Jonathan Franzen

"Admiro tu capacidad para admirar."

Jonathan Franzen


"Amo los pájaros. ¿Ha mirado usted atentamente un pájaro? Hágalo alguna vez. Son hermosos. Tienen sangre caliente, vuelan, cantan, están en todas partes. En el desierto de Atacama, en Chile, donde no existe ningún tipo de vida, apenas bacterias, hay gaviotas sobrevolando. Constituyen una dimensión especial del mundo a la que prestamos poca atención. Yo empecé a observarlos hace unos 15 años. No tengo hijos y quizá mi cariño hacia los pájaros aporte algo necesario a mi vida. Es una teoría como otra cualquiera, porque los pájaros no me quieren, prefieren más bien que no me acerque a ellos. Y me parece bien."

Jonathan Franzen
Libertad


"Cuando el cielo empezó a clarear por el este sobre la zona meridional del estado de Illinois, los pájaros fueron los primeros en saberlo. A lo largo del río y en todas las plazas y parques del centro, los árboles empezaron a gorjear y agitarse. Era el primer lunes de octubre. Los pájaros del centro de la ciudad estaban despertando.
Al norte del distrito financiero, donde vivía la gente más pobre, una brisa mañanera sacaba olores a alcohol derramado y sudor antinatural de unos callejones donde nada se movía: un portazo pudo oírse desde varias manzanas de distancia. En los apartaderos de la zona industrial, entre el zumbido de acumuladores defectuosos y los repentinos y fantasmales estremecimientos de las cercas Cyclone, hombres con cortes de pelo cuadrados dormitaban en torres también cuadradas mientras allá abajo el material rodante tomaba posiciones. Hoteles de tres estrellas y clínicas privadas con una visibilidad abyecta ocupaban la zona alta. Más al oeste, el terreno era ondulado y árboles sanos servían de nexo entre las poblaciones, pero eso ya no era St. Louis, sino un suburbio. En el lado sur había hileras e hileras de casas de ladrillo cúbicas donde viudos y viudas dormían en sus camas y donde las persianas, bajadas en una época anterior, no se levantaban en todo el día.
Pero ninguna parte de la ciudad estaba más muerta que el centro. En el corazón de St. Louis, a resguardo del gemebundo tráfico nocturno de cuatro autopistas, había abundancia de espacios ajardinados. Aquí reñían gorriones y picoteaban palomas. Aquí el Ayuntamiento, una réplica del Hotel de Ville parisino pero con tejado de caballete, se elevaba de un solar insípido en todo su esplendor bidimensional. En Market Street, la principal arteria de la ciudad, el aire era saludable. A ambos lados de la calle se oía cantar a los pájaros, en solitario y a coro: era como un prado. Era como el jardín de una casa.
El responsable de tanta paz llevaba en vela toda la noche en Clark Avenue, al sur del Ayuntamiento. La jefa de policía Jammu, en la quinta planta de la jefatura, estaba abriendo el periódico de la mañana y extendiéndolo bajo la lámpara de su escritorio. Todavía estaba oscuro en la oficina, y del cuello para abajo, con sus hombros estrechos y encorvados, sus rodillas huesudas envueltas en calcetines altos y sus pies inquietos, la jefa era la viva imagen de una colegiala que estuviera empollando.
Pero su cabeza era de persona mayor. Al inclinarse ella sobre el diario, la luz eléctrica dejó a la vista unos mechones blancos entre el sedoso cabello negro sobre su oreja izquierda. Al igual que Indira Gandhi, que aquella mañana de octubre todavía vivía y era la primera ministra india, Jammu mostraba señales de encanecimiento asimétrico. Llevaba el pelo lo bastante largo para prendérselo detrás de la cabeza. Tenía una frente ancha, una nariz ganchuda y angosta, unos labios gruesos que parecían privados de sangre, azulados. La piel tersa en torno a su boca aparecía decorada de arrugas.
Encontró lo que buscaba entre las páginas del Post-Dispatch: una foto de ella tomada en un día luminoso. Estaba sonriendo, su mirada era simpática. El pie —Jammu: mirando por el personal— le provocó una sonrisa igual a la de la foto. El artículo adjunto, escrito por Joseph Feig, llevaba por título «Nacer de nuevo». Empezó a leer.
Pocas personas lo recuerdan ya, pero el apellido Jammu apareció por primera vez en los periódicos norteamericanos hace ya casi una década. Corría el año 1975. El subcontinente indio estaba revuelto a raíz de la suspensión de los derechos civiles por parte de la primera ministra, Indira Gandhi, y su campaña contra sus enemigos políticos.
Entre crónicas contradictorias y profusamente censuradas, la prensa occidental se hizo eco de una extraña historia procedente de Bombay. Se hablaba de una operación conocida como Proyecto Poori, obra de una funcionaria de policía de nombre Jammu. Al parecer, el Departamento de Policía de Bombay se dedicaba a la venta de alimentos al por mayor.
En aquel momento parecía una locura; no menos lo parece todavía hoy. Pero ahora que el destino nos ha traído a Jammu a St. Louis convertida en jefa de policía, los ciudadanos se preguntan si, después de todo, el Proyecto Poori era realmente tan desatinado."

