Ricardo Fernández de la Reguera

"Ahí estás, muchacho, trémulo de ansiedades, asomado apenas al umbral de la vida. Te crees con derecho a algo que no sabes en qué consiste, pero que ya reivindicas: la felicidad."

Ricardo Fernández de la Reguera


"Me sentí molesto. Ella, engolada, impertinente, hacía constantes advertencias a su esposo: «No hagas eso», «no te pongas así». Acompañaba las frases con crudos dicterios. Después se enfrascó en la lectura de una novela «rosa», mientras él miraba con cándido sonreír el techo fuliginoso del vagón.
Me entretuve en un juego de posibilidades, especulando con ese encarnizamiento propiciatorio de la murria de las horas de viaje.
El traqueteo del tren pespunteaba el silencio. Pasaban veloces los palos del telégrafo: zas, zas, zas. Y subían y bajaban los cables culebreando sobre el paisaje. El vaivén del ferrocarril me fue acunando, y las ideas llegaban a mi cerebro soñolientas, desparramándose sobre él como las olas cansinas de la canícula sobre la playa; se acercaban perezosas un instante, retrocedían. Un ir y venir amodorrante, enervador. Pensé que acaso ella fuese una aldeana rica que había aceptado como esposo a aquel gañán ante la amenaza de soltería. Lo pensé reiteradamente, con obstinación, sintiendo que las ideas se me escurrían como un libro entre los dedos fofos de sueño. Viajábamos en pleno día, bajo un calor de infierno. Las ventanas del vagón iban abiertas y las cortinillas que nos defendían del sol sumían nuestro compartimiento en una adumbración sofocante. El traqueteo del tren, que empezó a deslizarse por una pendiente, nos zarandeaba haciendo saltar los cuerpos de una forma ridícula. Flameaban las cortinillas dejando penetrar a intervalos chorros de luz y mostrando el paisaje entre constantes guiños. Resbalaban los párpados sobre mis ojos, volvía a levantarlos haciendo un esfuerzo enorme, como si tratara de alzar una pesa de cien quilos con unas manos sin nervios y sin músculos. «Sí, sí, y por eso le humilla y le desprecia.» Las ideas se pegaban y se despegaban de mi cerebro como las patitas de una mosca en una de esas glutinosas tiras de papel caza-insectos. «Porque él es el recordatorio enojoso de sus petulancias desvanecidas, del médico que mariposeó con ella, del registrador que la dejó plantada...» Todos estos pensamientos revolotearon en mi mente hasta que acabaron por escapar como una bandada de pájaros. Me quedé vacío, fofo, maleable. En mi oído sonaba un frú-frú agitado, inefable."

Ricardo Fernández de la Reguera
Cuando voy a morir



"Observó que su presencia no les imponía aquel respetuoso silencio y admirativa expectación de otras veces. Sánchez se sintió mucho más deprimido y por completo a merced de su inseguridad y su convicción de insignificancia. No eludió el encuentro, sin embargo. Afrontaría lo que fuese. ¿Qué otra cosa podía hacer? Estaba ya muy cerca del grupo. Vio los rostros encendidos, descompuestos de aquellos hombres, sus ademanes nerviosos y bruscos. Oyó sus palabras roncas, como turbias de irritación. Se dio cuenta entonces de que su admirador parecía no haberle reconocido, de que ni Pedro ni los otros se fijaban en él. Tenían presa la mirada y la atención en algo que debía de suceder en la calle de Alcalá, a sus espaldas. Sánchez se volvió. Vio venir calle abajo, en dirección a la Cibeles, una oscura masa de hombres. Sánchez se encogió de hombros. Alguna manifestación de las muchas que había por entonces. Sánchez se encaró nuevamente con el grupo de Pedro. Su amigo acababa de reconocerle. Sánchez experimentó una sensación penosa. Barruntó de pronto la inminencia de un grave peligro. Sintió un vehemente deseo de echar a correr, pero no lo hizo. Avanzó con lentitud. Vio cómo Pedro se abría paso enérgicamente; apartando a los hombres que le rodeaban. Sánchez oyó su voz con absoluta claridad. ¡Manuel Sánchez! ¡Ése es Manuel Sánchez! Todos clavaron en él la mirada. Se quedaron silenciosos, tensos, observándole con ansiedad. Pedro estaba delante del grupo. Estaba inmóvil, con el rostro demudado, mirando a Sánchez sin pestañear. Esperando. Había abierto los brazos como para contener a los demás hombres y llamarles al mismo tiempo la atención: ¡Mirad! Como si aguardara de él una acción extraordinaria, portentosa, que debería acometer necesariamente solo. Sánchez se detuvo aplanado, desconcertado. Los ojos de Pedro parecían fulgurar. Le producían una sensación penosa, aflictiva. Sánchez parpadeó tímidamente. Estaba cohibido, asustado. Deseaba acercarse a ellos y hablarles. «Yo... Es que yo no soy un héroe.» Abrió un poco los brazos, en un ademán de súplica, y los dejó caer con desaliento. «Ahora estoy casado y mi mujer... Estoy casado y no me es posible...» Los manifestantes rompieron a cantar a sus espaldas. Se volvió. La acera de la derecha de la calle de Alcalá, desde la Puerta del Sol a la Cibeles, era una especie de feudo conservador. La frecuentaban mucho la burguesía y la clase media provinciana, especialmente estudiantil."

Ricardo Fernández de la Reguera
Bienaventurados los que aman



"Veo mi vida llena de baches, oscura, como si hubiese caminado bajo tierra, por un agujero, ignorándolo todo, ¡todo! Como un gusano que cree que el mundo es como esa manzana que está royendo, sin sospechar siquiera que hay otro mundo maravilloso y sin presentir que él mismo lleva dentro la mariposa que se esponja al sol de la primavera."

Ricardo Fernández de la Reguera








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