Gabriel García-Badell

"Autorretrato: Mi vida, como la de todo el mundo, es un espacio hueco que se me ha reservado. Un fogonazo de luz en la obscuridad que la precede y la sigue. Pero no queda definida por lo que he hecho hasta ahora. Más fundamental sería lo que he querido hacer. Por eso, en definitiva, lo importante es lo que quiero y no quiero en este momento..."

Gabriel García Badell



"¿Esos argumentos eran los que habían convencido a su madre? ¿Pero, dónde estaba la fuerza?, ¿en su exposición?, ¿en su mismo fondo?, ¿o en la Autoridad de la persona de donde procedían? Carisio quería hacer un análisis objetivo. El padrastro había dicho que el cumplimiento del deber, el amor al Trabajo, y al Prójimo, eran los valores fundamentales del Hombre. Después se había detenido como para buscar más Valores. ¿De la expresión del interlocutor dependía que la pausa fuese más o menos larga? ¿Que la enumeración continuase indefinidamente, y que no acabase nunca? Había que imaginar a su madre oyendo al padrastro. ¿O es que no hablaban de valores espirituales?, ¿o es que de vez en cuando se deslizaba — por parte de quién—, una caricia furtiva? El cumplimiento del deber y la falda levantada. ¿A los cincuenta años? Le iba a decir algo además, el padrastro, que quería que recordara y era que él siempre había respetado a su madre, hasta tal punto que, en el tiempo que había vivido a su lado no había tenido una sola discusión. Si sus relaciones con ella hubiesen tenido que definirse de algún modo, él lo habría hecho utilizando una palabra única, que era la de amor, de significado universal, y que todo el mundo comprendía (Carisio no sabía qué quería decir exactamente esa palabra. El padrastro lo sentía por él). «El amor — dijo el padrastro — era lo único que daba finalidad a la vida, y era un sentimiento común entre los hombres, de tal modo que, las personas excluidas, nunca podrían encontrar la verdadera felicidad.» Por eso estaba preocupado, porque había estudiado su manera de ser y había creído ver que algo le faltaba. ¿No sería el amor? Elegir a una mujer digna, la compañera de toda la vida, era propio del hombre que había alcanzado la madurez física e intelectual. ¿Había pensado en ello? Carisio no había pensado ciertamente en nada; no tenía el tiempo suficiente para llegar a una conclusión definitiva. ¿Entonces qué era la mujer para él?, ¿un objeto de placer? Tampoco le estaba permitido a Carisio expresarse en esos términos. Había que distinguir unas mujeres de otras. Su madre era un ejemplo. Era un amor sincero nada más. Lo espiritual prevalecía sobre cualquier otro valor que pudiese ser considerado. A Carisio le interesaba el tema del amor. ¿Entonces la relación que había mantenido el padrastro con su madre, exactamente cuál era? El mismo padrastro no comprendía la pregunta. «Digo que ¿cómo se comportaba usted con ella?» Ya le había dicho el padrastro que no le debía de hablar de usted, que no era necesario utilizar ningún tratamiento. «Pero, dígame, ¿cómo se comportaba?» No entendía la pregunta. Ya la había explicado que, para él, lo más importante era el amor, y que ése era el único sentimiento que podía haber existido. Carisio quería que fuese más explícito. Desde su punto de vista había dicho que la mujer no era un objeto de placer. Entonces, en ese sentido, ¿cómo
se comportaba con Dulce Escabues? El padrastro había mirado hacia un lado, hacia la izquierda, pero Carisio había vuelto a insistir. ¿No comprendía que algunas preguntas eran poco delicadas? Expuestas, además, como él lo hacía, no obtendrían nunca respuesta. ¡Estaba hablando de su madre, debía darse cuenta de eso! El padrastro había vuelto a recapacitar, a pesar de todo. ¿Qué quería saber con exactitud? Ya había dicho que sus relaciones con su madre no habían podido ser mejores, hasta tal punto que tenía de ella un recuerdo muy fuerte. A la nueva pregunta de Carisio, a su tono, obsceno, que se refería a Dulce Escabues, no iba a contestar, y le rogaba que se callase. Insistía. ¡Que tuviese cuidado, que la paciencia tenía un límite! Le rogaba que no volviese a hablar de esa mujer. (Él no había oído nada, no se lo tendría en cuenta.) Había hecho una pausa. Lo que no podía admitir era ese aire de indiferencia cuando él hablaba. No decía que tuviese que estar de acuerdo con lo que explicaba, no se lo pedía tampoco, porque comprendía la necesidad, siempre, de un diálogo, pero que él dijera una cosa no constituía un motivo para que le mirase con esa expresión de asombro.
Podía no darse cuenta, pero era de mal efecto: porque no movía un músculo del rostro, no daba una señal de asentimiento o de duda.
Carisio habría conseguido una felicidad más completa si no hubiese sido por el repartidor de leche, en las horas libres, el monaguillo de la Basílica del Pilar, que se adelantó en su recorrido, y que le hizo salir a la puerta a esas horas de la mañana. «Serian las ocho o las nueve de la mañana. No son horas para despertar a nadie, y menos cuando se sabe que se puede dejar la leche en un rincón y que
nadie se la va a llevar.» ¡Sí, pero es que hay que prevenir en esos casos! En la escalera — al día siguiente — se encontró al niño, repartidor de leche, y subieron juntos. El niño no dijo nada hasta que llegaron al segundo piso; después explicó que le había parecido muy bien la señora, que estaba muy buena. A Carisio le pareció irrespetuoso hablar de ella en esos términos, y el niño se excusó pero sólo a medias. Se veía que le miraba con admiración, o con respeto, y que había aumentado en su consideración. (A partir de ese día dejó la leche en la misma puerta, sin entrar en la casa.) Desde entonces, en adelante, siempre dejaría la leche en la puerta y no se pasearía por el pasillo como lo había hecho la última vez. El niño dijo que sí, que lo tendría en cuenta, y que dejaría la leche
donde quisiera. «Bueno, ahora ya te puedes ir.» El niño conocía, también de vista, a través del cine, a una artista que nombró y le parecía bien, aunque creía que estaba menos buena que la otra, que era la que había visto en la cama."

