Hugo Fontana

El amenazado 

fumo sentado en el puente ferroviario sobre el arroyo toledo.
de eso moriré. allí dejarán mis cenizas dos o tres
mujeres a las que alguna vez instruí.

sombras, un agua turbia, severa, lenta 

(un muchacho se acerca por la vía. carga una larga
rama de álamo y un machete en la mano derecha.
me pide un cigarrillo. le digo que sólo
me queda uno, que lo fumaré al regreso.
se detiene a mis espaldas. clava el machete en la tierra) 

un viento frío que helará mi sangre las noches de invierno 

se oyen ruidos que no entiendo, que aprenderé a desentrañar
(golpes sobre los rieles, golpes detrás de los altos árboles) 

mis ojos perpetuos mirando el día más triste
(golpes de distancias
apenas a unas cuadras de la casa donde escribo,
donde ya no seré feliz)

Hugo Fontana



"Eran unos zapatos blancos, de tacos altos, finísimos, de capellada brillante, como de charol, que la madre le había comprado en Montevideo. No amanecía aún porque era setiembre u octubre, y ella se había sacado los zapatos y los había puesto a un costado sobre el mismo escalón en que estaba sentada y los zapatos, entonces, parecían de otra persona. Ella movía los dedos, los bellísimos pies -a los quince años todo pie femenino es bellísimo- y las piernas, no como si siguiera bailando, sino como si hubiera empezado a correr.
Yo me acuerdo porque el que estaba sentado a su lado era yo, pero no era el novio ni nunca lo hubiera pretendido, ni siquiera su mejor amigo ni su compañero de clase, pero los raros caminos de esa noche se habían cruzado de tal forma que terminamos juntos, cansados, mirando desde la escalinata del Club Unión la plaza donde todavía algunos conocidos celebraban o trataban de curar sus borracheras y hablaban a los gritos o murmurando y a veces se abrazaban entre sí o concluían una carcajada con gestos violentos, desorbitados. Ella, con los pies sobre el mármol frío, aliviada, ya tenía los ojos tristes y una risa pretenciosa, ajena, que parecía prometida a no diluirse jamás, como si esa misma noche hubiera decidido incorporarla definitivamente.
Pero eran los demás los responsables de esa risa tan altiva. Había sido la envidia incontrolada de las otras muchachas y de las madres y los padres de las otras muchachas la que había instalado esa mueca soberbia, estupenda, sobre su rostro. Porque ella estaba sentada con sus tíos en la mesa de honor y desde la otra punta del salón, apenas dieron los primeros acordes del vals, Ferreira Aldunate, de traje azul con finísimas rayas grises, de corbata también azul y camisa profundamente blanca, había cruzado la interminable pista, con los ojos desencajados y la sonrisa espléndida, y se había detenido frente a la mesa y le había ofrecido la mano para que ella se pusiera de pie y fuera a bailar con él.
(...)
Cuando me senté a su lado me miró con la risa dibujada y alta y entonces yo prendí un cigarrillo y la invité con una pitada. Nadie la había besado en toda la noche porque me devolvió el cigarrillo manchado de rouge.
En la plaza dos o tres grupos de muchachos pasaban del alborozo al silencio y luego al alborozo.
-Tocame.
-¿Cómo?
-Sí, tocame. En donde quieras.
Yo acerqué mi mano derecha a su pecho. Envolví con mi mano un seno redondo y tibio, apenas cubierto por la gasa del vestido. Nunca había tocado con tanta ternura.
Después alguien pasó a nuestro lado. La gente descendía las escaleras despidiéndose.
La risa volvió a su boca. Comenzó a mover sus pies, mirándolos, levantándolos apoyados en los talones, luego trazando incorrectos, fatigados círculos. Después movió también las piernas. No imitaba los pasos del baile. Era como si empezara a correr."