Jonathan Franzen
Ciudad Veintisiete


“El mensaje, en cada caso, es que, si quieres a alguien, tienes que comprar.”

Jonathan Franzen



“El sexo es uno de los retos más difíciles para un escritor.”

Jonathan Franzen



"El sol se había vuelto implacable. Pip se dejó caer de costado, como si la hubiera empujado la fuerza del calor, con la cabeza ida. Se sentía como si, durante un momento, le hubieran abierto la cabeza y le hubieran revuelto vigorosamente los sesos con una cuchara de palo. Aún estaba muy lejos de someterse a Andreas, muy lejos de permitir que se adueñara de ella, pero durante un momento él había estado tan dentro de su cabeza que Pip había llegado a entender cómo era eso posible: cómo podía ser que Willow cambiara de sentimientos como cambian de color los pulpos, sólo porque él se lo dijera; y cómo podía Colleen vivir atrapada en una situación que odiaba, debido al deseo de algo que sabía que nunca iba a obtener de alguien a quien consideraba un gilipollas. Durante un momento, en el interior de Pip se había abierto una grieta abominable. A un lado quedaban su sentido común y su escepticismo. Al otro, una vulnerabilidad que sentía en todo el cuerpo y que no tenía nada que ver con ninguna que hubiera experimentado hasta entonces. Ni siquiera en los momentos más culminantes de sus preocupaciones con Stephen había deseado ser un «objeto» para él; no había fantaseado con la posibilidad de «someterse», de «obedecer». Pero ésas eran las características de la vulnerabilidad que Andreas, su fama y su confianza en sí mismo habían despertado en ella. Ahora entendía mejor por qué Annagret había sido tan despectiva con la debilidad de Stephen.
Se obligó a enderezar la espalda y abrir los ojos. Todos los colores que la rodeaban sumaban a su propia tonalidad la del blanco radiante. En el bosque, al otro lado del río, gemía la motosierra. ¿Cómo podía haber creído que tenía la menor idea de dónde estaba? No tenía ni idea. Aquello era un grupo de culto, aún más diabólico precisamente por simular que no lo era.
Se levantó y regresó al granero, se hizo con la primera tableta que encontró disponible y se la llevó a la umbría, en la orilla del río. Desde que había llegado allí, cada dos días mandaba un correo entusiasta para su madre, a la dirección de Linda, una vecina. Linda había contestado un par de veces para informarle de que su madre estaba «algo floja» pero «iba tirando». Pip había construido la ficción de que era imposible llamar por teléfono desde Los Volcanes —¿de qué le servía estar allí si tenía que llamar a su madre cada día?— y en aquel momento le entraron las dudas antes de activar la aplicación que se usaba en el SP como equivalente de Skype. Ceder del todo y llamar a su madre casi implicaba reconocer que no era capaz de sobrevivir allí; que ya se estaba marchando. Sin embargo, parecía que la situación había adquirido el rango de urgente. No le gustaba que le revolvieran los sesos con una cuchara de palo."

