un arrecife que no figuraba en ninguna carta marinera, en ninguna experiencia de piloto o de pescador. Pero el barco no naufragó. Un pequeño vapor nos socorrió muy pronto y no hubo otra víctima que mi mujer. De ella tan sólo devolvió el mar su elegante impermeable, que se encontró unas semanas más tarde sobre las rocas destrozadas de Penmarc’h bajo el alto farol de Eckmühl."

Darío Fernández Flórez
Señor juez...


"La verdad es que a la pobre Mercedes no le ayuda en lo más mínimo su desgraciado físico, pues pese a sus indiscutibles habilidades de vendedora y a este clima de esbeltez que en Amaro López la rodea, pesa setenta y tres kilos y, como es más bien baja, resulta una absurda y sorprendente bola de carne sudorosa cuando se mueve entre las estilizadas modelos de la casa. Además, y por si esto fuera poco, la vendedora principal tiene un pelo ingrato, un pelo corto, liso y reluciente que le cae sobre un morrillo abundante; una voz antipática, enronquecida y seca; dos ojos ahuevados y oscuros, que parecen querer saltar de sus órbitas, y unos labios tan bastos que ningún lápiz consigue hacerlos elegantes.
¡Ah!, sí, todo esto es muy triste y lamentable, pero Mercedes vende como nadie y hay que verla en el salón, cuando arrastrando su pesado cuerpo, siempre vestido de oscuro, se mueve como una foca en el agua y domina a las clientes de la casa con un curioso estilo peculiar, entre halagador y castrense. Porque sabe influir suavemente en la presunta compradora durante un cierto tiempo y, después, dominarla con rapidez, rematando la faena en un final tiránico que acaba con todas las vacilaciones de la cliente.
Esta manera de vender, este curioso imperio que ejerce sobre las mujeres, cotizar su ejercicio profesional tan considerablemente que Mercedes ha recibido más de una importante oferta de firmas rivales que quisieran arrebatársela a Amaro López para tenerla en sus salones. Pero la vendedora se encuentra bien en la casa, lleva ya muchos años trabajando con don Amaro y el modisto sabe ser generoso con ella en sus momentos de gran éxito, como en aquella colección del otoño-invierno de 1946, cuando Mercedes vendió personalmente modelos por valor de más de medio millón de pesetas, cantidad que elevó su tanto por ciento a una suma respetable."

Darío Fernández Flórez
Alta costura


“… para la audacia no hay guardias ni fronteras…”

Darío Fernández Flórez



"Todos somos una basura —sigue la mujer, continuando su pensamiento mientras se quita las recompuestas medias con todo género de precauciones—. Todos tenemos siempre algo de razón en esta lucha que nos traemos los unos contra los otros. Pero pretendemos extender esta razón a la sinrazón con todo género de hábiles mañas, y, ¡voilà!, entonces se arma el lío.
Albert abre un ojo y parpadea un momento. «Quelle grace! nos ha salido filósofa la tía», piensa, sin saber ya ni lo que piensa. Pero la imagen de aquella mujer gorda, en sostén y pantalones negros, que se quita las medias anillando el feo vientre en tres pliegues de grasa, de grasa pálida, sedentaria y enferma, va a lastrar en una honda náusea el sueño de sus próximas horas.
Ella tal vez lo sepa, acaso se lo figure. Pero la verdad es que, en este momento, se halla muy lejos de aquí, en la vieja Nevers, cuando ella era Michèle, y Georges, Georges; cuando todo eran ilusiones y primaveras, cuando la vida se le aparecía como algo maravilloso, muy fácil de conquistar poniendo un poco de buena voluntad y algo de maña en ello. Pero Georges ya no es Georges, sino un número, un horrible número, allá, en la lejana Guyena, y a ella la llaman ahora la Fernande.
Michèle no sabe bien qué es lo que ha ocurrido hasta llegar a todo esto. Tiene, tan sólo, la confusa impresión de que los días de la vida se tuercen muy fácilmente, al menor descuido, y, a veces, sin que pueda saberse por qué. Si ella tuviera una hija le diría que hay que vigilar, que vigilarse siempre, no concederse ni un momento de debilidad, de ensueño, y, sobre todo, no esperar nada, nada que no pueda uno lograr por sí mismo. Pero Michèle, conocida ahora en el barrio chino tolosano por la Fernande, no ha tenido ninguna hija, porque todo se quedó en abortos, como su vida entera, que no es otra cosa que el triste aborto de una vida.
Esto de que los días se tuerzan así, tan fácilmente, la obsesiona un poco y su cabeza tenaz de nivernesa da vueltas y vueltas a las cosas, como un lento y sosegado rumiante que trabajara la bola de su pienso. Hay algo que no va, que no marcha, y esto no debiera ser así. Porque casi siempre se siente uno bueno y no malo y, sin embargo, esa bondad se encoge, se retuerce, es castigada desde fuera y desde dentro de uno mismo, por unos enemigos misteriosos y oscuros que acaban hundiéndola en el mal.
Michèle recuerda que un cura de Nevers dijo un día, desde el púlpito de aquella catedral de Saint-Cyr, tan próxima al bello Loira, que todo se frustraba por culpa del pecado original, pero desde hace algún tiempo, ella, la verdad, tiene una idea extraña. Cree Michèle, o acaso más bien la triste, borracha, cocainómana y prostituida Fernande, que lo que ocurre es que el infierno está ya aquí, que es esto, esto de no lograr entenderse jamás los unos con los otros, esto de retorcerse siempre como ciegas víboras para escupir un veneno inagotable, un veneno luciferino, infernal.
Ella, Michèle, se ha sentido siempre, toda su vida, al borde de la bondad, que le parece que es lo suyo, lo que le nace de su torpe corazón. Y, sin embargo, Michèle es ahora la Fernande del Tango-Bar, sin comerlo ni beberlo, por ser quizá una mujer débil, bondadosa. Por eso no se le sale de la cabeza esta idea de que no precisa morir para sufrir el castigo de sus errores, sino que está padeciéndolo ya, todos los días y desde hace mucho tiempo, quizá porque haya sido un pecado, el más terrible de los pecados, tener ilusiones, esperar algo de este mundo jorobado, en el que todos vivimos llevando en nuestro pecho una triste bondad, maltrecha y asfixiada por la inagotable maldad de nuestras malas acciones, de nuestros malos pensamientos, de nuestro afán de poder.
Michèle sabe que ella es buena, que Georges es bueno, que Maurice es bueno, que el mismo Auguste es bueno, que este mozo que duerme ya aquí a su lado en un triste lecho es bueno. Pero sabe también que esa bondad no sirve, no es activa, y que todos, todos, están poseídos por el mal. Ella quisiera hacer algo para evitar todo esto, para no ser así, para que los otros no sean así. Pero ella es Michèle, la Fernande del Tango-Bar, y no sabe nada, no sirve para nada."

Darío Fernández Flórez
Frontera












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