Jesús Gardea Rocha

Ángel de los veranos

SIGUE NUBLADO EL CIELO. Un pájaro pasa y lo raya de negro. La nieve de ayer se extiende hasta donde mi vista alcanza. Su resplandor helado invade el cuarto, destempla las cosas. Cierro el libro que estoy leyendo. Acerco mis manos a la lámpara. El pequeño resplandor del foco me hace bien. Ya no me parece tan desolado afuera. Retiro las manos de la lámpara y las meto en las bolsas del saco. Voy a la cocina. Tengo hambre y ganas de café. Prendo una hornilla de la estufa para calentarlo. Luego busco el pan. Ayer se fue Nebde. Todavía hay migajas nuestras en la mesa; todavía dobleces suyos en el mantel. Me dijo que quería partir antes de la nieve. Yo le respondí que sí, que eso era lo mejor; pero las lágrimas ya me estaban golpeando el pecho. Levantó su plato de la mesa y fue a asomarse a la ventana. Allí se estuvo parada mucho rato, recorriendo con la mirada el llano gris y el camino que lleva a la estación. Yo permanecí sentado, mirándola. Evoqué las formas desnudas de su cuerpo. Ella volvió finalmente a la mesa.

—Bueno —me dijo—, ¿qué va a hacer?

Me alcé de hombros. Por encima de su cabeza miré al cielo de la  ventana, más plomizo y amenazador que antes.

—La nieve no tarda —le advertí, y con perfecta indiferencia simulé jugar con el tenedor.

Oigo cómo hierve el café en el traste y lo aparto de la lumbre; pero no apago la hornilla. Me sirvo, tomo el pan que he encontrado y me siento a la mesa, en el mismo sitio de ayer en la tarde. Y vuelvo a ver a Nebde, sus ojos…

—Aunque se viniera la nieve —me dijo— yo alcanzaría a llegar. No entiendes al pie de la letra lo de “antes de que empiece la nieve”.

Puse el tenedor de punta en la mesa. El llanto andaba loco dentro de mí, pugnando por brotar. Así que apreté, hasta el dolor, las mandíbulas, los párpados… pero el llanto comenzó a fluir. Nebde comprendió pero no me interrumpió. No sé cuánto tiempo permanecí así; pero cuando alcé la cara, seco y ardiente el cauce de mis ojos, Nebde ya no estaba en la mesa. Puse atención  a ver si lo oía en el cuarto, y de allá no me llegó sino el tic tac de su reloj de buró (de su propiedad)  que también debió haberse llevado junto con sus otras pertenencias. Entonces, como un viento fresco, renovador, la esperanza de que siempre no se hubiera ido se levantó del fondo de mí y corrí, aventando la silla, al cuarto. Pero no había nadie. Unas fotografías, seis o siete tamaño postal, se veían desparramadas sobre la cama. Todas eran mías; todas, recientes. Las recogí como si fueran barajas y las eché en el cajoncito del buró: yo había ido a retratarme; al pueblo cercano, un domingo, en el mercado, sólo para complacer un deseo de la mujer. La hornilla, poco a poco a calentando la cocina y llenándola de olor a petróleo. El aire inmediato al quemador es de color azul claro por efecto de la flama que lo ilumina y lo dilata, y a mí me recuerda un atardecer en un amanecer puros: tierra y cielo, nada más; una frente al otro, solos en el mundo. Bebo a grandes sorbos café y la lengua se e escalda. Los ojos de Nebde eran del color de la miel, las pestañas sombrosas como un bosque: mirarlos era como estar mirando oblicuamente las cosas; uno las rescataba de su pesada trivialidad, las ensalzaba, las colocaba en la mano misma de Dios. Pero Nebde ni siquiera lo sospechaba.

—Tú a mí me quieres por mi cuerpo —me decía—, por las vespertinas fiestas que preparo en él para ti, en tu honor.

