Manuel Fernández Álvarez

"Creo que los hispanistas, y sobre todo los ingleses, consideraban que España era un país con una historia fascinante... El Archivo de Simancas es uno de los más importantes del mundo, pero es que para ellos este país estaba habitado por un pueblo ignorante. Venían con el mismo espíritu de los egiptólogos."

Manuel Fernández Álvarez


"En ese capítulo de viajes no son muchos los que pueden seguirse, por mediación de Da Sommaia. Él personalmente, aparte del que le vemos realizar de regreso a Italia, sólo lleva a cabo tres pequeños desplazamientos en ese
período de cuatro años de su Diario, uno a la Corte, entonces en Valladolid, y que es el más largo; otro a Corrales, para asistir a la primera misa de un amigo suyo, y el tercero a Alba, posiblemente por devoción a Santa Teresa.
En cambio, en algún caso anota los desplazamientos de algunos conocidos que acuden, bien a Santiago de Compostela, bien a la Corte, bien a Andalucía, para conocer España. Ese afán de conocer España es lo que echamos de menos en Girolamo da Sommaia, quizá porque lo hubiera llevado a cabo en su primera etapa; pero no cabe duda de que la nota predominante de su estancia en Salamanca, entre 1603 y 1607, es su inmovilismo, no abandonando la ciudad ni en el invierno ni en el verano, y llevando un tipo de vida cotidiana muy regular, con las alternativas de los espectáculos sacros o profanos que marcaban cada época del año.
Esto es, Girolamo da Sommaia no se ve particularmente afectado por el correr de las estaciones. Sí era más sensible al frío, apuntando cuando hacía un tiempo particularmente endiablado; pero no al calor, como si en la Salamanca del siglo XVII no apretase fuertemente el verano. Cuando apunta que hacía buen tiempo es cuando no era propio del mes, y como algo excepcional.
Su espíritu nos da una pista sobre la higiene de la época, puesto que anota no sólo cuando se cortaba el pelo, sino también cuando se lavaba los pies.
Ciertamente esto era de tarde en tarde, lo cual podría darnos idea de la escasa higiene de los tiempos, si es que no era el resultado de un personal desaseo.
La historia de la economía también tiene algo que agradecer al Diario del estudiante italiano. Podemos seguir qué es lo que cobra el barbero, o el sastre, o el mercader que vende la tela, lo que hay que pagar al correo, o lo que le costaban sus entretenimientos amorosos."

