Francisco Espínola

"Ha llegado el momento de hacer por los hombres algo más que amarlos."

Francisco Espínola
Sombras sobre la tierra



"Parece a veces, Nena, que hay una gran presencia en la vida que comparte nuestro dolor, que compadece. Cuando, sufriendo mucho, nos ensimismamos; cuando estamos solos de toda soledad, o cuando estamos como yo contigo, ahora, sin turbarnos ni con el pensamiento, entonces se hace más presente, aún. ¿Será eso Dios, Nena? Pero es que a veces se tiene la sensación de que hay un sufrimiento suyo que es anterior al nuestro; que su dolor puede ser la causa del nuestro. Que Dios es desgraciado... que es impotente la causa del nuestro. Que es un prisionero como nosotros... ¿Después de Dios puede haber otra cosa?
[...]
A los lados del lecho de dos plazas hay sendas mesas de luz con floreros muy cucos, desde los que, sobre tallos de alambre, asoman corolas de papel. Al medio de la pieza, una mesa cubierta por un tapete. Allí el cliente sin prisa y con dinero puede beber a solas con la mujer. En un rincón, otra mesa más pequeña. Sobre ella, una botella, un calentador a Kerosene... Y frascos, cajas, potes de uso femenino. En otro extremo un biombo verde evita ver una palangana y un balde. Un gran ropero con espejo y varias sillas completan el mobiliario. Y por sobre todo cae la luz de la lámpara que una pantalla suaviza en celeste.
[...]
En la ya oscura habitación, la Nena duerme. Entre los brazos de Juan Carlos descansa su carne triste. Él pega su cara a la cara de la joven prostituta. Una removedora ternura ha ido desbordando su corazón. Voces, gemidos ahogados... Hacia él se dirigen. Manos implorantes... Poco a poco va trascendiendo su ansia hasta abarcar el mundo, hasta hacerlo sentir que es la humanidad entera la que tiene entre sus brazos, triste y fatigada, impura y santa."

Francisco Espínola
Sombras sobre la tierra



Rodríguez:

Como aquella luna había puesto todo igual, igual que de día, ya desde el medio del Paso, con el agua al estribo, lo vio Rodríguez hecho estatua entre los sauces de la barranca opuesta. Sin dejar de avanzar, bajo el poncho la mano en la pistola por cualquier evento, él le fue observando la negra cabalgadura, el respectivo poncho más que colorado. Al pisar tierra firme e iniciar el trote, el otro, que desplegó una sonrisa, taloneó, se puso también en movimiento... y se le apareó. Desmirriado era el desconocido y muy, muy alto. La barba aguda, renegrida. A los costados de la cara, retorcidos esmeradísimamente, largos mostachos le sobresalían.

A Rodríguez le chocó aquel no darse cuenta el hombre de que, con lo flaco que estaba y lo entecado del semblante, tamaña atención a los bigotes no le sentaba.

—¿Va para aquellos lados, mozo? —le llegó con melosidad.

Con el agregado de semejante acento, no precisó más Rodríguez para retirar la mano de la culata. Y ya sin el menor interés por saber quién era el importuno, lo dejó, no más, formarle yunta y siguió su avance a través de la gran claridad, la vista entre las orejas de su zaino, fija.

—¡Lo que son las cosas, parece mentira!... ¡Te vi caer al paso, mirá... y simpaticé enseguida!

Le clavó un ojo Rodríguez, incomodado por el tuteo, al tiempo que el interlocutor le lanzaba, también al sesgo una mirada que era un cuchillo de punta, pero que se contrajo al hallar la del otro, y de golpe, quedó cual la del cordero.

—Por eso, por eso, por ser vos, es que me voy al grano, derecho. ¿Te gusta la mujer? Decía Rodríguez, ¿te gusta?

Brusco escozor le hizo componer el pecho a Rodríguez, más se quedó sin respuesta el indiscreto. Y como la desazón le removió su fastidio, Rodríguez volvió a carraspear, esta vez con mayor dureza. Tanto que, inclinándose a un lado del zaino, escupió.

—Alégrate, alégrate mucho, Rodríguez —seguía el ofertante mientras en el mejor de los mundos, se atusaba sin tocarse la cara, una guía del bigote. —Te puedo poner a tus pies a la mujer de tus deseos. ¿Te gusta el oro?... Agenciate latas, Rodríguez, y botijos,  y  te  los  lleno  toditos.  ¿Te  gusta  el  poder,  que  también  es  lindo?  Al momento, sin apearte del zaino, quedarás hecho comisario o jefe político o coronel. General, no, Rodríguez, porque esos puestos los tengo reservados. Pero de ahí para abajo... no tenés más que elegir.

