Javier Fernández de Castro

“Cuando los ecologistas anunciaron por la prensa que sólo quedaba ya un lince vivo, todos los cazadores del país se dispersaron por esos montes escopeta en mano a ver quién se llevaba aquel trofeo de valor incalculable.”

Javier Fernández de Castro


"En ese momento, la única prioridad del teniente coronel Bergantiño era alejarse cuanto antes del puesto de mando para no seguir recibiendo llamadas conminatorias. Por eso, nada más despachar a su visitante ordenó al sargento Raña que reuniese a todos los hombres disponibles para patrullar por el pueblo en previsión de algún posible incidente. Y mientras aguardaba, el teniente coronel Bergantiño pudo ver a su visitante de poco antes hablar con un grupo de corresponsales extranjeros y luego hacer un aparte con uno de ellos. Seguro que andaba tramando algo, se dijo al tiempo de ponerse al frente de sus hombres. Le parecía legítimo que ese chico buscase lo mejor para su padre, pero enredar con la prensa extranjera, y tratar de manipularla en beneficio propio, era la forma más segura de crear problemas. Y lo último que deseaba él en ese momento era que le crearan más problemas.
Una vez en la plaza del ayuntamiento pudo comprobar que, coincidiendo con lo que Raña le había adelantado medio en broma, a base de intercambiar insultos y las respectivas consignas, los partidarios y los contrarios al cierre de la Planta de Reciclaje habían logrado rebajar notablemente el nivel de agresividad. Todavía no negociaban, ni tampoco llevaban trazas de estar a punto de alcanzar ningún tipo de acuerdo, pero los grupos de gente charlando tranquilamente bajo los soportales transmitían la impresión de que al menos escuchaban lo que decían los otros.
Y estaba a punto de felicitarse (dijeran lo que dijeran sus superiores) por lo acertado de su manejo de la situación, cuando bajo el arco que comunicaba el consistorio con la antigua Lonja del Trigo restalló el inequívoco estampido de un arma de fuego casi simultáneo a un grito agónico que se vio seguido a su vez de gritos destemplados y amenazadores, unos pidiendo ayuda médica y otros exigiendo linchar al autor de un disparo que pareció surtir un efecto catártico instantáneo porque los grupos que poco antes charlaban pacíficamente bajo los soportales echaron a correr de inmediato hacia el arco llamándose unos a otros para cerrar filas y marchar agrupados. En pleno desorden, las madres de los niños diseminados por los columpios y toboganes se apresuraban a buscar a sus retoños para llevárselos casi a rastras en sentido contrario al foco del tumulto.
Al llegar bajo el arco, el teniente coronel Bergantiño y el sargento Raña pudieron comprobar que el grito agónico lo había proferido una mujer, ahora caída en el suelo y atendida por varias personas que trataban de taponar la herida que tenía en el cuello y de la que manaba abundante sangre, quizá por tener dañada la yugular. Y el disparo había surtido otro efecto no deseado, pues quienes poco antes se sabían contrarios pero buscaban razones para no llegar a las manos ahora parecían haber recuperado de repente toda su agresividad. Y ya se percibían los nuevos conatos de agresiones físicas y abusos verbales.
Los dos mandos policiales estaban sobradamente bregados en este tipo de situaciones y haciendo ellos mismos de ariete hendieron la multitud hasta quedar frente a un hombre vestido con una especie de uniforme estrafalario y encima desgarrado; tenía el rostro tumefacto y desde la ceja derecha, rajada de un puñetazo, le bajaba un reguero de sangre que le empapaba la pechera. Ahora, aculado contra el fundamento del arco y blandiendo su mosquetón a modo de maza, mantenía la cabeza gacha y lanzaba torvas miradas en derredor como para advertir que estaba dispuesto a abrirle la cabeza de un culatazo a quien osase acercársele. A cada movimiento de cabeza, por leve que fuera, el pequeño aro que le colgaba de una oreja lanzaba fugaces destellos plateados.
Pese al lamentable aspecto que ofrecía, los dos mandos lo reconocieron al momento: se trataba de Saturnino Sala, el guarda jurado de la Planta de Reciclaje, un tipo que hacía las veces de informador voluntario y que además de alertar a las autoridades de lo que estaba ocurriendo en la empresa adornaba sus informes delatando a sus compañeros: quién robaba materiales metálicos, quién se beneficiaba de bajas ficticias por enfermedad, quién ejercía la caza y la pesca furtivas y cosas así. Cómo no iba a ser la persona más odiada de Herrera."

Javier Fernández de Castro
Una casa en el desierto



"Suele decirse que los sucesivos traslados de casa a lo largo de la vida no estimulan el afán acumulativo sino lo contrario, pues resultan ser ocasiones propicias para satisfacer la necesidad de reemprender el camino cada vez más ligero de equipaje… Se dice también que si cada traslado es como un pequeño naufragio el último es lo más parecido a un incendio del que escapas con lo puesto y lo que buenamente te quepa en las manos.
Las víctimas tradicionales de los traslados suelen ser esas bibliotecas reunidas a lo largo de toda una vida y que a partir de un momento determinado dejan de ser un orgullo para convertirse en una pesadilla, y quienes hayan vivido la experiencia de intentar donar sus libros a una universidad, una biblioteca pública o a un museo saben hasta qué punto es acertado hablar de pesadilla."

Javier Fernández de Castro
Libros de eterna compañía








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