Lion Feuchtwanger

"Más de una vez se habían ofrecido los jóvenes señores a mostrarle el interior de una iglesia. En Sevilla se hablaba mucho de estas iglesias, centros de horror e idolatría en que los bárbaros del norte hablan convertido las hermosas y antiguas mezquitas. Raquel deseaba ver el interior de uno de esos edificios, pero al mismo tiempo sentía un gran recelo y rechazaba cortésmente sus ofertas con cualquier excusa. Finalmente, venció sus temores y entró, acompañada por Don Garcerán y Don Esteban, en la iglesia de San Martín.
En su oscuro interior ardían velas. Se percibía el olor de incienso. Y allí estaba aquello que ella había deseado ver y que al mismo tiempo había temido: imágenes, ídolos, lo prohibido desde tiempos inmemoriales. Porque si bien el islam occidental interpretaba con mayor liberalidad alguna que otra prescripción del Profeta cuando permitía que se bebiera vino o que las mujeres mostraran su rostro sin el velo, se mantenía inconmovible en lo que se refería a la prescripción del Profeta que prohibía hacer cualquier imagen de Alá o de cualquier cosa viviente, hombre o animal; apenas podían insinuarse la forma de una planta o de un fruto. Pero aquella iglesia estaba llena de figuras humanas, hechas de piedra o de madera, y otros seres humanos y animales habían sido pintados planos y en colores sobre planchas de madera. Éstas eran, pues, las imágenes idólatras. El horror de Alá y del Profeta.
Todo aquel que hubiera sido bendecido por Dios con entendimiento, sentimientos y buenos modales, ya fuera judío o musulmán, debía sentir aversión ante semejantes figuras. Además, resultaban profundamente desagradables, extrañamente rígidas y sin embargo, vivas, extrañamente irreales, medio muertas, cadavéricas como el pescado en el mercado. Los bárbaros pretendían emular a Alá, creaban hombres a su imagen y los muy locos se arrodillaban ante estos objetos de piedra y madera que ellos mismos habían hecho y les ofrecían incienso. Pero el día del juicio final, Alá retaría a aquellos que habían hecho semejantes cosas a insuflarles vida y cuando no pudieran hacerlo, los arrojaría a la perdición para toda la eternidad.
A pesar de todo esto, Raquel sentía una extraña fascinación. Y le parecía embriagador que se pudiera hacer esto: conservar la forma de una persona humana, la carne pasajera, fijar la expresión huidiza, el ademán que desaparece apenas se ha hecho. El hecho de que seres humanos mortales pudieran hacer esto la llenó de orgullo y al mismo tiempo de horror.
Los señores que la acompañaban le explicaban reverentes y con gran celo las imágenes paganas. Allí había un hombre de madera llevando una capa y un ganso. Se trataba de San Martín, al que la iglesia estaba dedicada. Era un oficial que había acudido al campo de batalla armado tan sólo con una cruz para detener a todo un ejército enemigo. Un día de mucho frío dio su propia capa a un pobre, después de lo cual el cielo le lanzó otra capa. En otra ocasión, cuando el emperador no quiso levantarse ante él, el trono ardió en llamas, y el fuego lo obligó a mostrar respeto ante el santo. Todo esto podía haberse pintado en la plancha de madera. A Doña Raquel le daba vueltas la cabeza, aquel hombre debía haber sido un derviche.
En otro cuadro podía verse a una muchacha musulmana con un cesto lleno de rosas, y ante ella de pie, sorprendido, a un árabe de aspecto y vestiduras principescos. Con cierta mordacidad, Don Garcerán le contó que se trataba de la princesa Casilda y de su padre el rey Al-Menón de Toledo. Casilda, educada en secreto por su aya en la fe cristiana, corriendo grandes peligros, atendía a los prisioneros cristianos que morían de hambre en los calabozos del rey. El rey fue informado por un delator y la sorprendió. Le preguntó con dureza qué llevaba en el cesto. Era pan, pero ella contestó «rosas». Furioso, el rey levantó la tapa de la cesta: y he que aquí que el pan se había convertido en rosas. Esto le pareció comprensible a Raquel. Algo parecido se contaba en sus historias árabes."

