Rubem Fonseca

"Baron y yo montamos a Moliére en un carruaje y lo llevamos a su casa, en la calle Richelelieu. En cuanto llegamos, Baron le trajo un caldo caliente. Él apartó la escudilla que Baron tenía en sus manos, diciendo, que no le gustaba el sabor de los caldos de su mujer: Sabes bien los ingredientes que le pone; mejor dame un trozo pequeño de queso parmesano. En el escenario solía tener una tesitura que daba a sus parlamentos una característica especial, pero aquel día apenas si sonaba ronca y profunda.
Comió un poco del queso con pan que le trajo la cocinera, La Forest, y fue a acostarse. Mandó que le pidieran a su mujer una almohada llena de una droga que ella le había prometido para dormir, pues no quería oír hablar más de remedios.
Todo lo que no entra en el cuerpo lo ensayo sin protestar, pero los remedios que debo beber me asustan; poco falta para perder lo que me resta de vida. Tras decir esto, Moliére miró a su alrededor, como verificando quién más estaba en el cuarto. No había nadie, aparte de nosotros dos. Hizo un gesto, pidiendo que me aproximara, como si quisiera contarme un secreto. Incliné la cabeza y acerqué mi oído a su boca.
Fui mortalmente envenenado, susurró."

Rubem Fonseca
El enfermo Moliere



"Decidí dejarles una nota a Marianita y Siri. El tiempo que perdí con esto fue la causa de mi prisión. En el mismo momento en que salíamos del edificio, llegó un coche de la policía. Gomes iba en él. Lo que ocurrió después lo he intentado olvidar, pero a veces vuelve en forma de pesadilla. Me llevaron a una comisaría, y luego a otra, y finalmente al Manicomio Judicial, donde me examinaron. En el Manicomio Judicial quedó claro que creían, o habían sido pagados para que creyeran, que yo estaba loco. Esto me puso tan furioso que empecé a comportarme como un loco. Tuve una crisis de paranoia, seguro como estaba de que los médicos formaban parte de la conspiración. Me puse a llamarles mafiosos siniestros, agredí a uno de ellos, intenté huir de la enfermería. Cada vez me hundía más. Me di cuenta de que iba a pasar el resto de mi vida allí, de un médico a otro, hasta que al fin acabase realmente loco o matase a alguien y justificaría así mi reclusión. Me llené de horror al pensar en esto. Aún hoy intento borrar de mi cabeza lo que aconteció, y hago, siempre, ejercicios nemónicos especiales, no para recordar, sino para olvidar todo aquello. Hablaré poco de los días que pasé en aquel infierno horrendo, el Manicomio Judicial. Los manicomios comunes, cuyos reglamentos no son tan rígidos, deben de estar llenos de personas en estas condiciones. Un Manicomio Judicial es mucho peor. ¿Cuántos inocentes como yo, que maté al enterrador sin querer, se estarían pudriendo allí? Pensé que realmente iba a volverme loco, tras pasar noches enteras, no sé cuántas, temblando de fiebre, oyendo gritos y con las esperanzas perdidas. Estaba como el poeta del Paradise Lost «So farewell Hope, and with Hope farewell Fear, / Farewell Remorse: all Good to me is lost; / Evil be thou my Good».
Un día, cuando mi desesperación había llegado al máximo, un guardia vino y me dijo que mi hermana y un cura habían obtenido permiso para visitarme. Yo estaba tumbado en el estrecho catre inmundo del cubículo. Me levanté sorprendido."

Rubem Fonseca
Bufo y Spallanzani


“Escribí 30 libros. Todos llenos de palabras obscenas. Los escritores no podemos discriminar palabras. No tiene sentido que un escritor diga: ‘No puedo poner esto’. A menos que escribas libros infantiles. Todas las palabras tienen que utilizarse.”