Y yo le respondía:

—No, Nebde, no tienes razón…

Parto el pan por la mitad y comienzo a comérmelo. Se ha endurecido. No soporté el ruido ni la vista del reloj y volví a abrir el cajoncito del buró y lo metí con las fotos. Luego me tumbé en la cama. Allí me oí llorar de nuevo, pero al principio como si no fuera yo: era una multitud, a la que yo sentía perdida llamando a alguien. Boca arriaba, el llanto me ahogaba, de modo que me volví  de lado, con la cara hacia la ventana y al hosco cielo. Bajo uno distinto yo había conocido a Nebde años atrás, en su casa, una mañana de julio. Me abrió la puerta, estaba descalza y sus pies eran finos y blancos, como hechos por un imaginero. Me invitó a entrar. Pasé. El trigo de su pelo, en la sombra, seguía deslumbrándome igual que cuando le dio el sol de la calle. El deslumbramiento entonces no lo entendí cabalmente. Iba a permanecer, para siempre, en mi sangre, en la médula última, alimentándome, Nebde era como un trigal, de maduras, de soleadas espigas. Cuando conversábamos por las tardes, por las mañanas, yo no hacía otra cosa, por debajo de mis palabras, que contemplarla: la mecía, ondulaba el viento amoroso de Dios; el viento que me había empujado hasta ella. Pero ya ni siquiera podía estar tumbado de lado, me estaba faltando el aire: feroces bestias me lo quitaban con avidez, Me incorporé y abrí la ventana, y comencé a respirar… La hoja cortante del invierno me entró en el pecho e hirió de muerte la ceguera de mis fuerzas, que me malgastaban en el llanto, era un viento levantado como un enemigo, contra Nebde. Resolví todavía un rato más la hoja dentro de mí, luego cerré la ventana. Tenía que buscar y encontrar a Nebde, allí en el cuarto. Recordé las fotos. Las saqué del cajoncito, las desparramé otra vez en la cama. Nebde me había dicho, dulce y sombrada: ni la distancia ni el artificio de una cámara logran desterrarme de tus ojos; allí estoy yo también en esas fotos tuyas, querida, mecida, como tú dices. El pan me atascaba la garganta y volví a servirme café. El verano que encontré a Nebde fue el principio de mis verdaderos veranos. Aún la veo caminando por el piso rojo de su casa. Habla. Las paredes blancas reflejan su voz, acogen nuestra presencia. Poco a poco una luz empieza a abrir mi cielo nublado de años: la alegría. Mientras mastico el duro pan y lo ablando con tragos de café miro por la ventana de la cocina el cielo, una plancha de plomo, pálida por el reflejo de la nieve. Nebde estará llegando ya a su destino. Respirará ahora el invierno lejos de mí. Este invierno. Nebde, en su casa me dice que va a prestarme algo para que yo lo lea y le diga mi opinión. Se acerca a un estante. Veo cómo toma un librito, cómo me lo ofrece luego, con una sonrisa. Regresamos hacia la puerta. El verano canta en mí con toda su potencia. Nebde va a mi lado, silenciosa: ambos caminamos sobre el piso rojo iluminados por una claridad que no es común. Ayer a estas horas ella estaba con migo. Leíamos metidos en las cobijas. La lámpara iluminaba el cabello revuelto de Nebde; aparté a un lado el libro y me puse a  mirarla. Ella me sintió, me miró a su vez, sonrió: amanezco sólo para ti, como en el principio, me dijo. Y luego, con una voz donde andaban tigre y palomas enamorándose:

—Pero tú amaneces siempre en mí mucho primer que el sol en el mundo.

Ataco la segunda mitad del pan, pongo más café en la taza, es un café helado que me sabe a tierra, a soledad, a trigo seco, a desgajamientos. Me percato de que continúo, a pesar de la ausencia de Nebde, con mis hábitos de vida, como si nada hubiera sucedido: levantarme al cabo de una o dos horas de lectura —Nebde ha vuelto a acurrucarse y duerme—, vestirme, desayunar una taza de café y pan, y ponerme a trabajar. ¿Nada ha sucedido? Sí. Todo: ella no está, ¡ay!, no está. ¿Entonces? Hasta antier apenas habíamos tenido un invierno benigno, atrozmente desnudo pero soleado. Bello. Nebde y yo salimos a caminar después de la comida. Nebde se cubría con un saco corto, peludito; yo con un suéter viejo. Atravesábamos el campo enfrente de la casa; llegábamos a un camino vecinal, flanqueado de grandes álamos dormidos, ausentes… Nebde me tomaba de una mano me la apretaba. Entonces yo le buscaba los ojos para decirle cuánto la quería. El camino era largo, solitario. Cuando las sombras de los árboles nos velaban, Nebde se pegaba a mí estrechamente, temblando como si sobre su cuerpo abrigado —trigo candeal— hubiera soplado repentino cierzo. El ejercicio, la suma brillantez de la tarde, aquellos intermitentes contactos de Nebde conmigo, acababan por despertarnos la sangre, la apetencia de sus júbilos…

—Volvamos —le pedía yo, deteniéndome.

—Sí —asentía ella.

