Manuel Ferrand

"Había dejado de quejarse, de hablar con petulancia, de de­cir «a mí no me da plantones ninguna mujer», y se había vuel­to inesperadamente lírico: «Tienes ojeras como rebanadas de luna» y «hay en ti no sé qué cosa triste, que está en las ojeras; pe­ro no me enternece, porque es falso. Tus ojeras son de antifaz, para engañar a los hombres sensibles». Y, unos pasos más: «Las ojeras te sirven para ocultar lo feliz que eres». Ella: «¿Y quién te ha dicho que soy feliz?». Y él, imaginativo, satisfecho de repenti­zar: «Se te nota en los siete brillos que tienes en los ojos». Al cru­zar una bocacalle, él la tomó por la cintura presionando la ma­no imperiosamente como si fuera preciso aquel manejo para que la forastera no diera un paso en falso. Amparo se dejaba lle­var como si no fuera el muchacho de los pantalones vaqueros, sino el airecillo que paseaba la acera de la sombra quien la em­pujase.
Casi no hablaba. Sabía que no era el momento de hacer pre­guntas ni el de decir «a mí me gusta el cine, y a ti ¿te gusta el ci­ne?», porque cualquier trivialidad, cualquier pesquisa tonta lo hubiera echado todo a perder. Era momento sólo para vivir, de­jando que la imaginación se columpiara adormecida, acunada en los esquifes de sus ojeras, de vivir dulcemente, intensamente, de dejarse llevar entre fachadas y olores nuevos, entre caras dis­tintas y voces diferentes. De pronto, de la parte soleada de la ca­lle, le llegaba el fulgor de un cristal, de una ventana que se había movido, de un coche que daba la vuelta, y recibía el resplandor en los ojos como un fogonazo. Entonces bajaba la mirada hasta reencontrar sus pies andariegos, obedientes, con ganas de andar y de andar, envueltos en sandalias amarillas y blancas; o miraba el calzado abierto y el pantalón raído y manchado del joven, o las miles de veces repetida geometría de los baldosines, alfombra impensada de un camino a lo desconocido.
No era el momento tampoco de invocar a Nico, un Nico le­jano, empequeñecido, tiernamente ridículo; no lo era porque el momento requería un respeto de entrega total con la luz violen­ta erizando colores, con los ruidos y las voces que le sonaban de otro modo, con la llamada de algún portal que les volcaba al pa­so bocanadas de aire fresco, oloroso, turbadoramente, inexpli­cablemente incitante.
Iban los dos a la rara verbena del día de trabajo, envueltos en un mundo de fiesta que sólo a ellos correspondía; e iban tan de­cididos que las paradas eran breves; se apartaban con premura del escaparate de discos, del puesto de periódicos, del acuario falsificado donde exhibían su brillante cochura los mariscos. Al confín de todas las calles esperaba Amparo un parque abierto tan sólo para ellos o la gran vega de césped entre álamos atesta­dos de pájaros, o la gruta de los mil vericuetos, madeja de gale­rías, lagos de siete pisos y discoteca con pista y mesitas bajas jun­to a divanes. Se le iba pegando la locura lírica recién conocida y por eso se dejaba llevar lejos, lo más lejos posible de la mirada durísima, angustiada, inquisidora de su prima. Sentía gratitud por aquel muchacho espigado, dominador, ingenioso, que le ha­bía hecho señas nuevamente desde la azotea. No quiso decirle que se había asomado hasta cuatro veces desde las primeras ho­ras de la mañana. No quiso que supiera que la primera vez que se asomó, recién despertada, abrió con cuidado la ventana para ver sin ser vista. Sentía vivo agradecimiento hacia el muchacho que la buscaba —«Me llamo Pablo y estoy muy disgustado con­tigo», fue su saludo; y, en seguida, una sonrisa— y que la apar­taba del mundo de los mayores.
Tenía necesidad de purificarse, de desprenderse del aire con­taminado del piso, lujuria del guapo hombrón de la ceja rota, de los recovecos mentales de su prima; esa charla incansable, inagotable del primer día. Tenía que desprenderse del recuerdo de Nico, de su atosigadora influencia, de tener que ver las cosas como él las veía, sarcástico, cerebral, rebelde muchacho. Y la hi­lera de casas iba quedando atrás porque llegaban a otras nue­vas, a edificios más humildes, a calles que ya no eran rectas, si­no angulosas y serpenteantes, tan estrechas que algunas no contaban con acera.
Ya no quedaba ni sombra de petulancia en la charla de Pablo. Hablaba cada vez más bajo como si fuera el enamorado por en­salmo o el conquistador con prisa. La llevaba del brazo y ajusta­ba el hueco entre el hombro y el pecho al hombro de la mucha­cha mientras le hablaba de café-teatro, de literatura, de sus via­jes con el grupo escénico; y entonces ella se dio cuenta de cómo modulaba la voz, lo mismo que los actores profesionales, espa­ciando las palabras cuando le convenía, apoyándolas en el gesto de alzar o bajar las cejas, reuniendo los dedos o extendiéndolos con una soltura no desprovista de elegancia. Y se fijó también en que tenía el andar de quien estudia su paso en la escena, anda­res pausados, elásticos, con el cuerpo derecho y la cintura ágil prevenida a un giro.
Se detuvieron al llegar a una plazoleta. Pablo tenía los ojos muy abiertos, pero los fue entornando mientras se mordía el la­bio inferior. La representación era perfecta y Amparo se sentía actriz que interpretaba su papel sin previo ensayo. La puso fren­te a él, sujetándole los brazos. Luego la soltó, sin dejar de mirar­la, y se fue apartando dando unos pasos hacia atrás. Su mirada recorrió el cuerpo entero de la muchacha. Volvió a entornar los ojos como hubiera hecho un pintor, ladeó la cabeza y siguió mi­rándola con expresión serena. La volvió a tomar del brazo."

