Paul Féval (padre)

"Cada uno por su camino. Yo sigo el mío. ¿Es culpa mía si para llegar a la cúspide de mis deseos tengo que hollar corazones y cabezas?"

Paul Féval
El jorobado o Enrique de Lagardère


"Cada vampiro es en sí mismo un grupo, representado generalmente por una forma concreta, pero que tiene además un número indefinido de posibles nuevas manifestaciones."

Paul Féval
La ciudad vampiro


"Ese hombre no se parece a los demás. Hay en él algo extraño y superior. Yo no he bajado los ojos sino delante de él...Dicen que hay mágicos prodigiosos y él debe ser uno de ellos."

Paul Féval
El jorobado



"Gracias al brillo de dos velas, cuyas alargadas mechas producían más humo que luz, pudo ver los cortinajes con flores enormes y la colección de láminas con las proezas del almirante Ruyter, y además el agujero redondo, en frente de la cama, a unos ocho pies del suelo, como si fuese el antiguo paso de la tubería de una estufa...
De modo que era allí, en esa misma cama, donde Ned había exhalado su último aliento.
Las mechas se iban estirando, coronadas por negros capuchones. Su humo esparcía por el ambiente una espesa y siniestra bruma. No sabría decir qué era lo que estaba escuchando, pero aquel silencio parecía gemir amenazadoramente.
Conforme aumentaba la oscuridad, ya que la luz de las velas se debilitaba cada vez más, y las oscuras sombras que coronaban las mechas se iban agrandando de forma gigantesca, las láminas, en lugar de velarse, se veían más nítidamente, como si fuesen transparentes y estuviesen iluminadas por detrás con tenues resplandores.
Ella escondió la cabeza bajo las mantas, exactamente igual que habría hecho cualquier pobre niña supersticiosa, aterrada por los misterios nocturnos.
Nada más esconderse, escuchó un ruido aparentemente natural. Recordaba los pasos de un hombre, calzado con pesadas botas. Nuestra querida Ann lo escuchó y se repuso inmediatamente. Apartó las mantas con cuidado y prestó atención.
Estaba claro. Un tacón pesado, quizá de metal, golpeaba el suelo muy cerca de Ella. Su miedo comenzó entonces a ser diferente, cada vez más intenso. Es posible enfrentar a la muerte; se puede incluso encarar la deshonra, pero... ¡unas botas de hierro en el cuarto de una jovencita educada!... Lo primero que se le ocurrió a nuestra querida joven fue correr hacia una de las ventanas, abrirla y, si le daban tiempo, arrojarse de cabeza hacia la eternidad.
—¡Begorra!—exclamó una voz—. ¡La han colocado en el dormitorio de Su Excelencia! ¿Dormís, señorita?
¿Se trataba de un sueño? A Ann le pareció reconocer el acento de Merry Bones, pero por más que escudriñaba la oscuridad no lograba ver nada.
—¿Merry? —llamó a su vez.
—Sí —contestó el intrépido joven—, soy yo, perla mía. Animad un poco esas luces. A un cristiano le gusta poder ver claro.
Ya supondrán ustedes que, tratándose del desdichado Merry, no era cuestión de andar con remilgos. Ann encendió las velas, y en ese momento se dio cuenta de por qué no había visto hasta ese momento al intrépido irlandés.
En vano trató de encontrarle de un primer vistazo, por toda la habitación iluminada. Merry estaba asomado al agujero de la estufa, como si fuese una ventana. Había deslizado por allí sus dos brazos, largos como pértigas, que gesticulaban exageradamente, mientras su extraña cara descarnada, pero de buen humor, parecía cortada por la mitad por una risa más ancha que un sablazo, entre sus gigantescas matas de pelo.
—¡Merry! ¡Querido amigo! ¿De dónde venís de esta forma? —preguntó finalmente nuestra querida Ann, ahora tranquila.
—¡Vaya! ¿No me oísteis? Vengo de buscar un ataúd de hierro.
—¿Cómo? —murmuró la joven.
En ese momento el criado irlandés desapareció, aunque pudo escucharse cómo removía algo al otro lado de la pared.
Un instante después el agujero quedó nuevamente tapado, pero no por la peluda cabeza del criado, sino por un objeto que, al rozar con las paredes del agujero, emitía un ligero ruido metálico. Parecía como si no pudiese pasar."

Paul Henri Corentin Féval
La ciudad vampiro



"Los nombres son como los adornos: unos afean, otros realzan."