Pero antier añadió lo de las fiestas vespertinas…

—No tienes ninguna razón para pensar que sea así —le dije callé.

Volvimos. Nebde caminaba ya bajo densas nubes. La luz que una mañana nos había unido profundamente en su casa, se había eclipsado. Pero no para mí. Nebde enmudeció el resto de la tarde. No hicimos el amor. Y con la noche, Nebde rompió el silencio para decirme sólo esto:

—Se terminaron casi las provisiones, el pan. No hay ni una migaja de pan.

La noche fue amarga. No dormí. Amaneció: ya había regresado, yo estaba en el desierto de nuevo, como antes de encontrar a Nebde. Comprendí entonces, aunque no muy claramente, que la única salvación posible para mí —no, no para mí: para aquella mañana privilegiada de julio en que Nebde me reveló una rosa en las soledades— radicaba en aferrarme a mi trabajo, a mis hábitos. El pan y el café se agotaron. Las fotos me parecieron insuficientes. Otro rastro, otros cajones, pensé. Pero nada: Nebde se había arrancado de la casa de cuajo. Comenzó a nevar. Una extrema debilidad me había vaciado. Levanté las cobijas y me metí en ellas, vestido como estaba. Nevaba con viento. El cuarto se hundió en un crepúsculo precoz, que me llegaba hasta los confines del alma, mucho más allá del corazón del destrozo. El viento, envuelto en plumas blanquísimas, azotaba con rabia los vidrios de la ventana, andaba con su hocico por las hendiduras. Mis pretensiones de la mañana de aferrarme a mi trabajo para combatir el mal de la ausencia de Nebde estaban olvidadas; doblegada la voluntad, se abandonaba a la devastación total. Afuera arreció la tormenta, y antes de quedarme dormido, volví a gemir. A medianoche desperté. A medianoche o en la médula fosforescente y fría de lo oscuro: había dejado de nevar, de soplar el viento. Lo primero en que pensé fue en la contradictoria conducta de Nebde por la mañana: encendida la luz, Nebde, como si ya hubiera estado despierta y nada me hubiera dicho ni nada hubiera pasado la noche, la tarde anteriores, tomó del buró su libro y se puso a leer. Yo la miré. Entonces ella me dijo lo del sol en el mundo… Pero al recordar esto, aparté las cobijas y de un salto llegué hasta la ventana. Allí aspiré a más no poder todo el frío que se colaba desde el campo nevado, todo su silencio, que era enorme. Y empecé a repetir, como un estribillo, como una clave feliz: primero que el sol… primero que el sol… primero que el sol… Delante de la ventana oí cómo dentro de mí una primavera irrumpía en las ruinas con un canto de hierbas altas, nuevas y, un momento después, me encontré inmerso en el perfume de Nebde. Una semana tuve en mi poder su librito. Lo leí mal: su invisible presencia saboteaba el texto, el sentido. Cada página,  cada frase subrayada, eran un llamado… Me volví a ver en la casa de las blancas hojas, del piso rojo, reencontrado, recibiendo de los ojos de miel de Nebde, la gracia. El aroma de Nebde era el de la luz que vive en las flores, al atardecer. Regresé a la cama. Me desvestí. Me acosté. Una espiga, murmuré…

II

Tocan a la puerta. Miro la hora: son pasadas las doce del día. Hace cuatro que estoy trabajando. El calentador de petróleo mantiene a raya del frío, que en el transcurso de la mañana ha subido de intensidad. No me he quitado sin embargo el saco, ni el viejo suéter, como si esperara tener que salir de un momento  a otro. El café y el pan de esta mañana temprano los siento distantes en el tiempo. Vuelven a tocar a la puerta. Los disparos de los nudillos contra la madera resuenan magníficamente; convierten mi casa en una catedral de amplias, desoladas naves. Me resisto a levantarme y a frenar el impulso adquirido. Pero en la puerta insisten. No tengo escape. Debo ir. Me separo con pena de la hoja en que estaba escribiendo, y le doy un golpecito con los dedos a la máquina, como a un animalito muy querido: ya vengo, le digo. Cuando cruzo por la cocina para abrir la puerta vuelvo a ver en el mantel los dobleces que Nebde hizo: son como las señas del viento o las olas dejan sobre la arena. Nebde es parte de mi mundo —pienso— y mi mundo es rico en playas. Abro. Es mi vecino, de cuya existencia me había olvidado; viste abrigo, una boina de estambre y botas de hule; también trae guantes: bueno, uno, en su mano izquierda. Con la derecha, desnuda y aterida, me saluda mientras da un paso adentro.