Manuel Fernández Álvarez
La sociedad española en el siglo de oro



"En ese punto, el doctor Daza alza la vista de sus papeles. Veo removerse, inquieto, al Príncipe. La misma Reina, de suyo tan dulce, tan prudente, tan considerada por todos, grandes como menudos, no puede disimular un ligerísimo bostezo, que al instante disimula, llevando su mano diestra, de la que pende finísimo pañuelo blanco de encaje, a la boca. Es cuando coge la vez el doctor Cortés, para contar por menudo cómo tras la cura el Príncipe había sido acostado y cómo después se había procedido a la primera sangría, por el lado derecho, sacándosele ocho onzas de sangre. La noticia provoca un estremecimiento en los presentes. La Reina se lleva la mano a la vista, como turbada. El Príncipe, por el contrario, se muestra orgulloso y mira a todas partes, como diciendo ¡Ved lo que sufrí! Y más aún, cuando el doctor Cortés añadió:
—Pareció necesario reiterar la sangría, y os sacamos, Alteza, otras ocho onzas de sangre del brazo izquierdo. Mas como la calentura era grande, pareció que debíamos ayudar a Naturaleza, mas no nos atrevimos a daros otra cosa que tres onzas de jarabe de nueve infusiones; el cual vuestra Alteza lo tomó de tan buena gana, que aun tornó por un poco que quedaba en el vaso. Le detuvo el estómago y obró tan bien que hicisteis más de veinte cámaras.
Eso de las cámaras no fue bien entendido por algunos de los presentes, aunque no fuera necesaria mucha ciencia para descubrirlo. El caso fue que una dama de la Reina se atrevió a plantear sus dudas al caballero que tenía a su vera, el cual, viéndose apretado, acabó soltando, y más alto de lo que debiera:
—Pues es cosa bien simple, señora mía; el galeno quiere decir, con finura, que nuestro Príncipe hizo de vientre en abundancia. Vamos, yo diría que tuvo la gran cagalera.
Muy cara pudo costarle al cortesano aquel rasgo de grosero humor, si del Príncipe fuera oído; por su ventura, estaba demasiado absorto en el relato de los médicos que le habían atendido. Máxime que entonces cogía la vez el doctor Olivares, de fama tan probada, y de quien dicen que es digno de estar en la misma corte de los Papas, cuando no del Gran Turco.
—Se nos había propuesto muchas veces —comenzó su discurso el doctor Olivares— que curásemos a Vuestra Alteza con los ungüentos del Pinterete, un moro con ribetes de hechicero, del reino de Valencia. Lo habíamos contradicho los más, pero viendo la fe que muchos tenían y la opinión general del vulgo, que a todos nos ponía culpa porque tanto se tardaba en restablecer la salud de Vuestra Alteza, a la postre acordamos que se probasen.
Se oyó un fuerte murmullo en la sala. ¿Cómo se había cometido tal ligereza con la persona del Príncipe? ¡Cómo! ¿Un maldito morisco entrando en su cámara? ¡Y hechicero, por más señas! Muchos empezaron a mirar torvamente a los médicos que tal había tolerado y los murmullos crecieron alarmantemente; pero el Príncipe alzó su diestra, imponiendo silencio, lo que aprovechó el doctor Daza para coger el relevo:
—Los ungüentos se pusieron viernes, sábado, domingo, lunes y martes. Mas la herida iba de mal en peor, porque el ungüento la quemó de manera que os puso el casco más negro que la tinta. Acordamos dar con los ungüentos y con el morillo al través, y él se vino a Madrid a curar a Hernando de Vega, al cual envió con sus ungüentos al cielo. Y Vuestra Alteza se tornó a curar, a nuestro modo.
Gran risa provocó en el nobilísimo auditorio aquella buena mano del morisco Pinterete para mandar a Hernando de Vega al cielo; eso sí, con sus ungüentos, prueba clarísima de lo que hubiera podido ocurrirle a nuestro Príncipe, si los cielos no le hubiesen debidamente protegido. Aun así, a punto estuvo de un mal final, como reconoció el propio doctor Cortés, en el nuevo relevo:
—El sábado, veintiuno de la caída y nueve del mes de mayor, estuvo Vuestra Alteza tan grave, que ninguna señal tuvo que no fuese mortal. Sólo nuestra confianza era en la misericordia divina y estar Vuestra Alteza en tal edad, que no pasaba de los diecisiete años.
¡Dios y Señor! ¿Es que nuestro Príncipe había estado a punto de morir como un perro? ¿Tanta ciencia sólo había servido para hacerle sufrir?"

Manuel Fernández Álvarez
El príncipe rebelde


"La literatura me ayuda a escribir la historia con cierta prestancia y carga lírica."

Manuel Fernández Álvarez


"Y eso ocurría en el mismo año de 1547 en el que los tercios viejos, la temible infantería española, dirigida por el mismo Emperador -bien asistido, eso es cierto, por el tercer duque de Alba-, conseguía en los campos de Mühlberg una de sus más célebres victorias, a orillas del río Elba, en el corazón de Alemania, sobre las tropas de los príncipes protestantes rebeldes. Quedémonos, de momento, con esa estampa bélica y con el nombre de don Juan de Austria, aquel rayo de la guerra, el contemporáneo riguroso de Miguel de Cervantes, para concluir que estamos ante una generación presidida por el signo de Marte, por ese tono heroico que tan bien cuadraba con los personajes sacados de los libros de caballerías, y que tan bien cuadraba igualmente con el propio Emperador, el césar Carlos V. Y eso en contraste con su heredero, el entonces príncipe Felipe. Y, como hemos de ver, lo que ocurrirá es que tanto el gran soldado que vive en la Corte, don Juan de Austria, o como sus parientes tan cercanos, el príncipe don Carlos y Alejandro Farnesio, al igual que ese muchacho que nace en el seno de una modesta familia castellana, que es Miguel de Cervantes Saavedra, todos ellos preferirán el talante heroico, que había alentado la España imperial de Carlos V, antes que la vacilante política del que prefería dejar la guerra en otras manos, como haría Felipe II."

Manuel Fernández Álvarez
Cervantes visto por un historiador









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