Ralph M. Holland

Una noche de junio de 1950, se vio en Times Square, en la ciudad de Nueva York, a un hombre vestido de modo peculiar; esto conduciría al misterio más incomprensible en la historia del Departamento de Policía de Nueva York.

El comisario Hubert V. Rihm trabajaba en la Oficina de Personas Desaparecidas en aquel momento, y participó activamente en la investigación. Ahora está jubilado y, debido a que no tiene los informes del caso, no pudo darnos las fechas y direcciones exactas. Pero sí se acordaba de los detalles principales. Ocurrió un día a mediados de mes, sobre las 23.15, justo en la hora punta, cuando cierran los teatros.

El hombre parecía tener unos treinta años. Su característica más notable, aparte de su ropa, eran sus largas patillas, pasadas de moda desde hacía muchos años. Vestía un sombrero de seda alto, una levita con botones forrados en tela en la espalda y un chaleco de corte alto con solapas. Llevaba unos pantalones a cuadros blancos y negros, bastante ajustados, sin doblez y planchados sin raya, y calzaba unos botines con botones.

Nadie lo vio salir a la calle. Los testigos lo vieron primero en medio del cruce «mirando pasmado el semáforo, como si no hubiera visto una señal eléctrica en su vida». Entonces pareció advertir de pronto la presencia de los coches y empezó a moverse desesperadamente para esquivarlos. Un policía que estaba en la esquina lo vio e intentó alcanzarlo para llevarlo hasta un lugar seguro, pero antes de que pudiera hacer nada, el hombre ya estaba corriendo hacia la acera. Un taxi lo atropelló y murió en el acto.

Los trabajadores del depósito de cadáveres no prestaron atención a las patillas ni a la ropa. Cuando uno lleva veinte o treinta años en el cuerpo de policía, se encuentra con personas muy raras, algunas mucho más que aquel hombre. Al registrarle los bolsillos, fruncieron el ceño. «Una moneda de bronce vale por una cerveza de 5 céntimos.» Ni siquiera los ancianos conocían el nombre del bar. «La factura de una caballeriza en Lexington Avenue: “por la alimentación y alojamiento de un caballo y por el lavado de un vehículo: 3,00 dólares”.» El nombre de la caballeriza no aparecía en la guía telefónica. «Unos setenta dólares en efectivo, todos billetes antiguos, incluyendo dos certificados de oro.» «Tarjetas de visita con el nombre “Rudolph Fentz” y una dirección en la Quinta Avenida, con una carta dirigida al mismo nombre y la misma dirección, con el matasellos de Filadelfia, junio de 1876.» Ninguno de los objetos mostraba señales de envejecimiento.

La dirección de la Quinta Avenida era una tienda. Que los inquilinos actuales supieran, siempre había sido una tienda. Ninguno había oído hablar nunca de Rudolph Fentz. El nombre no aparecía en la guía. Una comprobación de las huellas dactilares, en Nueva York y en Washington, no arrojó ningún resultado. Nadie llamó al depósito de cadáveres, ni pasó para hacer alguna pregunta. El comisario Rihm continuó con su investigación del caso. Buscó «Fentz» en las guías antiguas. Finalmente, en la guía telefónica de 1939 encontró un «Rudolph Fentz Jr.» y una dirección de un apartamento en un lugar céntrico. Allí sí se acordaban de Fentz: un hombre de unos sesenta años, que trabajaba en un banco cercano. Se había jubilado en 1940 y se había mudado de casa. Desde entonces no sabían nada de él.

En el banco, Rihm se enteró de que Fentz había muerto unos cinco años antes, pero que su viuda vivía en Florida. En la respuesta a la carta que Rihm le había enviado, la viuda le explicó que el padre de su marido había desaparecido misteriosamente un día, durante la primavera de 1876. Al parecer, a su mujer no le gustaba que él fumase en casa, decía que dejaba un olor desagradable en las cortinas. Así que, cada día sobre las diez de la noche, el Sr. Fentz salía a pasear y a fumarse un puro antes de acostarse. Una noche salió y no regresó. La familia gastó una cantidad considerable de dinero en su búsqueda, pero nunca volvieron a saber nada de él.

El capitán Rihm encontró un Rudolph Fentz en la lista de «personas desaparecidas» de 1876. La dirección era la misma que la que salía en las tarjetas y en la carta, así que el lugar era, evidentemente, una residencia particular. Rudolph Fentz tenía veintinueve años y llevaba unas gruesas patillas. La descripción de la ropa que vestía la última vez que lo vieron coincidía exactamente con la de la misteriosa víctima del accidente de tráfico. El caso todavía se consideraba «no resuelto».

El comisario Rihm nunca incluyó en el informe oficial los resultados de sus pesquisas particulares. ¡No se atrevía! ¡Lo habrían mandado de inmediato al manicomio para un examen mental! Después de todo, un hombre no puede desaparecer mientras da un paseo en 1876 y luego aparecer de repente, sin sufrir cambio alguno, en 1950, es decir, ¡74 años más tarde! Nadie se creería semejante historia. Ni siquiera se la creía él mismo, «pero dame otra explicación convincente».

Ralph M. Holland
Tomada del libro Viajes inexplicables de Chris Aubeck y Jesús Callejo, página 316



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