Lion Feuchtwanger
La judía de Toledo



"Pero cuando estuvo solo reflexionó. Cualquier demora suponía un peligro. Cada día, algún otro listo podía apoderarse de los papeles o también podía pasar que realmente cualquier necio aristócrata idealista le escupiera en la sopa. No le quedaba más remedio que hablar con la vieja. Al fin y al cabo, también a ella le parecía más inteligente entenderse con él.
Se presentó ante madame Levausseur cuando la supo a solas. Le pidió que hablaran sin tapujos de las cuestiones que había pendientes entre ellos. La vieja lo miró con sus ojos pequeños y duros.
—No sé de nada que tengamos pendiente —dijo—. Pero si creéis que podéis conseguir algo hablando, hacedlo.
—Con vuestra aguda visión, madame —expuso Nicolás—, estoy seguro de que ya os habréis dado cuenta de que entre vuestra señora hija y vuestro humilde servidor hay algo. Mi corazón siente cierta inclinación hacia madame Rousseau, fue, como suele decirse en estas tierras, como si hubiera sido tocado por un rayo, y me siento orgulloso y feliz de que mi insistente cortejo me haya permitido conseguir a vuestra señora hija.
—Soy una mujer vieja —contestó madame Levasseur—, y por desgracia ya no soy lo bastante fuerte como para daros la tremenda bofetada que os merecéis.
Nicolás sonrió amistoso.
—Desconocéis la situación, madame —repuso—. Infravaloráis la inclinación de vuestra señora hija por vuestro humilde servidor, y también infravaloráis mi tenacidad británica. No pretendo nada indecente, al contrario, quiero legalizar la relación entre madame Rousseau y yo. —Se levantó e hizo una reverencia—. Me siento honrado, madame —dijo—, de pedir la mano de vuestra señora hija.
La vieja dijo con sequedad:
—Mi hija está casada. No deberíais ignorarlo.
—Me obligáis, madame —dijo Nicolás—, a expresarme de un modo claro y grosero. Pues bien, en cada uno de mis caballos he sabido ver cuándo les había llegado el final, y os digo una cosa: el señor filósofo no vivirá mucho tiempo. Cuando alguien filosofa con tanta intensidad a lo largo de sesenta y seis años, se queda seco. Y aquí estoy yo. Como sucesor que tiene intenciones serias, me siento en la obligación de mantener, en el momento adecuado, es decir, ahora, un cambio de impresiones con mi futura señora madre política.
[...]
Pero el interés de madame Levasseur por aquel soñador de proyectos de labia fácil se había esfumado. Ese Nicolás no era su hijo François y no se sentía inclinada a compartir con él la posesión de Teresa. Pero se había dado perfecta cuenta del gran apego que la ninfómana de su Teresa le tenía, y el hombre era capaz de hacerle cualquier jugarreta. Podría robar los papeles de Jean-Jacques con la ayuda de Teresa o hacer algún disparate. Así que no debía irritarlo, no debía rechazarlo del todo.
De forma objetiva le hizo comprender que no era posible sacar provecho de los papeles a espaldas de Jean-Jacques. Antes de correr ningún riesgo, los compradores acudirían a preguntar a Jean-Jacques si estaba de acuerdo con el asunto; las declaraciones escritas, por bien hechas que estuvieran, no bastaban. Y como viera a Nicolás decepcionado y sombrío lo consoló."

Lion Feuchtwanger
La sabiduría de los locos



"Solamente a los fuertes les fortalece aún más el sufrimiento; a los débiles los debilita más."