Jonathan Franzen
Pureza


"Escribir una novela es como estar bajo los efectos de una droga muy buena."

Jonathan Franzen



"Escuchó los botes de la pelota, los exagerados gemidos de su madre y sus exasperantes gritos de ánimo («Uuu, muy bien, Gary»). Peor que una paliza, peor incluso que el mismísimo hígado, era el sonido de alguien que no fuera él jugando al ping-pong. Sólo el silencio era aceptable, por infinito en potencia. El tanteo del pimpón iba subiendo hasta llegar a veintiuno, y ahí terminaba la partida, y luego eran dos partidas, y luego tres, y para las personas implicadas en el juego aquello estaba muy bien, porque se habían divertido, pero no estaba nada bien para el chico sentado a la mesa, un piso más arriba. Había participado en los sonidos del juego, invirtiendo en ellos con toda esperanza, hasta el punto de desear que no cesaran nunca. Pero cesaron, y él seguía sentado a la mesa, sólo que media hora más tarde. El tiempo de después de cenar, devorándose a sí mismo en un ejercicio de futilidad. Ya a la edad de siete años intuía Chipper que aquel sentimiento de futilidad iba a ser una constante en su vida. Una espera aburrida y, luego, una promesa sin cumplir, y darse cuenta, con terror, de lo tarde que era.
Esta futilidad tenía, por así decirlo, su sabor.
Si se rascaba la cabeza o se frotaba la nariz, los dedos transmitían algo. Un olor a yo.
O, también, el olor de las lágrimas incipientes.
Hay que imaginar los nervios olfativos efectuando un muestreo de sí mismos, con los receptores registrando su propia configuración.
El sabor del daño hecho a uno mismo, durante un fin de tarde basureado por el desprecio, acarrea también extrañas satisfacciones. Los demás dejan de ser lo suficientemente reales como para llevar la culpa de cómo se siente uno. Sólo uno mismo, con la propia negativa, queda en pie. Y, como ocurre con la autoconmiseración, o con la sangre que nos llena la boca cuando acaban de arrancarnos una muela —los jugos férricos, salados que nos tragamos, no sin antes detenernos a saborearlos—, el rechazo tiene un sabor cuyo punto de agrado no resulta difícil de adquirir."

Jonathan Franzen
Las correcciones


"Fumar marihuana no te acerca a Dios."

Jonathan Franzen


"Id juntos, ilustres y felices ganadores, mientras lo sois. Cambiad vuestros regocijos con compañía. Yo, vieja tórtola, iré a suspenderme de alguna rama seca y allí lamentaré hasta el fin de mis días la pérdida de mi compañero, que nunca será hallado. El cuento de invierno.
En la mente de Patty cobró forma con curiosa nitidez una especie de lista de nombres en PowerPoint ordenada de mayor a menor conforme a la bondad de cada uno de ellos, encabezada naturalmente por Walter, seguido de cerca por Jessica y, ya a cierta distancia, por Joey y Richard, y luego, muy abajo, en el sótano, en último y solitario lugar, aparecía su propio y vil nombre.
Se llevó el café a su habitación y se sentó a escuchar los sonidos de Richard mientras organizaba el material, el tintineo de los clavos al guardarlos, el ruido de las cajas de herramientas. A última hora de la mañana se atrevió a salir para preguntarle si al menos se quedaría a comer algo antes de marcharse. Él contestó con un gesto de asentimiento, aunque no de manera cordial. Ella, asustada como estaba, ni siquiera tenía ganas de llorar, así que fue a hervir unos huevos para una ensalada. Su plan o su esperanza o su fantasía, en la medida en que se permitió ser consciente de que lo tenía, era que Richard olvidase su propósito de marcharse aquel día, y poder volver ella a su estado de sonambulismo esa noche, y que al día siguiente todo fuera de nuevo agradable y tácito, y luego más sonambulismo, y luego otro día agradable, y que luego Richard cargara su pickup y regresara a Nueva York, y mucho más adelante en la vida ella recordaría los sueños asombrosos e intensos que había tenido durante unas noches en el lago Sin Nombre, y se preguntaría sin riesgo si había ocurrido algo. Este viejo plan (o esperanza, o fantasía) se había ido al garete. Su nuevo plan le exigía un denodado esfuerzo para olvidar la noche anterior y fingir que no había ocurrido.
Lo que desde luego no incluía su plan —y puede afirmarse sin riesgo alguno— es que el almuerzo quedaría a medio comer en la mesa y de pronto ella se encontraría con los vaqueros en el suelo y la entrepierna del bañador dolorosamente apartada a un lado mientras él la llevaba a embestidas hasta el éxtasis contra la pared inocentemente empapelada de la antigua sala de estar de Dorothy, a plena luz del día y estando ella tan despierta como podía estarlo un ser humano. No quedó ninguna marca en la pared, y sin embargo el punto permaneció allí, claro e inconfundible, para siempre. Era una pequeña coordenada del universo permanentemente colmada de sentido y alterada por su propia historia."