Muy fastidiado por el parloteo, seguía mudo, siempre, siempre sosteniendo la mirada hacia adelante, Rodríguez.

—Mirá, vos no precisás más que abrir la boca…

—¡Pucha que tiene poderes, usted! —fue a decir, Rodríguez; pero se contuvo para ver si, a silencio, aburría al cargoso.

Este, que un momento aguardó tan siquiera una palabra, sintióse invadido como por el estupor. Se acariciaba la barba; de reojo miró dos o tres veces al otro... Después, su cabeza se abatió sobre el pecho, pensando con intensidad. Y pareció que se le había tapado la boca.

Asimismo bajo la ancha blancura, ¡qué silencio, ahora, al paso de los jinetes y de sus sombras tan nítidas! De golpe pareció que todo lo capaz de turbarlo había fugado lejos, cada cual con su ruido.

A las cuadras, la mano de Rodríguez asomó por el costado del poncho con tabaquera y con chala, Sin abandonar el trote se puso a liar.

Entonces, en brusca resolución el de los bigotes rozó con la espuela a su oscuro que casi se dio contra unos espinillos. Separado un poco así, pero manteniendo la marcha a fin de no quedarse atrás, fue que dijo:

—¿Dudás, Rodríguez? ¡Fijate, fijate en mi negro viejo!

Y siguió cabalgando en un tordillo como leche.

Seguro de que, ahora sí, había pasmado a Rodríguez y no queriendo darle tiempo a reaccionar, sacó de entre los pliegues del poncho el largo brazo puro hueso, sin espinarse manoteó una rama de tala y señaló, soberbio:

—¡Mirá!

La rama se hizo víbora, se debatió brillando en la noche al querer librarse de tan flaca mano que la oprimía por el medio y, cuando con altanería el forastero la arrojó lejos, ella se perdió a los silbidos entre los pastos.

Registrábase Rodríguez en procura de su yesquero. Al acompañante, sorprendido del propósito, le fulguraron los ojos. Pero apeló al poco de calma que le quedaba, se adelantó a la intención y dijo con forzada solicitud, otra vez muy montado en el oscuro:

—¡No te molestés! ¡Servite fuego, Rodríguez!

Frotó la yema del índice con la del dedo gordo. Al punto una azulada llamita brotó entre ellos. Corrióla entonces hacia la uña del pulgar y, así, allí paradita, la presentó como en palmatoria.

Ya el cigarro en la boca, al fuego la acercó Rodríguez inclinando la cabeza, y aspiró.

—¿Y?... ¿Qué me decís, ahora?

—Esas son pruebas —murmuró entre la amplia humada Rodríguez, siempre pensando qué hacer para sacarse de encima al pegajoso.

Sobre el ánimo del jinete del oscuro la expresión fue un baldazo de agua fría. Cuando consiguió recobrarse, pudo seguir, con creciente ahínco, la mente hecha un volcán.

—¿Ah, sí? ¿Con que pruebas, no? ¿Y esto?

Ahora miró de lleno Rodríguez, y afirmó en las riendas al zaino, temeroso de que se le abrieran de una cornada. Porque el importuno andaba a los corcovos en un toro cimarrón, presentado con tanto fuego en los ojos que milagro parecía no le estuviera ya echando humo el cuero.

—¿Y esto otro? ¡Mirá qué aletas, Rodríguez! —se prolongó, casi hecho imploración, en la noche.

Ya no era toro lo que montaba el seductor, era bagre. Sujetándolo de los bigotes un instante, y espoleándolo asimismo hasta hacerlo bufar, su jinete lo lanzó como luz a dar vueltas en torno a Rodríguez. Pero Rodríguez seguía trotando. Pescado, por grande que fuera, no tenía peligro para el zainito.

—Hablame, Rodríguez, ¿y esto?... ¡Por favor, fijate bien!... ¿Eh?... ¡Fijate!

—¿Eso? Mágica, eso.

Con su jinete abrazándole la cabeza para no desplomarse del brusco sofrenazo, el bagre quedó clavado de cola.

—¡Te vas a la puta que te parió!

Y mientras el zainito —hasta donde no llegó la exclamación por haber surgido entre un ahogo— seguía muy campante bajo la blanca, tan blanca luna tomando distancia, el otra vez oscuro, al sentir enterrársele las espuelas, giró en dos patas enseñando los dientes, para volver a apostar a su jinete entre los sauces del Paso.

 Francisco Espínola
Raza ciega y otros cuentos. Montevideo: Ministerio de Instrucción Pública y Previsión Social, 1967, pp. 169-173.