— ¿Qué hay? —le pegunto, y el tono de mi voz es brusco. El hombre acaba de entrar y cierra él mismo la puerta detrás de sí. El calorcito de la cocina le arranca una sonrisa suave de su cara endurecida por la intemperie, por el frío. La nieve que trae adherida a las botas se disuelve y moja el piso. Él se da cuenta. Algo va a decirme pero yo lo detengo:

—No, no hay cuidado, ningún pendiente —le digo, y lo invito a que pase  a mi cuarto, a una temperatura que está todavía mucho mejor. Pero no acepta, y en seguida me dice:

—Vengo a ver si usted me quiere ayudar.

El hombre es más o menos de mi talla, pero más viejo que yo. Fuera de mí a nadie más puede recurrir como sea el empleado de la estación. La casa del vecino y la mía son las únicas en varios kilómetros a la redonda; el empleado vive en la estación y quizás ya ni se acuerde de que existimos: al ver a Nebde ayer por la tarde en su feudo, debe haber pensado en un bello heraldo de la nevasca.

—Mis palomas —dijo apesadumbrado el hombre—, se vino abajo el tejaván con el peso de la nieve, con la zarandeada del viento. Las oigo cómo se quejan, atrapadas.

El hombre está parado en un charco de agua, tiembla de las quijadas después de comunicarme la desgracia. El temblor repentino no sé a qué se deba: de nervios o de sufrimiento.

—Necesito —me sigue diciendo— apartar el escombro, tres, cuatro especies de vigas, pesadas; yo solo nunca podré.

Sin hablar entro a mi cuarto por una bufanda y unos guantes, y luego regreso a mi vecino y le digo:

—Vamos, pues…

La nieve es más alta que nuestros tobillos; el hombre me propone pisar donde él pisa para no dejar mis zapatos hechos una sopa y enfriarme demasiado. La huella de sus botas en la nieve es amplia y profunda como un foso. Entro y salgo con facilidad de las pisadas de mi vecino, que va delante de mí haciendo un camino distinto al que trajo de venida. Un largo rizo de vapor se desprende de su boca cuando me habla. Pienso en una locomotora; yo me veo como una góndola vacía, en un lento arrastre. El hombre dice:

—Por aquí rodeamos, pero por allá —y señala el anterior camino negro de sus botas, no muy lejos— el suelo está hoyudo, reblandecido, aunque sea más corto. Casi me rompo una pierna y no llego a la casa de usted.

La bufanda que me tapa la nariz y boca hule a Nebde furiosamente; a ella, cuando en la intimidad se abría dócil para mí. Siento que la pena me amenaza de nuevo. Miro hacia un lado al llano blanco, a lo álamo de nuestros paseos de la tarde, ardidos por el viento helado; tan solos, como yo ahora. ¡Nebde!, me quejo, todavía los árboles en mis ojos, en mi alma reflejados. La queja traspasa la gruesa bufanda. El hombre me oye y se detiene. Vaporoso, tocándose para nada la boina, una vez que me encara me pregunta qué ha sucedido, con qué he tropezado. Está de verdad preocupado por mí. Me descubro la boca para contestarle. Entre los dos producimos un gran nuberío efímero.

—Vecino —le digo—, es que me vienen doliendo ya sus animalitos. De los ocho ¿cuántos cree usted que estén con vida?

El hombre desliza el labio inferior por debajo del superior y expone la totalidad del bermellón al frío y al cielo gris.

—Ojalá todos —dice, y emite un sonido de burbuja que revienta al separar los labios. Y se pone a  caminar de nuevo, a trancos, los brazos por el aire, para conservar el equilibrio. Lo sigo. Pero ya no me tapo la boca con la bufanda. Tampoco me fijo mucho dónde meto los pies y acabo por trazar un camino paralelo al que mi vecino me ha marcado. ¡Nebde!, repito, quedo.

Llegamos al patio de la casa de mi vecino; sin bardas, uno con el llano. Hay un montón de madera informe que aquí y allá perfora oscura, humedecida la capa de nieve que la cubre. Nos acercamos al motón, cautelosos, bebiéndonos nuestro propio vapor. Nos acercamos como si quisiéramos sorprender el fino trabajo de la muerte en las palomas; sus modos. Vamos como caminando mi vecino y yo por el filo frío del silencio; yo oigo cómo resuena mi corazón en el aire estático y tengo, entonces, la repentina intuición de que él está llamando a Nebde. Mi vecino se detiene ante el caído tejaván, me espera a que llegue y me die, casi me susurra:

—El viento lo empujo por detrás, como un muchacho prepotente a otro, débil y zancudo.