Hugo Fontana
El baile



formas y versiones

a víctor cunha

lástima haber amado tanto tan de golpe
lástima que mi amor no fuera
peligroso como un devoto
conciliador como un estadista
negociador y sanguinario como truman
winston churchill el pepe stalin
artero como lenin o theddy roosevelt
imperfecto como el origen de la familia la propiedad privada y el estado
las venas abiertas de américa latina
montevideanos
mentiroso como trotsky o richard nixon
astuto como perón o fidel castro
farsante como un enviado como un ministro de defensa
fanático como un patriota
lástima lástima lástima
que mi amor fuera gigantesco y vehemente como bakunin
portentoso como el príncipe
lúbrico y sediento como emma la roja
caudaloso como el arroyo de reclús
profundo y oscuro como el túnel de roscigno
urgente como barrett, bueno como malatesta
transparente y dulce como luigi como luce
ingenuo y violento como severino como ravachol
hechizado y resuelto como durruti
justo como el camino de lao tsé
lástima lástima lástima
que mi amor fuera tan obcecado
tanto
tan de golpe

lástima haber amado tanto tan de golpe
lástima que mi amor no fuera
conciliador como un estadista
negociador y sanguinario como truman stalin
artero como lenin o roosevelt
imperfecto como el origen de la familia la propiedad privada y el estado
las venas abiertas de américa latina
mentiroso como trotsky
farsante como un enviado como un ministro
fanático como un patriota
lástima lástima lástima
que mi amor fuera
lúbrico como emma
caudaloso como un arroyo
profundo como un túnel
urgente como barrett, bueno como malatesta
justo como un camino
lástima lástima lástima
que mi amor fuera
tanto
tan de golpe

lástima haber amado tanto tan de golpe
lástima que mi amor no fuera
imperfecto como el origen de la familia la propiedad privada y el estado
mentiroso como trotsky
farsante como un ministro
fanático como un patriota
lástima lástima lástima
que mi amor fuera
dulce como luigi como luce
violento como severino
lástima lástima
que mi amor fuera
tanto

lástima haber amado tanto tan de golpe
lástima que mi amor no fuera
fanático como un patriota
lástima
que mi amor fuera
como bakunin
como durruti
como el tao
lástima
que mi amor fuera

Hugo Fontana



Los fusilados de abril 

todavía anda por la calle este hombre cansado
camina de un lado a otro con cansancio mortal
va y viene de san josé y paraguay a san josé y yi
–el cine metro, dos bares, el balmoral, una joyería que ofrece
dijes y bombillas de plata–, toma un café, regresa, escribe
un poema en hoja provisoria, escribe un poema como hace diez años
que no escribía un poema, cansado, atribulado, exhausto
y vuelve a caminar sabiendo que el resto de la tarde sólo
–cómo golpea, cómo duele esa mujer desde la contratapa de un libro–
le promete caminar nuevamente, escalonada su fatiga, su cansancio sin
rellanos, desde los talones hasta la esperanza de escribir un poema
en hoja definitiva, sin pasamanos, sin vértigo, y anda acosado por el
peligro de que más de una mujer lo ame –cómo golpea, cómo duele esa mujer
desde la contratapa de un libro, ocultando sus ojos– y camina de un lado
a otro y va y viene y va y viene y va y viene para que ninguna mujer
lo detenga ni lo aceche similar peligro, de san josé y yi a san josé y
paraguay y desde allí a la ciudad vieja y desde allí a otro lugar y desde
allí a otro luego y cuando quiere acordar llega a su casa y ve su cama sola y
entiende que ha dado la vuelta al mundo y que un nuevo peligro
lo espera en su breve sueño, esa otra mujer –cómo golpea, cómo duele
esa mujer de ojos ocultos desde
la contratapa de un libro–,
esa otra flecha.
 
y anda por la calle –la suprema
corte, otro hotel,
casa mallory,
rufino, el
negocio de platillos y guitarras,
el kiosco donde se detiene a leer los titulares matutinos–.
 
(el ministerio público hizo saber que
a diario dos o tres mujeres mueren de amor
tras los
pasos de
un hombre cansado)

Hugo Fontana



Perro 

“Yo tuve una lista de cosas que no tuve.”

Álvaro Ojeda 

“Una semana, un mes, un año. la tristeza morirá como un perro viejo.”

