William Gerhardie

"Al principio avanzamos junto al muelle, hasta que tomamos por las extrañas, angostas y pestilentes calles de Yokohama. Ir sentado con sombrero y bastón en un rickshaw tirado por un hombre, y olisquear la atmósfera de un lugar extraño, ah, ¡qué placer tan insólito y exquisito! «Esto es Japón», me dije. Y lo era. Claro, que si me hubiera criado en Japón, si hubiera ido a la escuela y vivido allí los últimos
veinte años, me resultaría más o menos tan interesante como Manchester. El sueño es más real que la materia. Por ello, cuando viajo por un país extranjero, al bajar en una estación olfateo la «atmósfera» y sólo entonces me subo de vuelta al tren. Con eso alcanza. Ahora, en Yokohama, sentí de inmediato que había «capturado» la atmósfera de la ciudad. Y vaya si lo había hecho. Reclinado en el asiento del rickshaw, me dio la sensación de ser demasiado pesado para aquel delicado juguete, mientras veía al hombrecillo, que tenía la mitad de mi tamaño, seguir adelante incansable, con la camisa abierta que dejaba ver la transpiración conforme recorría kilómetro tras kilómetro a un trote uniforme. Pronto me acostumbré al traqueteo. Una o dos veces equivocamos el camino, y cuando pedimos indicaciones en inglés los japoneses nos contestaron invariablemente: «¡Ja!», enseñaron los dientes, inspiraron hondo, hicieron una reverencia y se alejaron.
—¡Hey! —gritaba mi compañero.
—Yo tenía entendido que los japoneses hablaban todos inglés…
—observé.
—Pues si lo hacen son los únicos que son capaces de entenderse
—me respondió con sorna.
No, a mi compañero no le gustaba Japón. Una nación de pacotilla, así la llamaba él. Había estado malo, tenía problemas de digestión y no podía permitirse caer enfermo con el calor que hacía.
Había intentado llamar a Tokio por teléfono y el tipo al otro lado lo había interrumpido con un absurdo «¿Mashi, mashi?». Así que no había entendido nada, y había gritado: «¡Joder!» al auricular.
Pero, de hecho, ya nos dirigíamos a Tokio. El tren atravesaba
a toda velocidad prados verdes y tierras de pastoreo que podrían haber pertenecido a Inglaterra o a cualquier otro sitio del mundo."

William Gerhardie
Los políglotas



"Cómo puede existir gente así? Fíjese, no pueden hacer lo que quieren, no pueden alcanzar lo que quieren. Hablan, hablan, hablan, y luego van y se suicidan o algo parecido. Es una llamada histérica hacia esfuerzos mayores, metas más altas que en ellos resultan imprecisas e ininteligibles, una parálisis perpetua. Es como el Fausto de la ópera de Gounod, que toma de la mano a Marguerite en prisión y grita "¡Huyamos! ¡huyamos!", sin hacer un mínimo esfuerzo por abandonar la escena."

William Gerhardie


"El "yo" de este libro no soy yo."

William Gerhardie
Inutilidad


"Es un consuelo pensar que hay otras personas en el mundo tan inútiles como nosotros."

William Gerhardie



"Las sutilezas de la mente, llevadas a su conclusión lógica, se convierten en groserías."

William Gerhardie


"Más allá de las nubes, los dioses se reían, se reían voluptuosamente."

William Gerhardie


"¡Nada de novelas! La vida, pensé, era más valiosa que todas las novelas juntas.Y la vida era Nina.Y Nina era la vida."

William Gerhardie


"¿Por qué los escritores, los novelistas, no escribirán sobre esto, sobre la vida real [ella se refiere a su insulsa y disparatada vida, de la que hablaremos más adelante], sobre este drama de la vida real, en vez de esas novelas tan razonadas, tan razonables y tan… poco convincentes?"

William Gerhardie



"[…]Reflexioné sobre la terrible pena de muerte que pende sobre todos y cada uno de nosotros, la de dormirnos y no despertar de nuevo. No: despertaríamos, pero muy lejos de aquí. Mi alma tiene cautiva el alma del mundo como si fuera un rehén de mi inmortalidad. Ya la he soltado: y somos uno, y estoy muerto. Morir no puede ser más extraño que venir al mundo. Murió, y lo desilusionó la muerte. «¿Dónde estaba la muerte?» Y no hubo muerte. Y quizá anhelaba explicar, decirnos que no existía la muerte, que, muerta la muerte, no había manera ya de morir. La pasión, por la naturaleza de la satisfacción que busca, no es un deseo de adquirir algo, sino más bien de liberarnos de las fuerzas que nos oprimen. Del mismo modo, puede que la muerte sea una liberación de las fuerzas que nos «dieron forma a lengüetazos», y que nos mantuvieron demasiado tiempo en el molde de nuestra individualidad particular, una satisfacción afín a la física, pero más perdurable, quizá demasiado perdurable, quizá eterna. La muerte, pensé, es la fusión de una visión individual con un mar de generalidades inhóspitas, el fin de todas las perspectivas restrictivas y exclusivas, la desilusión más grandiosa.[…]"