Luego se agacha y se vuelve a apoyar en un tubo metido entre dos vigas, y carga todo el peso de su cuerpo en él; el extremo comienza a bajar despacio hacia el suelo; clavos y maderas crujen; la viga que está montando a la de abajo cede, se abre a regañadientes, pero el hombre está rojo ya por el esfuerzo, y no puede más y deja de apalancarse.

— ¿Ve usted? —me dice con la respiración entrecortada.

Le pregunto al vecino dónde han quedado exactamente las palomas.

—Donde han estado siempre —me contesta—, en su nido, en la parte inferior y media de la viga que acabo de mover.

Veo el cielo. Claro ahora, muy claro. Se presiente al sol luchando arriba, en el espacio abierto, por rasgar el toldo de nubes. La nieve, de un blancor extremado, me deslumbra. Cuando salga finalmente el sol de seguro nos va a cegar. Me pongo en cuclillas. Quiero oír si las palomas dan señas de vida, si se quejan, como el hombre dijo. Éste, mientras tanto, se aparta de mi lado y trae una barra que clava en la nieve, junto a mí. Ya de pie le digo que en los escombros ni un zureo, nada; pero tomo, sin embargo, la barra y la pulso: alguna estará quizás mortalmente herida, pienso; por esa sola… El vecino me indica que debo hacer palanca en el mismo punto que él. El sufrimiento mudo, pero que le alimenta el deseo de acción, le descompone la cara, le arrebata toda cordialidad a sus gestos. Vuelvo a mirar el cielo. Luego veo al hombre que se inclina sobre el tubo, que lo aprieta… Entonces pido: una sola… una sola de las palomas… La barra ha perdido su frialdad entre mis manos. Está tibia, como el cuerpo de Nebde. La paloma tiembla, ilesa, en las manos del hombre. Tiene manchada de rojo un ala. El hombre le acaricia la cabecita gris. En los ojos la ternura más grande del mundo. A nuestros pies están seis palomas muertas; su sangre no alcanza ya a teñir la nieve: se les ha coagulado en los piquitos. Mi vecino echa de menos una: la mejor de las ocho, dice. Quizás velaba y voló, desafiando al viento. En el confín del llano la nieve, tocada por los rayos del sol triunfante, alumbra el aire, lo hace vibrar. De allá nos llega una oleada de luz brillantísima. La paloma viva de mi vecino arde en sus manos como una lámpara. La ola nos deja y va y se estrella en las paredes, enjalbegadas, de la casa; refluye, nos envuelve de nuevo y luego se pierde en el llano. Enceguecidos como estamos, el hombre y yo nos encaminamos a su casa; hace rato ya que los dedos de los pies no los siento. La alegría de mi vecino es patente: va arrullando al animal, le zurea como si fuera su palomo. Otros ruidos percibo, antes de entrar a la tibieza y la penumbra: un hundimiento de pequeños cristales, el rodar del agua que se libera… Mi vecino me ofrece asiento frente a un calentador como el mío. Me descalzo en seguida y me enredo, quitándomela del cuello, la bufanda en los pies. El hombre pone la paloma en una caja de cartón y se sienta con la caja sobre las piernas. Mira mis pies enredados y me dice:

—Es dañino lo que usted acaba de hacer.

Yo lo veo de reojo pero no a la cara sino a las botas, que tiene puestas aún. Después cierro los ojos y evoco la casa de Nebde. Era un día domingo. Yo lo iniciaba aplastado, como mis otros días, por una vieja melancolía. Desayuné y fui a su casa. Un asunto me llevaba allá. La mañana era hermosa: un espacio nítido y azul, amplio como salón de fiestas. Mi respiración de hombre creció entonces como nunca; alguien cantó para mí en el cielo del verano. Comencé a respirar árboles: todos los árboles del verano y todos los otros que yo había visto y amado antes de mi vida. Respiré la hierba completa de la tierra y no sé cuántos siglos de sol intenso. Un domingo. Un día de Dios. Y cuando llegué a Nebde, ríos de cálida savia, soltándose de mi mano corrieron a encontrarla. Nebde dijo buenos días, y me sonrió. Abro los ojos. El vecino me está viendo y acaricia la paloma,

—La dilatación brusca de las arterias —me dice— las degenera. Lo aconsejable es vaciarlas del frío, frotándose.