Paul Féval
El jorobado o Enrique de Lagardère


"Margarita era muy bella. Aquellos que la veían y no conocían su historia, se paraban para mirarla andar a lo largo del agua. Siempre estaba vestida pobremente. Su vestido de tela ordinaria ajustado a la cintura con la ayuda de un trozo de cuerda, le caía tan bien como a otras muchachas la muselina o la seda; sus largos cabellos rubios que caían, desordenados, sobre su espalda púdicamente velada, tenían un cálido reflejo de oro bruñido. Ella iba, alegre y graciosa rozando ligeramente con sus pies desnudos la arena mojada de la playa. Cuando se sentía observada, sus grandes ojos azules, límpidos y dulces, no bajaban ante la mirada del otro. Una sonrisa melancólica asomaba a sus labios. Y enseguida se ponía a cantar con voz suave y triste a la vez, tan triste que el que la escuchaba, lloraba."

Paul Féval
La Hija del Castigo



"¿Qué es la dicha, sino un pretexto para vivir?"

Paul Féval
El jorobado o Enrique de Lagardère


"Soy tuyo como si mi corazón estuviera latiendo en tu pecho."

Paul Féval
La vampira



"Todo en aquel lugar era abrupto, confuso, tenebroso, desde la hierba de las praderas hasta las nubes del cielo. Las cimas de las montañas trepaban hasta las alturas con una rabia salvaje, y sólo más adelante podía divisarse una mezcla de torreones y almenas, de los que, por cientos de grietas, colgaban gigantescas cabelleras de lianas. Podían verse algunos pinos, creciendo entre los muros, y éstos parecían brotar a su vez de abismos insondables."

Paul Féval
La ciudad vampiro



"Tomó la costumbre de ir todos los años a París, donde las jóvenes cortesanas se mofaban de él, luego de explotarle.
Durante sus ausencias, Aurora quedaba custodiada por dos o tres dueñas y un viejo capellán.
Aurora era hermosa como su madre, y en sus rasgados ojos se adivinaba la sangre española que corría por sus venas. Cuando tuvo dieciséis años, los habitantes de la aldea de Tarrides oyeron ladrar con frecuencia a los perros de Caylus, durante las noches oscuras.
Por esta época, Felipe de Lorena, duque de Nevers y uno de los más brillantes señores de la corte de Francia, fue a habitar su castillo de Buch, en el Juranzon. Representaba difícilmente veinte años; pues por haber abusado muy pronto de la vida, iba medio muerto de una enfermedad de languidez. El aire puro de las montañas le reanimó. Pasadas algunas semanas, que dedicó a cazar por el valle de Louron, sintióse fuerte y rejuvenecido.
La primera vez que los perros de Caylus ladraron durante la noche, el joven duque de Nevers, rendido de cansancio, pidió hospitalidad a un leñador del bosque de Ens.
Nevers estuvo un año en su castillo de Buch. Los pastores de Tarrides decían que era un señor muy generoso.
Los pastores de Tarrides refieren dos aventuras nocturnas que ocurrieron durante su estancia en el país. Una vez se vio hacia la media noche luz a través de los vidrios de la vieja capilla de Caylus.
Los perros no ladraron; pero una forma sombría, que las gentes de la aldea creyeron reconocer, por haberla visto con frecuencia, se deslizó en los fosos favorecida por la oscuridad. Estos antiguos castillos están siempre llenos de fantasmas.
Otra vez, hacia las once de la noche, doña Marta, la más joven de las dueñas del castillo, salió sigilosamente por la gran puerta de Caylus y dirigióse a la cabaña del leñador, donde el joven duque de Nevers solía recibir hospitalidad. Una silla de manos atravesó el bosque de Ens. A poco, gritos de mujer salieron de la cabaña del leñador. Al día siguiente, el leñador abandonó el país y su cabaña quedó cerrada. Doña Marta dejó también el mismo día el castillo de Caylus.
Hacía cuatro años que todo esto sucediera y nada se ha vuelto a saber del leñador ni de doña Marta. Felipe de Nevers tampoco habitaba ya en su castillo de Buch. Pero otro Felipe, no menos brillante, no menos gran señor, honraba con su presencia el valle de Louron. Era Felipe de Mantua, príncipe de Gonzaga, a quien el marqués de Caylus pretendía casar con su hija Aurora.
Gonzaga era hombre de unos treinta años, un poco afeminado de rostro; pero de una belleza notable. Imposible encontrar más noble conjunto que el suyo. Sus cabellos negros, sedosos y brillantes, se rizaban alrededor de su frente, más blanca que la de una mujer, formando, sin artificio alguno, ese peinado amplio y apelmazado que los cortesanos de Luis XIV sólo conseguían hacerse añadiendo dos o tres pelucas a su cabellera natural. Los ojos negros, tenían la mirada clara y orgullosa de los italianos. Era de buena estatura y tenía el talle esbelto y elegante; su andar y sus gestos revelaban una majestad teatral."

Paul Féval
El jorobado o Enrique de Lagardère











































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