Rubem Fonseca




"Sujeté al conejo por las orejas con la mano izquierda. Las piernas del animal se aflojaron, pero en seguida las encogió y me lanzó una mirada. ¡Una mirada significativa y directa, por fin!
-Gracias, gracias por esa mirada franca y cándida -dije siempre sujetando el conejo por las orejas. Coloqué las caras, la mía y la del animal, frente a frente, muy próximas. Leí la mirada que tenía delante: era una mirada de oscura curiosidad, de leve interés, como si lo que fuese a ocurrir no le importase a él, conejo. No era, pues, una mirada inquisitiva, de reconocimiento. "Están sujetándome por las orejas, es todo lo que debe de estar pensando", pensé.
Con el canto de la mano derecha, extendidos y juntos los dedos, di un golpe a la nuca del conejo. El cocinero me había asegurado que sólo un golpe sería suficiente para matar al animal.
Pero todos aquellos años que pasé comiendo irregularmente soufflés de espinacas, y sentado escribiendo y acostado, oyendo y leyendo a los grandes clásicos, habían contribuido muy poco al desarrollo de mi fuerza muscular. El conejo, al recibir el golpe, tembló y continuó con los ojos abiertos, ahora expresando un vago miedo. No era, sin embargo, un sentimiento irracional, el conejo sabía lo que estaba ocurriendo, que estaba a merced de un ente poderoso, que no podría huir y que sólo le quedaba resignarse.
Los dos nos miramos: el conejo temblando sin ningún pudor, con sus estoicos ojos desorbitados.
Fueron precisos tres o cuatro golpes. Finalmente el conejo dejó de debatirse.
Yo estaba exhausto. "Debe de ser eso lo que siente alguien que gana un maratón", pensé al notar que, junto con la fatiga, sentía una encendida euforia.
Puse la 9a. Sinfonía de Beethoven en el aparato y, enteramente desnudo, fui hacia la bañera con el conejo y además un cuchillo y dos calderas. Aquel primer día, aún inexperto, tenía miedo de ensuciar la cocina de sangre al destripar y desollar el conejo, de acuerdo con las instrucciones del cocinero.
El cuchillo estaba afilado y no tuve muchas dificultades. Acabado el trabajo, coloqué las sobras -tripas asquerosas, pieles, ganglios- en una caldera, y el conejo, listo para ser adobado, en otra.
En seguida, me di un largo baño tibio.
Del cuarto de baño, que había quedado inmaculadamente limpio, fui a la cocina, donde preparé el conejo, guisado con zanahorias y papas, mientras sonaban los Nocturnos de Chopin. Al fin el conejo estaba listo, frente a mí.
Comencé a degustarlo delicadamente, en pequeñas porciones. ¡Ah, qué placer excelso! Fue un pausado almuerzo que duró la Júpiter, de Mozart, entera.
Después fui a cepillarme los dientes. Contemplé, a través del espejo, pensativo, la bañera. ¿Quién era el que había dicho que los cabritos tenían una mirada al mismo tiempo afable y
perversa, una mezcla de pureza y depravación? Hum...Aquella bañera era pequeña. Me hacía falta comprar una mayor. Tal vez un jacuzzi, de los grandes, con chorros estimulantes. Me quedé viendo mi cara en el espejo. Miré mis ojos. Mirando y siendo mirado: una cosa al fin irreflexiva, un eje de acero, lava de un volcán que es arrojada, nube inacabable. La mirada. La mirada."

Rubem Fonseca
La mirada


"Una confesión: me atraen los ofidios en general, tal vez por ser tan poco femenino. Minolta me dijo un día que yo fingía que me gustaban las serpientes para justificar mi satiriasis, pero nunca entendí bien qué quería decir con eso. Es verdad que me gustan las serpientes y las mujeres, y como me gustan esas dos especies de animales, acabé sabiendo algunas cosas respecto a ellas. Por ejemplo: hay serpientes en todas las regiones del Brasil, principalmente allá donde la naturaleza aún no ha sido totalmente corrompida. Y allí, en aquel paraíso del refugio del Pico del Gavilán, habría al menos jararucugús, urutús y las resonantes cascabeles, que cargan con el ignominioso nombre científico de crotalus terrificus. «Terrificus» para monos y mujeres. Los monos, lo sabemos todos, tienen tres pavores: miedo a caerse, miedo a la oscuridad y, principalmente, miedo a las serpientes. Ese miedo de los monos y de las mujeres podría ser una reminiscencia primera de nuestro cerebro reptiliano. Somos, hombres y mujeres, reptiles que se convirtieron en primates y acabaron rechazando sus remotos orígenes. Tal vez escriba sobre esto algún día, siempre me intrigó pensar que existe una parte arcaica en nuestro cerebro, denominada «complejo reptiliano», responsable, para algunos, del lado más «humano» de nuestro comportamiento y, para otros, del más «animal». El folleto enseñaba a encender las lámparas de gas, decía los horarios de las comidas y los paseos programados.
Me di un baño. El calentador de gas no funcionaba muy bien, y el agua no llegó con la tibieza necesaria, pero el baño me dio más hambre aún. Me vestí, y decidí ir al Caserón a ver cómo iban los preparativos del almuerzo. Me preocupaba este problema de la comida. Glotón que soy, lo mismo me da caviar ikra que un plato de judías. Pero era preciso que la comida resultase sabrosa; lo que más me irritaba eran los platos (cualquier plato que fuese, fino o vulgar) mal preparados."

Rubem Fonseca
Pasado negro






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