Estamos rodeados por la luz de afuera, que entra a la casa el agua a un barco que se hunde. Las llamas del calentador palidecen, se les va el prestigio. La cal de adentro del cuarto se enciende, albea  como un trapo de cara a la resolana. Mi vecino en torno suyo, divertido, contento; es un hombre que ha salido a una plaza a contemplar la gloria de los fuegos artificiales.

—Yo no sé qué piense usted de esto —me dice—, pero son varios ya los inviernos que terminan así, por un golpe profundo de sol. Mañana, pasado, en una semana, usted me dará la razón: hasta aquí las nieves y los fríos. Es como si Dios quisiera inviernos cada vez más cortos para nosotros. Él ve en qué triste estado tenemos el corazón. El corazón ángel de los veranos.

El calor vuelve  a mis pies. Muevo los dedos. Miro el cielo por la ventana del cuarto, anegada de luz. El limpio azul me reconforta.

—Ahora se le ve a usted mejor —me dice el vecino. Baja la vista antes de que yo se la encuentre—. Se le fue la mujer ¿verdad? —agrega, y entones sí me ve derecho.

— ¿La vio usted? —le pregunto. El hombre, detrás de su mirada tiene un invierno olvidado por Dios; unos árboles viejos, dementes de tanta y tan continua soledad y desnudez. Cuando me responde es como si me respondieran sus seis palomas muertas.

—En el camino me la encontré. Pero no llevaba signos de borrasca, se lo aseguro…

Me desenredo la bufanda de los pies y comienzo a ponerme los zapatos.  Los colores, a rayas, de la bufanda están singularmente vivos. Parece nueva. El hombre sigue con curiosidad los movimientos con que le hago el moño a las cintas. Se chupa los dientes…

—Las mujeres… —inicia.

Pero no lo dejo terminar. Lo atajo. Le impido que se levante contra la luz que nos envuelve entonces y que nos abre, en algún lado, las puertas.

—No. No hable usted nada de las mujeres. No de Nebde…

El hombre me mira. En sus ojos bien abiertos vuelvo a ver los viejos árboles…

La pena por él, por mí, por no sé cuántos más me clava al asiento. El calentador flota como una boya en medio del cuarto iluminado. La paloma, en su caja navega dormida bajo la tierna mano del otro.

—Yo lo entiendo —le dio, y cada palabra me despelleja—, pero no, no de Nebde…

A duras penas me incorporo, me cruzo la bufanda sobre el pecho, y me acerco a la puerta. La abro. Otra vez el deslumbramiento. La luz no cabe en la mañana, tampoco encima de la tierra, olorosa a humedad, a sol. En la puerta alcanzo a oír que el vecino asiente:

—No. Y de nadie. Usted tiene razón…

Entonces me detengo y volteo. El vecino está en el fondo de la luz, sentado, la paloma de nuevo entre sus manos, de nuevo como una lámpara. Sonríe con fatiga.

—Nebde volverá —le digo—, adiós…

Jesús Gardea Rocha




"El infierno de la calle, en Placeres, tenía sus trastiendas, sus hornos con boca a la luz. El aire de los hornos sofocaba hasta la muerte el alma; sabía a lodo seco. De ese lado del fuego, el aire, en cuanto tocaba el cuerpo, costras, camisa ingrata. La luz y la sombra, abismos afuera, adentro, por oficios del bochornoso, se habían amistado en una sola neblina, parto de una llama. De los rincones del horno, desde la raíz del humo, venía el tufo del polvo devorado por el incendio de los veranos."

Jesús Gardea
Los músicos y el fuego


"La crítica literaria me parece un muy alto ejercicio del saber y la inteligencia. Yo no podría hacerla."

Jesús Gardea Rocha



Los viernes del Lautaro

A Saúl Ibargoyen Islas

LAUTARO LABRISA contempla al zopilote. Sin quitarle la vista, toma el miralejos. Ve primero las terrazas solares del aire. “Las terrazas –murmura– siempre serán las mismas: Puro reflejo de acá”. Conforme se va acercando al pájaro, el aire azul se oscurece. De la bolsa del pantalón, Lautaro saca un pañuelo para limpiarse el sudor de la nuca. Hacia el mediodía ya no le bastará y tendrá necesidad de su tina de porcelana, con agua del pozo. Pero no todos los veranos la tina resulta suficiente. Hay estíos particularmente infernales, de cosas al rojo vivo. Por eso es bueno observar al zopilote: detecta lo tórrido mucho antes de que aparezca. Lautaro da un paso atrás y baja el miralejos. “Tanta negrura en las plumas –se queja a su gato echado en el fondo de la tina– me asusta”. El gato al parecer no lo oye, feliz entre las paredes de la tina ornadas con pintados racimos de vid. “¡Talavera! –le grita– te estoy hablando, despierta”. El gato entonces abre los ojos de topacio y los fija en su amo. “Te decía –continúa Lautaro– que cuando enfoco al zopilote siento un miedo grande; igual que si me abrazaran los muertos”. Lautaro se guarda el pañuelo. “Por fortuna, Talavera –dice–, a ese hondón no vuelvo; he leído lo que tenía que leer. Habrá un verano benigno”. El gato se pone a cuatro patas y salta, apoyándose apenas en el borde, fuera de la tina.