Gabriel García-Badell
De las armas a Montemolín



"Se entraba dentro de los actos deshonestos, del placer no controlado, fuera del matrimonio. Era necesario referirse a las circunstancias que habían concurrido, al lugar, a la persona cómplice, y, esencialmente, a las caricias furtivas, a las otras, a todas en particular, por encima del vestido, por debajo del vestido, señalando las partes del cuerpo, y sin escandalizarse (que para hacerlo todo había ido bien, no habían existido inconvenientes, pero para contarlo era otra cosa, como se podía apreciar.) Era necesario estar entonces a las duras y a las maduras, arramblar con los inconvenientes — con la culpa—, con las consecuencias; era de sentido común, así que vuelta a lo mismo, que dijera sí o no (Martina se había quitado no sólo el vestido sino hasta el calcero) y que contestase en primer lugar, si en relación al consentimiento lo había existido pleno (lo que suponía lo mismo que preguntar si había existido un acto pleno de voluntad). Aunque el mismo mosén reverendo Padre Antón ya había llegado a un convencimiento. Creo que lo ha habido, hija, pero alegue lo que le parezca si es que cree que es oportuno. Había que insistir en que la materia era grave en todos los casos. Lo había habido entonces, acto sexual completo. Eso llevaba consigo otras cosas. Primero, la pérdida de tiempo que habían supuesto las preguntas anteriores (sobre el roce, el vestido, la colocación de los cuerpos, el placer, la excitación, la voluntariedad, el sentimiento de culpa, el lugar, la nocturnidad y la persona cómplice). Se podía haber acabado antes si se hubiese empezado por el final ya que sobraba el interrogatorio, y después además la gravedad de la transgresión que no podía ser comentada.
El mosén no quería hablar del asunto con todos los residentes de la Pensión Civil, pero es que había comprobado los hechos personalmente. Las cosas habían sucedido como explicaba. Una tarde cualquiera, no digo cuál, no recuerdo (y no tenía interés tampoco el detalle de la fecha). Había llegado con el propósito de hacer una visita a doña Julita Cuarte la Paul, pero antes había ido a coger unos higos. Lo que había visto no se podía contar. Él había echado un golpe de vista —lo que se decía una reviscolada simple— y había observado bien. No entraba en detalles, pero los higos que comía se le habían atragantado, se le habían removido en el vientre —remenado— y eso no le sucedía después de mucho tiempo cuando comía robellones — agaricus deliciosus — que siempre le habían producido una retención larga con la consiguiente esboteración tardía. Pero hablando del asunto era necesario tener poca dignidad para hacer algo así, miren por dónde el enfermo herido en una pierna, en el frente de Andalucía, que se le declara no útil, por lo menos en parte, para el Servicio Militar, para no ir al frente y que después aprovecha cualquier oportunidad para abusar de una niña. ¡Hay que ser un barrenado, enfermo mental o estar muy fuera de lugar para hacerlo! Y lo peor era la agravante que suponía la confianza que le tenía el padre —Orencio Lanaja— de la propia víctima, otro mujeriego a su manera, que por ahí se llevaban los dos —a cuál peor. Aunque uno, Orencio Lanaja, con inquietudes metafísicas, con propósitos extravagantes y turruntelas (¡para eso estaban en tiempo de guerra!) y mientras la niña —Martina— era violada pasada, como se decía, por la piedra, espuchengada en la fonsera, él se ocupaba en plantear problemas teológicos hasta que, en un momento de descuido, sin que la viera el padre —como resultaba natural— se cogía a la adolescente y se la gozaba (¡había que ver qué procedimientos, qué maneras habría utilizado además el interfecto para ello!) y se la convertía en pendón, en esperreque, en algo inservible para el matrimonio ulterior, para las nupcias; que de pingajos estaba más llena la ciudad de lo que parecía."

Gabriel García Badell
Las cartas cayeron boca abajo






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