"Viejo ya, después de haber vivido intensamente —como pocos en el Uruguay contemporáneo—, de haber sufrido tanto, estudiado tanto, pensado tanto, amado tanto, contra viento y marea, perdonado tanto; viejo ya, me impiden hoy el seguir satisfaciendo una aspiración, la más acariciada, que voy a revelarles con palabras ajenas, otra vez, del viejo titán de la cultura moderna, de Augusto Rodin: «¡Que al menos mi esfuerzo no se pierda para los demás! ¡Que hereden... que hereden mis admiraciones!» [...] Y nada más. ¡Adiós, adiós, mis amigos!"

Francisco Espínola


“Y yo en el monte ya con todos me desespero y salgo corriendo al campo donde estaban tirados los muertos y los veo, allí no estaba Juan Carlos.Y de repente corriendo yo lo veo venir muy tranquilo porque ya el enemigo se había retirado y estaba en paz. Fue él y otro hombre maravilloso que se llamaba Antonio Pasei los últimos que tiraron los últimos tiros al enemigo que se batía en retirada.

Y cuando me vio se paró y me dijo ¡Hay Paco, qué suerte, yo creí que habías muerto! y yo a ti también.

Pasan unos días, en las zozobras de caer prisionero porque no teníamos armas, porque no teníamos municiones, porque estábamos cercados y creyendo que no íbamos nunca a juntarnos con nuestros compañeros que hacían un esfuerzo que nosotros por las circunstancias no podíamos, no nos permitían hacer, caemos prisioneros, nos llevan a Rosario. Nos llevan unos camiones rodeados de soldados a Rosario y es claro, el único lugar en donde nos podían tener es en la Comisaría que era un edificio muy viejo con una caballeriza antigua seguramente que oficiaba de calabozo y al llegar nosotros todo el pueblo amontonado en la calle mirando aquellos hombres extraños que bajaban de una Revolución.

Yo me bajo junto con los otros y en el momento en que piso la vereda una voz, lo miré, lo veo todavía al hombre que dice, el autor de "Sombras sobre la tierra", me saca el sombrero y dice Salud. Y yo entré y fui a mi amigo que estaba al lado.

El comisario resultó otra cosa, entonces entramos a un calabozo donde nos ahogábamos materialmente y teníamos que por turno aplicar la boca al agujero de la llave para respirar.

De pronto se abren aquellos tamaños cerrojos y un soldado con una cara espantosa dice Señor Espínola, -presente dije yo- y `pensé creo que empiezan por mí -para matarnos-. Me hacen pasar a una pieza donde había un hombre parado en la puerta, era el que me sacó el sombrero, por ser autor de "sombras sobre la tierra", se me presenta y me dice yo soy fulano de tal, tengo vara alta acá porque yo soy el corresponsal del diario de la dictadura.

¡Ha!, muchas gracias -digo yo-. Me dice “yo soy admirador suyo, ya hablé con mi mujer, ya están haciéndole comida y usted dijo el comisario que comiera aquí”.

No hombre, no puedo comer, todos nosotros hacía días que no comíamos, estuvimos como 4, no puede ser esto, yo le agradecí al hombre, le digo no puedo.

Entonces cómo sigue "Sombras sobre la tierra" atrayendo cariño, cariño, cariño, y pocos días después, pocos días después (...) nosotros una noche sin saber a dónde íbamos salimos como a las 12 o una de la mañana en unos camiones.

Cuando salimos de ahí pensamos estos nos van a hacer hasta cavar la fosa, creímos que nos llevaban al campo para fusilarnos, pero después alguien, que ya pasaba demasiado tiempo y no pensamos que quisieran hacer tan lejos del pueblo un nuevo cementerio, como a las dos o tres horas alguien noto que empezaba a aclarar, era la carretera a Colonia, y efectivamente al amanecer llegamos a Colonia, nos metieron adentro del Cuartel en casa de armas y recién allí nos bajamos, entonces entramos a un local donde no había más que unos bancos sin otra cosa y nos metieron allí y quedaron unos cuantos soldados de bayoneta.

Uno de los oficiales más jóvenes, que ahora es Coronel yo creo o general me mira y me dice "pero usted es Espínola, ¿cómo está acá?, pero usted es el autor, yo tengo acá en el cuartel "sombras sobre la tierra", le voy a pedir que me lo dedique".

Desaparece, me trae el libro un asistente, se lo dedico con mucho cariño, tenía ganas de decirle lo que no le podía decir, que yo le estuve apuntando y le erraba a mi admirador, si hubiera sido por mí no me admiraba nunca más.”

Francisco Espínola










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