Sergio Galindo

"El recuerdo me remite, primero que nada, al frío; un frío que se me pegaba en las piernas y me subía hasta el corazón. Era la primera vez en mi vida que yo salía sola, después de las diez de la noche. El coche me esperaba a unos cuantos pasos. Un gendarme abrió la portezuela y fue muy grato descubrir que dentro estaba el teniente Basurto. «El general me pidió que viniera a acompañarla, perdone que no haya bajado. La herida de la pierna volvió a abrirse ayer, me es muy difícil caminar. ¿Me disculpa?». Respondí afirmativamente. Su presencia había eliminado el miedo, y abierto una deliciosa sensación de… placer.
El coche nos condujo hasta el Palacio Nacional por una ruta desconocida para mí. Hacía muchos años que habíamos dejado los hábitos, y con cierta frecuencia salía yo a pasear con alguna alumna o con un grupo; pero eso siempre lo hacíamos en las mañanas y sin cambiar de los sitios de costumbre: Paseo de la Reforma, Avenida Juárez, Madero, la Villa de Guadalupe, y el Bosque de Chapultepec. El resto de la ciudad era para mí un misterio que no me interesaba. Por miedosa: pensaba que me iban a matar a machetazos… Esa noche, el teniente Basurto me hacía sentirme segura, ¡y muy feliz!… era un hombre… guapo… Cornelio… Cornelio Basurto.
Cuando bajé del coche, otra vez el frío al que no estaba acostumbrado mi cuerpo. La falda corta era una vergüenza para mí, me inhibía, me daba la sensación de caminar desnuda. Sobre todo a esas horas, en esa noche. Llegaban los ruidos de la muchedumbre en el Zócalo. Oí el estallido de los cuetes y el pánico se apoderó de mí. Creo que hubiera yo echado a correr si el teniente no me hubiera tomado del brazo. El chofer le dio un bastón, para que pudiera caminar, y él, con una ternura que no parecía propia de un militar, me dijo, casi al oído: «Creo que es usted quien me va a llevar y a cuidar, en vez de que sea yo quien la guíe y proteja». Yo quería decirle: «Es usted un encanto». Pero, en primer lugar, nunca le dije eso a un hombre, de hacerlo me hubiera sentido como una prostituta. Nada más le sonreí, y hábilmente procuré que la mano que asía mi brazo se pegara a mi cuerpo. ¡Fue un gran deleite! Mi primer pecado carnal. El frío se fue. Un calor denso me invadió, me endulzó. Me hizo otra mujer. Di gracias a Dios por estar sola con él. Es muy profano decirlo, pero ninguna Comunión me había producido un gozo tan absoluto. Ahora sí, con esa mano caliente pegada a mi cuerpo, yo daba gracias a Dios por haber nacido; por permitirme la gracia de amarlo aunque fuese a través de ese contacto… mundano. Dios estaba allí. Me acompañaba. "

Sergio Galindo Márquez
¡Oh hermoso mundo!



"Gabriel se sirvió otra copa, encendió un cigarro y se tiró sobre el sofá a contemplar el fuego. Escuchó la voz de su madre: «Siempre recuerdo a Eusebio que se fue así, como ellos ahorita, y me lo trajeron muerto». Eso recordaba ella, lo que había olvidado era que ese día don Eusebio bebió mucho más de la cuenta. Pensó en su hermano. No era posible que se estuviera emborrachando. Le desagradaba que la tía Joaquina tuviera invariablemente una actitud de recelo y recriminación contra Hugo. Es cierto que tal actitud estaba bastante justificada y que durante años —en ese mismo sofá— él (Gabriel) había esperado el regreso de su hermano hasta que se levantaba a buscarlo, casi siempre con la convicción, en los últimos momentos, de que esta vez sí le había sucedido algo… Y siempre las esperas creaban esa atmósfera de descontento y tirantez que los iba dominando hasta empezar a discutir entre ellos mismos. De golpe se convertía la espera en la oportunidad de insultarse y recriminarse. Desde su niñez había sucedido eso, y hasta después de los veinticinco años descubrió que esas riñas eran saludables y que, sobre todo, servían para que el regreso de Hugo fuera aceptado sin reproches, casi mudamente; lo que siempre aplazaba aquella tremenda escena final anunciada con platillos de ira y odio… Gabriel también había llegado (en una de esas esperas) a detestar a su hermano por conducirlos a ese extremo de irritabilidad que amenazaba con perpetuarse y hacerles la vida definitivamente imposible. Pero cuando Hugo estaba otra vez frente a él desaparecía tranquilamente el odio y se alegraba de que estuviera en casa, protegido. Porque Hugo necesitaba su cariño, su ayuda… Ahora ya no tanto; ahora tenía a Esther a su lado, y era obvio el beneficio, la estabilidad que había alcanzado. De repente le sorprendió la claridad con que escuchaba el crepitar de los leños. Observó a su familia. Todos estaban callados. No le gustó. Prefería —tal vez por hábito— las explosiones, la repetición cotidiana del desacuerdo y la desaprobación."