Jonathan Franzen
Libertad



"Internet valora el comportamiento infantil, lo premia, y castiga el adulto."

Jonathan Franzen


“La definición de salud mental es estar capacitado para tomar parte en la economía de consumo. Cuando inviertes en terapia, inviertes en el hecho de comprar.”

Jonathan Franzen


“La intimidad, para mí, no consiste en mantener mi vida oculta a los demás, sino en ahorrarme la intrusión de las vidas privadas de los otros.”

Jonathan Franzen


"La literatura no goza de tan buena salud como para permitirse novelas difíciles o lejanas a la gente. No tengo problema con las obras "difíciles", pero sí con que solo ellas sean consideradas válidas."

Jonathan Franzen


"La literatura versa, precisamente, sobre todo lo que escondemos detrás de esa versión pública de nosotros mismos."

Jonathan Franzen


"La peor situación en la que un escritor puede colocarse al escribir es la de saber con antelación cuál será el desenlace."

Jonathan Franzen



"La política me parece muy tonta, muy simple: exige que uno piense que tiene la razón y que el contrario está equivocado."

Jonathan Franzen



"La situación nunca es estática, claro está. Leer y escribir narrativa es una forma de compromiso social activo, de conversación y competición. Es una manera de ser y devenir. De algún modo, en el momento adecuado, cuando me siento especialmente perdido y melancólico, siempre hay un nuevo amigo con quien entablar relación, un viejo amigo del que distanciarme, un antiguo enemigo a quien perdonar, un nuevo enemigo a quien identificar. De hecho —y ya me extenderé sobre esto más adelante—, me resulta imposible escribir una nueva novela sin antes encontrar nuevos amigos y enemigos. Para empezar a escribir Las correcciones, entablé amistad con Kenzaburo Oe, Paula Fox, Halldór Laxness y Jane Smiley. Con Libertad, encontré nuevos aliados en Stendhal, Tolstói y Alice Munro. Durante una época, Philip Roth fue mi nuevo enemigo a ultranza, pero de un tiempo a esta parte, inesperadamente, ha vuelto a ser amigo. Aunque todavía hago campaña contra Pastoral americana, cuando por fin leí El teatro de Sabbath, su temeridad y ferocidad me inspiraron.
Hacía mucho que no sentía tanta gratitud hacia un escritor como al leer la escena de El teatro de Sabbath en que el mejor amigo de Mickey Sabbath lo sorprende en la bañera con la foto y unas bragas de la hija adolescente de aquél, o la escena en que Sabbath encuentra un vaso de plástico en el bolsillo de su guerrera y decide humillarse pidiendo limosna en el metro. Puede que Roth no me quiera como amigo, pero a mí me complació, en esos instantes, poder considerarlo tal. Me complace presentar la brutal comicidad de El teatro de Sabbath como una corrección y un reproche al sentimentalismo de ciertos escritores jóvenes estadounidenses y críticos no tan jóvenes que parecen creer, desafiando a Kafka, que la literatura consiste en ser agradable.
La segunda pregunta perpetua es: ¿Qué horario de trabajo tiene y con qué escribe?