Manuel Ferrand
La forastera



"Le cogió simpatía al nuevo acompañante, ésta es la verdad. Se dio cuenta de que el gato le alejaría las ratas. Por allí, por todo el barrio, por la ciudad entera, había muchas ratas. Lo sabía todo el mundo, lo dijo el periódico una vez que dedicó páginas y más páginas a informar sobre el peligro de los roedores. Él mismo las había visto, gruesas y grandes, rebuscar por los rincones, corretear por las calles desiertas en cuanto avanzaba la noche. Las ratas hacen daño. Las ratas pueden hasta matar a un hombre. El periódico clamó pidiendo que el Ayuntamiento se ocupara de exterminarlas, pero el grito no lo escuchó nadie.
Tirso le temía a las ratas y noches pasadas mató una de un ladrillazo. Luego se acercó al cadáver y le entró repugnancia. Lo comentó con Castro y el sereno le contestó: «¿Y si le dijera yo que hay quien se las come?» Y le explicó que algunos campesinos venidos de otras regiones a los nuevos regadíos, comían ratas. «¿Quién le ha dicho a usté eso?», protestó Tirso con desagrado. «Yo, que lo he oído contar.» «Pues eso es un embuste.» Castro aceptó con calma: «Si usté lo dice...» «Pero ¿quién se va a comer una rata?» «Señor, hay gente para todo.» «Pero ¿usté no comprende que eso no puede ser?» Y el sereno contestó, ya amoscado, que era como terminaba siempre que empezaban a discutir: «Bueno, y a mí, ¿qué me cuenta usté? Yo le digo lo que me han dicho y nada más».
Ajeno a la música del transistor, el gato dormía todo lo profundamente que puede dormir un gato. Tenía ese aspecto de cojín en desuso, cojín de sofá que ya no existe, que cuando cae al suelo no es más que quietud de redondas cordilleras. Inflado trofeo de lo más barato del mundo, casi servía de alfombra a los pies del cazador de barrios bajos en que convertía al guarda de la obra.
Tirso arrimaba cuando le parecía la puntera del zapato al lomo del animal a modo de caricia. El gato debía de entenderlo así, porque la soportaba con benevolencia, sin mover los músculos, sin enseñar los bigotes. Por confianzudo o por viejo, allí parecía dispuesto tan sólo a disfrutar de su propio regodeo.
Aquél venía a ser el gato-gato, la representación sin artificio ni enmienda posible de la raza gatuna-callejera. Egoistón y reservado, que iba a lo suyo sin buscar afecto ni ofrecerlo, sabiéndose útil por lo de las ratas y con derecho a techumbre por lo mismo.
«Ya no estás para saltar por las azoteas.» Tirso le miraba y se iba preguntando qué será lo que sienten los gatos. «Dicen que piensan. Algo pensarán, digo yo.» Pensarán en que mejor es estar aquí dentro que ahí fuera; que es mejor comer que quedarse con hambre, que es preferible que lo reciban bien y no a patadas. Algo pensarán los gatos, sobre todo cuando les llega el celo. «Aunque éste no está para corretear detrás de una gatita. Seguro que no.» Con tal que estuviera para espantar a las ratas...
Tirso pensaba que a los gatos les pasa como a los guardas, que están para ahuyentar más que para meterse en jarana, lo mismo que los serenos. Castro lo decía cada dos por tres, que lo importante es dejar constancia. Donde hay guarda, donde hay sereno, no se acercan los ladrones. Donde hay gato ya se cuidan los ratones de no aparecer.
«Mañana le traeré algo de comer.» Convenía que no se fuera. Una de las veces que se agachó para mover el brasero, acarició al felino no con el pie, sino con la palma de la mano, recorriéndole el lomo. Y entonces el gato movió la cabeza, abrió la boca de un bostezo, se levantó y se marchó por donde había venido. Tirso se incorporó de su asiento, tendió la mano frotando el pulgar con el índice y le llamó —«Mini, mini...»— sin resultado. Media hora después, el gato volvía porque sí, porque le daba la gana, más dueño de sí, más libre que nadie. Llegó, se volvió a tumbar en el mismo sitio y se quedó dormido."

Manuel Ferrand
Con la noche a cuestas


“Lo último que se puede hacer en la vida es darse por vencido.”

Manuel Ferrán
Con la noche a cuestas, 1968











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