Sergio Galindo
El Bordo


"Las ganas —de gritar y de verla— no se le quitaron fácilmente; sobre todo las segundas y con las horas el recuerdo de la Rauda se intensificó hasta abrasarle el pecho. Es falta de hembra —se dijo—. Mañana bajaré a Tatatila a ver a Rosario. Pero al día siguiente no se movió de su refugio y casi no comió. Al tercer día, borracho, emprendió la carrera hacia Las Vigas. Iba con los ojos de los embrujados, enormes y ciegos. Viajó a galope tendido mucho tiempo y más por instinto que por voluntad aminoró la marcha. La bestia agradeció el respiro, avanzó al trote. Rubén observó su alrededor, reconoció el sitio con sorpresa y desconcierto; aunque estaba todavía lejos de Las Vigas había avanzado con una rapidez inadvertida. La cautela volvió a ser parte primordial de su naturaleza. Una luz incierta lo rodeaba, pensó que antes de llegar al pueblo debía encontrar un lugar seguro donde atar el caballo. El sudor del animal le empapaba los muslos. De cuando en cuando se detenía a escuchar las voces del campo, oteaba el panorama. De pronto escuchó un quejido lastimero. Su oído se agudizó hasta que supo precisar de dónde procedía el lamento. Se repitió con largas e irregulares intermitencias. Desenfundó la pistola y fue hacia allá. Vio un cuerpo tendido en la tierra. El herido levantó la cara. El miedo y el dolor lo hacían infantil, tenía los párpados tumefactos y renegridos y de esas profundidades surgió un destello de esperanza que traspasó las gasas de la ebriedad de Lazcano. «Sálvame —suplicó—, me persiguen.» Rubén bajó con torpeza del caballo, dando tropezones, pues el alcohol le ponía invisibles zancadillas que le arrancaban mentadas de madre. Oscilante se detuvo a escuchar un murmullo. Nítido llegó a sus oídos el débil canto de un manantial o un arroyo y hacia él encaminó sus pasos titubeantes que lo condujeron a un rincón donde la hierba tenía visos de esmeralda. Se dejó caer: de rodillas. Sus manos se sumieron en el agua helada y haciendo con ellas una jícara se empapó la cabeza y la cara. Estaba tan borracho (no acostumbraba beber tanto) que su cuerpo le parecía ajeno, movido por otro albedrío, y se le ocurrió que si se metía en la poza el frío le haría recuperarlo y podría ayudar al muchacho. Con mil trabajos se quitó las botas; desabrocharse el cinturón con la cartuchera y el arma fue un triunfo que le iluminó el rostro, y luego, tiritando, arrojó las ropas a diestra y siniestra sin ver dónde caían. A gatas, para no perder el equilibrio, llegó a la orilla y más que zambullirse se dejó caer. El agua tenía poco fondo, apenas si alcanzaba a cubrirlo. Hundió la cabeza y sostuvo la respiración largo rato hasta que sintió que le reventaban los pulmones. Se puso en pie de un brinco. Sonrió con placer. Luego se tendió de espaldas, se recargó en los codos, un suave oleaje cubría y descubría su piel. El cielo, que empezaba a pardear, le cayó en la frente: vio más allá del ramaje un bóveda gris, que imaginó fría también, vibrar, temblar en millones de puntos que se desplazaban de un lado a otro mareándolo. Cerró los ojos y las vibraciones, ahora entre rojo y violeta, continuaron hasta que sus dientes comenzaron a castañetear. Los abrió otra vez y el cielo, ya inmóvil, era una distante mortaja que pronto sería negra. La sangre le circulaba con rapidez por todo el cuerpo. Se puso en pie nuevamente y ahora sí sintió el viento helado sobre toda su desnudez. Buscó la ropa y se vistió de prisa. Sus movimientos eran firmes. Del bolsillo de su pantalón sacó el paliacate y lo metió en el agua para limpiar las heridas del muchacho, quien vio con agradecimiento su regreso y se dejó frotar el rostro y la mano, sin miramientos, casi con violencia."

Sergio Galindo
Otilia Rauda 








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