A quienes la formulan, esta pregunta debe parecerles la menos arriesgada y la más cortés. Sospecho que la gente se la plantea a un escritor cuando no se le ocurre ninguna otra. Sin embargo, para mí es la más perturbadoramente personal e invasiva. Me obliga a imaginarme sentado ante mi ordenador cada mañana a las ocho: ver de forma objetiva a la persona que, sentada a su ordenador por la mañana, sólo quiere ser una subjetividad pura e invisible. Cuando trabajo, no deseo que haya nadie más en la habitación, ni siquiera yo.
La tercera pregunta es: He leído una entrevista a un autor que dice que, mientras escribe una novela, llegado un punto los personajes «asumen el control» y le indican qué hacer. ¿A usted también le ocurre?
Ésta siempre me sube la tensión. Nadie la contestó mejor que Nabokov en su entrevista en Paris Review, donde señaló a E.M. Forster como origen del mito sobre la «toma de control» por parte de los personajes. Afirmó que, a diferencia de Forster, que dejaba que sus personajes se fueran por su cuenta en su Pasaje a la India, él hacía trabajar a los suyos como «galeotes». Obviamente, la pregunta también le subía la tensión a Nabokov.
Cuando un escritor hace una afirmación como la de Forster, lo mejor es pensar que se ha equivocado. Más a menudo, por desgracia, percibo un tufillo de auto engrandecimiento, como si el autor intentara distanciar su obra de la elaboración mecanicista de la trama, propia de las novelas de género. Querría hacernos creer que, a diferencia de lo que ocurre con esos escritorzuelos que pueden decirnos por adelantado cómo acabarán sus libros, su propia imaginación es tan poderosa y sus personajes tan reales y vividos que no posee control sobre ellos. También aquí es mejor pensar que no es verdad, porque la idea misma presupone una pérdida de voluntad autoral, una abdicación de la intención. La principal responsabilidad del novelista es crear sentido, y si de algún modo pudiera delegar esa función en sus personajes, por fuerza él mismo estaría eludiéndola."

Jonathan Franzen
Más afuera



“La vida en general es, o debería ser, sólo un acto universal de soledad.”

Jonathan Franzen



"Mi mayor desafío es crear novelas que inviten tanto al lector educado como a aquel que no lo es."

Jonathan Franzen


"Mi naturaleza consiste en escribir."

Jonathan Franzen


“Mientras que para amar a una persona concreta, e identificarse con sus esfuerzos y alegrías como si fueran propios, uno tiene que renunciar a una parte de sí.”

Jonathan Franzen



"Podemos enloquecer a nivel mundial, pero sufrimos localmente."

Jonathan Franzen


“Que una persona no dé buen uso a su vida no significa que su vida deje de transcurrir. De hecho, su vida transcurre aún más deprisa.”

Jonathan Franzen



"Sin embargo, hay que estar solo. Muchas veces apago la televisión porque, paradójicamente, en lugar de incorporarme, me hace sentir solo. En cambio, si leo un buen libro me siento acompañado, cerca de otra gente que siente yque ve el mundo de manera parecida a mí."