                El pozo de Lautaro Labrisa tiene la boca a ras de tierra. Lautaro lo tapa con una lámina de asbesto, mantenida en su sitio por el pedrusco que obtuvo del chofer de un camión materialista. El hombre andaba perdido en los arenales, paseando nomás su montecito de piedras. Desde temprano Lautaro oyó el motor, pero no le hizo caso. Seguiría allí, sonando en el aire de la mañana, hasta que el camión entrara al último círculo de la espiral y topara con la casa del oasis. Como a las seis de la tarde, efectivamente, el camión se detuvo frente al pozo. Enfundado en un overol, de polvo dorado por el sol, el chofer dijo que se había quedado dormido al volante la noche anterior, sobre la carretera. Lautaro le extendió una vasija con agua. El chofer se bebió el agua de un trago. Lautaro, en silencio, se la volvió a llenar y un segundo antes de que terminara, le advirtió: “Esa es toda la que hay del filtro”. “Qué tan retirado estoy de la carretera”, le preguntó el chofer regresándole la vasija. “No sabría decirle –le contestó Lautaro–. Yo trabajé allá, paleando grava hace muchos años. No sabría decirle ni siquiera hacia dónde está.” El hombre lo miró incrédulo. Suspiró. “Bueno, ¿cuánto le debo por el agua?” Lautaro le señaló la caja del camión: “Una de esas piedras”, dijo.

                Lautaro Labrisa ha colocado, profundamente hincados junto al pozo, tres gruesos palos unidos por las puntas para aguantar una polea de madera. Una de sus tareas principales, cada mañana, consiste en revisar que la pole ano tenga rajaduras, que su eje metálico, vasto como canilla de pulsar, esté libre de arena. Hace girar la polea despacito. Le acaricia la canaladura lustrosa como si tuviera entre las manos el sexo de una mujer y piensa en el tiempo que lleva de prestarle servicio. Y también, ya para ir al tejaván, el alambre que amarra la polea a los palos. En el tejaván, enroscada tiene la soga con la que maniobra en el pozo. La probará cuando se halle corriendo por la canaladura de la polea, tensa, con el balde de agua en el extremo. 

                Lautaro mira de nuevo el cielo. El zopilote vuela ahora muy cerca de la línea del horizonte. Lautaro lanza un escupitajo a la sombra. “Ya se cansó el cabrón”, piensa. Luego ve la hora en el reloj. Dando la una de la tarde deberá encontrarse, sin falta, comando su baño diario.

                Lautaro Labrisa suele dormirse en el agua. Sueña entonces con mujeres .Las posee mientras canta. Se embriaga de tocarlas y explorarlas, y no es raro que alguna le florezca entre las manos, arrancándole exclamaciones de alegría. Sueña que le brota esperma colorida. Un espasmo gigantesco, resonante, le aviente los huesos, la piel, la saliva, contra el cielo del mundo. La explosión lo despierta. Su sexo emerge de la superficie del agua, todavía pulsátil. Lautaro oye el tic-tac del reloj que ha dejado sobre una silla. Busca al gato con los ojos. Lo llama. Pero como no le responde, vuelve su mirada al sexo y lo empuña por la raíz. Brevemente lo tiene así, luego lo suelta, y se incorpora. –“‘Talavera’, ven, vamos a comer; son pasadas las cuatro”. La comida de Lautaro es carne seca, maíz tostado, nueces y agua. A veces la acompaña con una tablilla de chocolate amargo. Lautaro no cena ni almuerza. Cree que los sueños de la tarde lo alimentan como si fuera un festín. Para probarse la verdad de esto, el día que no vienen mujeres al agua de la bañera, come doble ración, y aún por la noche, vuelve al saco del grano. Habitualmente Lautaro y el gato comen juntos; Lautaro sentado a la turca: encima de la cama.