Lorrie Moore

esta habitación no existe
esta pantalla este gordo cardíaco melancólico que habla por teléfono delante de mí
aquella mujer con voz borracha que es puro tabaco que ha hablado toda la mañana
intentando descifrar algo de su vida quebrada irrecuperable
este teclado no existe aunque estas palabras lo acercan a la existencia
esta guía de letras de palabras de significados de versos que quizá se desvanezcan
en infinito virtual
estas manos existen aunque ya les quedan pocos recuerdos pocos secretos
un poco humor un poco gusto un poco flujo
estas uñas existen y también sus estrías de respiración entrecortada
pero cuando los expertos acaso del fbi rastreen con sus novísimos instrumentos
encontrarán huellas de inexistencia que habrán de exculparme
como si realmente no hubiera cometido crimen alguno
duran poco las cosas incluso las que se meten debajo de las uñas
adentro de la carne en la mitad del corazón donde habita un perro viejo
existe una rambla una ola perseverante rompiendo en la costa en el viento
el viento existirá siempre
un campo de golf
una casa
la mesa de un bar que ahora está siempre vacía
un vaso de whisky el whisky existirá siempre
en el mundo hay, como es lógico, cosas eternas
otras que no

Hugo Fontana




Pocos oficios han generado tanto misterio en su derredor como el de escribir. Es cierto que han sido los mismos escritores quienes fueron agregando contenidos cada vez más abstrusos, míticos o esotéricos a su propio quehacer, intentando ofrecerse contingencias u oscuridades de todo tipo, y casi increíblemente una buena cantidad de lectores ha consumido -y lo seguirá haciendo- esas fantasías que los mismos autores pergeñan y hacen públicas desde ese extraño objeto en apariencia destinado a resistir todas las tormentas de la modernidad: el libro.

Y también es cierto que algunos de estos plumíferos han convertido esas comunes o infrecuentes circunstancias en extrañezas capaces de aumentar la tirada de sus libros, agregándoles contenidos mágicos a una tarea bastante parecida a cualquier otra. No es paradójico, además, que lo que distancia a un gran escritor de otro no tanto, sea la cantidad de significados dramáticos que este último suele agregarle al simple arte de contar una historia.

Quizá más valioso resulte para la curiosidad de la gente, incluidos quienes desean con fervor incorporarse al mundo de la literatura, conocer algunos tics o rutinas de aquellos que han pasado a la galería de los famosos. Caprichos, manías, disciplinas o inconstancias de esos animalitos lápiz u ordenador en mano, siempre han llamado la atención y suelen encontrarse en esos manuales que no deben faltar en ninguna biblioteca que se precie, como es el caso de El oficio de escritor, una compilación de frases, dichos y opiniones de un selecto grupo que integran, entre otros, Onetti, Pessoa, Faulkner, Carver, Monterroso, Steinbeck y Bioy Casares.

Y si bien es cierto que no es demasiado importante saber que Nabokov escribió toda su obra de pie y frente a un atril, o que García Márquez, después de estacionar su Mercedes rojo, debía enfundarse en un mameluco para llevar al papel algunas de sus deliciosas fantasías, también lo es que, más allá de fatuidades o vanos sacramentos, a casi todo el mundo le interesa conocer algo de la intimidad de esos hombres y mujeres que han derrotado una de las variables más inexpugnables de toda lógica: el paso del tiempo, el arribo a la inmortalidad.

“Decirse es sobrevivir”

El volumen se divide en cinco partes: “Semillas”, “El oficio”, “Los malos momentos”, “Consejos y decálogos” y “Sobre lo divino y lo humano”, las que agrupan un variado número de textos seleccionados por Ana Ayuso, una periodista y profesora de escritura creativa que forma parte de una importante experiencia tallerística española. Los escritos van de lo solemne a lo irónico, y por lo general, teniendo en cuenta el prestigio de quienes los firman, van dirigidos a un oculto cazador de recetas que sin embargo poco podrá hacer con ellas. Porque, después de todo, ninguno de estos escritores puede llegar a una conclusión irrevocable acerca del oficio que lo ha ocupado de por vida.

Misterio o fatalidad, impreciso impulso, delegación, estado de gracia: ¿cómo definir esa pulsión que termina con una idea convertida en un cuento o una novela? García Márquez se lo pregunta de este modo: “¿Qué clase de misterio es ése que hace que el simple deseo de contar historias se convierta en una pasión, que un ser humano sea capaz de morir por ella, morir de hambre, frío o lo que sea, con tal de hacer una cosa que no se puede tocar, que al fin y al cabo, si bien se mira, no sirve para nada?” De allí a la noción de fatalidad tal como la planteaba nuestro maestro Onetti, hay prácticamente un solo paso. La idea de lo inasible, cuando no decididamente inexplicable, recorre uno tras otro los párrafos reunidos. La exquisita Virginia Woolf lo comentaba de esta manera: “Me parece posible, y quizá deseable, que yo sea la única persona en esta sala que haya cometido la locura de escribir una novela”, y de inmediato se preguntaba lo siguiente: “¿qué demonio me habló al oído y me impulsó a seguir el camino de mi perdición?”.