Jonathan Franzen
Cómo estar solo



"Una excepción era mi familia. Que yo sepa, mi padre no leyó una tira cómica en su vida, y el interés de mi madre por ellas se limitaba a una viñeta titulada «The Girls», matronas típicas de mediana edad, cuyos problemas de peso, tacañería, torpeza conduciendo coches y debilidad por las gangas de los grandes almacenes eran facetas que mi madre encontraba inagotablemente divertidas.
Yo no compraba cómics y ni siquiera leía la revista Mad, pero rendía culto a los altares de los dibujos animados de la Warner Bros, y a la sección de humor del Post-Dispatch de St. Louis. Primero leía la página en blanco y negro de la sección, luego pasaba a las columnas dramáticas, como «Steve Roper» y «Juliet Jones», y echaba un vistazo a «Li'l Abner» sólo para cerciorarme de que seguía siendo una porquería repulsiva. En la última página, a todo color, leía las tiras por estricto orden inverso de preferencia, procurando que me divirtieran los refrigerios que tomaba Dagwood Bumstead a medianoche y esforzándome en hacer caso omiso del hecho de que Tiger y Punkinhead fueran el tipo de chavales zarrapastrosos e irreflexivos que me disgustaban en la vida real, antes de regalarme con mi historieta favorita, «B.C.». Obra de Johnny Hart, era un humor troglodita. Hart escribió cientos de chistes sobre la amistad de un pájaro que no volaba y una tortuga sufrida que no cejaba de intentar proezas de flexibilidad y agilidad impropias de quelonios. Las deudas siempre se pagaban con almejas; la cena era siempre una pata asada de algo. Cuando terminaba de leer «B.C.», para mí ya se había acabado el periódico.
La sección de humor del otro periódico que había en St. Louis, el Globe-Democrat, que mis padres no compraban, me parecía inhóspita y ajena. «Broom Hilda» y «Animal Crackers» y «The Family Circus» me dejaban igual de frío que los calzoncillos de aquel niño, visibles en parte, con el nombre CUTTAIR escrito a mano en la pretina, en el que fijé la mirada durante todo el recorrido que mi familia hizo por el parlamento canadiense. Aunque «The Family Circus» no tenía la más mínima chispa, sus viñetas a todas luces se basaban en la vida real de una familia y se dirigían a un público que reconocía esa vida, lo cual me indujo a aceptar la existencia de una subespecie completa de humanidad que consideraba divertidísima esta historieta.
Sabía muy bien, por supuesto, por qué la sección cómica del Globe-Democrat era tan floja: el periódico que publicaba «Peanuts» no necesitaba otras tiras buenas. En efecto, yo hubiera cambiado el Post-Dispatch entero por una dosis diaria de Schulz. Sólo «Peanuts», la historieta que no comprábamos, trataba de asuntos realmente importantes. Ni por un minuto creí que los niños que aparecían en «Peanuts» fuesen niños de verdad —eran muchísimo más enérgicos y más reales como personajes de cómic que cualquiera de mi barrio—, pero aun así yo entendía que aquellas historias eran mensajes llegados de un universo infantil que era en cierto modo más enjundioso y convincente que el mío. En vez de jugar a la pelota y a las cuatro esquinas, como mis amigos y yo hacíamos, los chicos de «Peanuts» tenían auténticos equipos de béisbol, pertrechos reales para jugar al fútbol, peleas de verdad a puñetazos. Sus interacciones con Snoopy eran mucho más complejas que las persecuciones y mordiscos que constituían mis relaciones con los perros del vecindario. A aquéllos les acontecían todos los días desastres menores pero increíbles, que a menudo incluían palabras de un nuevo vocabulario. A Lucy la «ninguneaban los Bluebirds». Ella golpeaba tan fuerte la pelota de croquet de Charlie Brown que éste tenía que llamar a los otros jugadores desde una cabina de teléfonos. Le entregaba a Charlie Brown un documento firmado en el que ella juraba no escamotearle el balón de fútbol cuando él intentase darle un puntapié, pero «lo singular de este documento», como Lucy comentaba en la última viñeta, era que «no lo había legalizado un notario». Cuando Lucy destrozaba el busto de Beethoven sobre el piano de juguete de Schroeder, me pareció extraño y gracioso que Schroeder tuviese un armario lleno de bustos de repuesto idénticos, pero lo acepté como humanamente posible, porque lo había dibujado Schulz."

Jonathan Franzen
Zona templada


“Y tal vez la locura fuera precisamente eso: una válvula de emergencia para liberar la presión de la ansiedad insoportable.”

Jonathan Franzen













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