                A las cinco de la tarde, Lautaro Labrisa y su gato van ya de camino. Lautaro va haciendo el inventario de los objetos que quedaron en el tejaván y en la casa. Se mira emparejando la puerta, en la que puso un testigo, por si alguien entrara a robarlo. Otro tanto hizo con el pozo. Pero mientras sube y baja por las dunas y mira, su alma disuelva en profunda paz, la inmensidad que lo rodea, se mofa de sus propias medidas de seguridad, de la contabilidad de sus tristes prendas. Cinco años tiene dejando la casa sola una vez por semana y nunca se le ha perdido nada. Quizá de lo único que debía cuidarse es de los hombres que lo aprovisionan; pero ellos vienen sólo los sábados. Los invita a pasar para que descanses tumbándose en la cama, en las sillas. Ellos se quitan los zapatos en la entrada para sacarles la arena y no se los vuelven a poner sino hasta el adiós. Son tres hombres de mediana edad. Y huelen a hierba del desierto, mil veces macerada por el sol. Transportan sus mercancías en mochilas de lona que lucen un techito protector. Él nunca ha podido averiguar de dónde proceden. Ellos le dicen, escuetos: “Venimos del otro lado de las dunas, Labrisa”. Le mienten. Pues del otro lado de las dunas o hay casas, hay un valle arenoso.

                El gato lo precede varios metros, dando saltos como caballito. El viendo de las soledades, cuando el animal llega a la cresta de la duna, le hace vibrar, como una jara, el rabo.

                La faja de dunas –atrás de la casa– es angosta y se la atraviesa, a buen paso, en cuarenta minutos. La tumba de la mujer está después. En el valle donde los falaces sitúan quién sabe qué pueblo. La tumba de Ausencia Talavera, su mujer, es una especie de altarcito de huesos y cornamentas. Blanquea el aire y enreda al viento vespertino en su dura maraña. Los primeros tiempos venía él solo. Pero luego, el año pasado, con la provisión y las noticias que le inventan, los comerciantes le regalaron el gatito. “Labrisa –le dijeron, dándose masajes en los pies–, nosotros traemos al micho para el bien de usted”.

                Lautaro Labrisa se sienta en cuclillas frente a la tumba de su mujer. No la mira: de memoria sabe que es un árbol que él plantó para la defensa del cuerpo herido. Los huesos del árbol se habrán fundido ya a los de ella. Lautaro no se moverá en mucho rato. Se vacía para que los recuerdos, que empuja el viento, lo colmen, lo rebosen. Un sábado, los comerciantes le preguntaron por qué había pintado uvas en las paredes de la tina, y él contestó: –Esa fue la fruta de Ausencia.

Jesús Gardea Rocha



"No leo periódicos ni revistas, tampoco veo televisión, ni me carteo con otros escritores. Ni asisto, salvo en Ciudad Juárez, a encuentros de escritores. Por lo tanto, mi conciencia de ser escritor nacional es muy fragmentaria y pobre. Quizá sea mejor así. Aquí vivo y escribo, y eso es todo."

Jesús Gardea Rocha



–No sé si llegue yo completo a la casa de mi amigo, pues sudo como si
fuera un país de muchos ríos.
–¿Quieres agua?
–Ahorita no. Me sabe sabrosa la oscuridad.
–Leónidas Góngora, bolsita de veneno, nos escupía.

Jesús Gardea Rocha



"Por la ventanilla del autobús no se ve otra cosa que soledades castigadas hasta la muerte por el sol. El camión rueda aturdido por una carretera que es un sol, incesante espejismo, sueño feroz. El cielo en sus bordes es blanco, vaporoso. No sopla nada de aire. Y lo único que Marta respira es soledad y más soledad. Y la soledad le perfora los huesos. Y desfallece. Pero entonces sin que ella ni las otras dos personas que viajan en el autobús lo hayan pedido, el chofer anuncia Placeres. Marta se endereza en el asiento. Encima del espejismo la niebla solar es densa. El sudor le empapa la espalda y los pechos sueltos debajo de la blusa. Pesados como grandes palomas soñolientas. El camión empieza a disminuir la velocidad. Y de pronto, a la derecha, Marta ve surgir entre la niebla una barda y un perro con la lengua al aire. No necesita ver más."

Jesús Gardea Rocha
El tornavoz


“Si escribir, para mí, es como pelear a sablazos, entonces digamos que a una novela la liquidó (esto no es cierto, la novela siempre queda viva, siempre de algún modo, resulta vencedora) de cien sablazos, mientras que al cuento de diez.”

Jesús Gardea Rocha









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