Están sin embargo aquellos para quienes el ejercicio de la literatura ha sido un atajo en ese permanente escape de la locura que suele asediar a algunos espíritus. Flaubert sostenía que “la única forma de soportar la existencia es aturdirse en la literatura como en una orgía perpetua”, entre tanto Fernando Pessoa llegó a afirmar que “Escribir es como la droga que me repugna y tomo, el vicio que desprecio y en el que vivo. (...) Moverse es vivir. Decirse es sobrevivir”. Pero muchas veces ese vértigo hacia la salvación puede entrar en conflicto con formas de relacionamiento más o menos domésticas. Quienes hayan leído alguna vez a Dalton Trumbo, recordarán el súbito terror de su esposa –confesado en el prólogo a La noche del Uro, y en vistas de la incorporación compulsiva que aquel hacía de sus personajes- cuando le dijo que pensaba escribir una novela sobre un exterminador nazi. Y también muchos recordarán las dolorosas memorias de Raymond Carver al narrar las dificultades que sus dos hijos pequeños le representaron al comienzo de su carrera literaria.

“¿Cómo fui capaz”?

“Yo vivo muy encerrado, siempre muy encerrado. Voy de aquí a mi oficina y párale de contar. Yo me la vivo angustiado. Yo soy un hombre muy solo, solo entre los demás”, decía el mexicano Juan Rulfo, y sus palabras nos llevan necesariamente hacia otras figuras, como el ya mencionado Pessoa o el checo Franz Kafka. Y es que, por más de tratarse de una profesión tan terrenal como muchas otras, el arte de escribir también tiene sus penurias y necesidades poco recomendables. También la inseguridad acerca de la propia obra lleva a frases desgarradoras como esta de, nuevamente, Virginia Woolf: “Nota: desesperación ante lo malo que es el libro; no alcanzo a comprender cómo fui capaz de escribir semejantes páginas, y con tanta excitación; esto fue ayer; hoy vuelve a parecerme bueno. Escribo esta nota para advertir a otras Virginias que escriben otros libros que así es la cosa, ahora arriba, ahora abajo. Y sólo Dios sabe la verdad.”.

Esa sensación de intemperie o de soledad también la resume John Cheever, con una ironía no exenta de amargura: “Sueño con una esposa y amante tierna, rubia o morena, con una personalidad transparente. ¿Y cómo voy a encontrarla encorvado sobre la máquina de escribir en un cuarto cerrado?”. En cambio, para Katherine Mansfield, en tanto se haya ocupada en la construcción de una historia, “la vida con otra gente se convierte en una confusión”. Y mientras Robert Musil hablaba de la voluptuosidad de estar solo, Jean Cocteau sostenía, con una bellísima imagen, que la soledad “recoge mi azogue”.

Al recuerdo de los barteblys del catalán Enrique Vila-Matas, aquellos escritores que a cierta altura de sus carreras decidieron “no hacerlo más”, no es malo recordarles a quienes les gustaría verse sentados frente a una pantalla seis o siete horas diarias para poder ganarse el pan contando historias, que escribir también cansa, como diría Pavese, y que a veces aburre y otras altera los nervios, y hasta a veces se transforma en una maldición, tal como se quejaba Clarice Lispector. No son pocos también quienes confunden hado con enfermedad, y quienes para desarrollar su tarea pueden llegar a extremos de consideración: “Hay que escribir en la oscuridad, como en un túnel”, tal como alguna vez dijo Kafka.

Acaso una de las partes más sabrosas del libro sea la última, la dedicada a los consejos, entre los que se encuentra, como no podría ser de otra manera, el sabio decálogo de Horacio Quiroga. Pero también uno se tropieza con líneas de talento y fineza, como cuando Carver nos dice que el escritor “no necesita juegos ni trucos para hacer sentir cosas a sus lectores”, o cuando Bioy Casares, Ray Bradbury y William Faulkner nos mandan a corregir con fervor nuestros originales.

Pero acaso uno de los consejos más geniales de todos los alguna vez dados a un escritor sea el primero de los doce que forman el decálogo de Monterroso. Dice así: “Cuando tengas algo que decir dilo, cuando no también. Escribe siempre.”

Hugo Fontana










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