William Gerhardie
Los políglotas




"Tal vez no sea de todos conocido que el señor Frank Septimus Dickin, el novelista, nació en Petrogrado o, como él prefiere decir, San Petersburgo, donde por entonces su padre era Agregado Naval en nuestra embajada. Esta ciudad de austera belleza ha cambiado de nombre dos veces desde que la fundara Pedro el Grande, quien la bautizó en sueco con su nombre. La guerra posterior cambió el idioma al ruso, conservando el nombre, y la Revolución cambió el nombre al de Lenin, conservando el idioma. Sin duda, una ciudad romántica. (En una esquina, una vista del Palacio de Invierno y el embarcadero.) Por aquí pasó Peter. Aquí vivió con miedo y suspicacia el último emperador trágico, mientras Lenin tomaba por asalto la ciudadela con la palabra hablada y la palabra escrita: ¡la capital que pronto llevaría su nombre! El señor Dickin, que adora esta ciudad de piedra con palacios privados, construida por Peter y cantada por el gran poeta Pushkin y rondada por el fantasma de Rasputín, afirma estar vinculado a ella por lazos de sangre, a través de los Romanov. Es una historia romántica que tal vez un día nos revele en su totalidad: el amor que sintió el último y más trágico de los Romanov por la hermosa madre del novelista. Hay cosas en la vida que no resisten el examen indiscreto, cosas que se escabullen a la curiosidad exacerbada de la mente sensacionalista, de manera que el biógrafo ha de retirarse, dar un paso a un costado o detenerse con una reverencia.

Instalado en la cama de una plaza con su mujer, Frank se sentía un adjunto más que un marido, pero pensó que la lectura del artículo rehabilitaría el menguante prestigio del que gozaba ante Cynthia. Aunque no tenía dinero, tenía, al parecer, sangre imperial. Al descubrir la infecundidad financiera de Frank, ella había dicho: «¿Y ahora qué haremos?». Y él había respondido: «Sigue viviendo como hasta ahora, y no me prestes atención». De ahí la cama de una plaza. Cynthia iba a seguir durmiendo en ella como antes, sin reconocer su presencia.
Su vida conyugal se enriqueció con un torrente de recortes que llegaban con cada entrega de correos. El artículo de la señorita Sherwood se reimprimió en algunos periódicos de provincias, y la agencia de prensa de Frank no tuvo dificultad en suministrarle los párrafos de interés biográfico.
«Pretensión imperial» era el titular de un diario norteamericano.
Nos hemos enterado de que, entre los pretendientes al dudoso trono de Rusia, hay un joven novelista inglés, el señor Dickin, que dice ser familiar del zar y tener un vínculo con la capital que se remonta a Pedro el Grande.
Otro recorte, con el titular «Descendiente del zar», decía:
La familia del señor Dickin procede de una rama de Pedro el Grande, y el propio señor Dickin, como acaso no es de todos conocido, es hijo del emperador Nicolás II, fruto de un matrimonio morganático: el último de los Romanov, cuyo reino sufrió la destrucción a manos de el régimen de Rasputín y se consumó con Lenin.
Otro recorte decía:
Mientras dice ser hijo de Rasputín, el lazo del señor Dickin con la corte rusa se remonta, por vía materna, a Pedro el Grande y, de hecho, a más atrás, hasta el primer Romanov, en época del cual un pariente de la señora Dickin era alcalde de Moscú. Así, el señor Dickin está inmerso en la atmósfera rusa. También es autor de Pálidas primaveras (Precio: 7 chelines y 6 peniques).
Con el tiempo, las noticias de prensa se volvieron más enrevesadas e informativas.
La madre del señor Dickin —decía una—, como quizá no es de todos conocido, fue una gobernanta en la corte rusa imperial y amante del zar y luego de Lenin, y su fama se levanta sobre los trágicos pilares gemelos de zarismo y el comunismo."

William Gerhardie
Hecatombe


"Y de pronto me di cuenta de que la única cosa que podía hacer era convertir todo aquello en un libro. Es lo que habitualmente hacemos con la vida."

William Gerhardie







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