Lion Feuchtwanger



"También Josef era sensible a la seducción de la pequeña Mara. Conocía a las indolentes galileas, tímidas, hasta melancólicas, pero exuberantes y sensuales en la entrega.
De pronto, con cierto desparpajo, Josef dijo al romano que Mara quería algarrobas.
Estaba en su derecho. Mara, hija de Lakisch, no podría sin ellas pronunciar la fórmula de bendición cuando recibiera el vestido cuadrangular.
Vespasiano se enfadó.
—¿Os habéis puesto sentimental, judío? Comenzáis a fastidiarme. Os dais demasiada importancia. Cuando uno desea llevarse a una chica a la cama me exigís unos preparativos como para una campaña militar. Quiero deciros una cosa, profeta. Enseñadle un poco de latín. Decídselo mañana por la mañana, pero no os adelantéis a disfrutarla si queréis que vuestra condición de profeta no sufra perjuicio.
Josef pudo ver a Mara al día siguiente. Llevaba puesto el sencillo vestido típico de las mujeres del país, hecho con una sola pieza rectangular de color marrón a rayas rojas. El instinto no había engañado a Vespasiano. La pureza de su rostro ovalado, la frente pequeña y luminosa, los ojos almendrados y los labios voluptuosos y un poco prominentes de la muchacha se apreciaban más con su vestido sencillo que cuando apareció casi desnuda y cargada de ornamentos.
Josef la interrogó con cautela. Su padre y toda su familia habían muerto, según creía la niña en castigo por sus pecados. Ella también expiaba las culpas paternas: Lakisch ben
Simeón había aceptado un cargo en el teatro de Cesarea, después de consultar a muchos sacerdotes y doctores, quienes, aunque con vacilaciones, lo habían autorizado a trabajar en ese lugar. Otros, en cambio se habían opuesto en nombre de la fe y en ellos Mara había depositado su confianza, y en las palabras de los macabeos. Su padre realizaba un trabajo prohibido, ella misma se había convertido en una réproba: se había exhibido desnuda ante los incircuncisos y les había servido de diversión. ¿Por qué Yahvé no la había hecho morir antes de aquello? Se quejaba con dulzura; su voz sonaba suavemente, su expresión era humilde. Se había sentado frente a Josef; era una joven deliciosa, ya era una mujer. «Su viñedo está en flor», pensó él. Súbitamente, sintió un violento deseo de ella. Sus rodillas se doblaron como en la caverna de Jotapata. Miraba a la niña y ella a su vez no apartaba sus rasgados ojos profundos de él. Su boca estaba apenas entreabierta pero Josef sentía su aliento puro. La deseó ardientemente.
–¿Qué debo hacer, mi doctor y maestro?— prosiguió Mara. –Es un gran consuelo, un precioso favor que Dios me concede poder hablar con vos.
Su sonrisa encendió en Josef un odio salvaje y descontrolado hacia el romano. Forcejeó por quitarse las cadenas, inútilmente. No tenía escapatoria; él mismo debía ayudar al bruto voraz a poseer a la niña.
Mara se incorporó rápidamente, y sin dejar de sonreír caminó de un lado al otro, con pasos ligeros, calzada con unas perfumadas sandalias de cáñamo.
–En sábado siempre he calzado sandalias perfumadas; es un mérito, que Dios toma en cuenta, que nos vistamos el día santo con cuidado especial. ¿He hecho bien en pedir al romano las sandalias?
–Escucha, Mara, hija de Lakisch, joven doncella– dijo Josef, tratando de explicarle, con el máximo cuidado, que ellos dos habían sido enviados por el Señor junto a Vespasiano, para cumplir el mismo fin. Le habló de la joven Ester que Dios mandó a presencia del rey Ahasvero para salvar a su pueblo, y de Irene, enviada ante el rey Ptolomeo.– Es tu deber agradar al romano, Mara.
Pero ella sentía miedo. El incircunciso, ese impío que un día sería juzgado en el valle de Hinom, ese vejestorio, la disgustaba, la espantaba. Josef, enfurecido contra sí mismo y contra el romano, la aconsejó con tiernas palabras, con frases comedidas. Preparó para el romano un manjar delicado.
A la mañana siguiente, Vespasiano describió a Josef con cruda franqueza cómo habían sucedido las cosas respecto a Mara. Un poco de pudor y de temor no le disgustaba, pero ella había temblado de la cabeza a los pies, estuvo a punto de desvanecerse y, al fin, se había quedado inmóvil, completamente rígida. Él estaba viejo y un poco reumático, y la niña lo había fatigado."

Lion Feuchtwanger
La guerra de los judíos




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