Carla Guelfenbein

"Doris siente un súbito y hondo malestar. Hay una botella de cognac sobre una mesa manchada de pintura. Coge un vaso y se sirve un chorro. Nada ha cambiado aquí, en este universo que creía haber abandonado para siempre. Las mismas sinuosidades, los mismos histrionismos sin fondo, los mismos ojos buscando la aprobación de otros ojos. Tú no me conoces todavía bien, mi amor. Tú ignoras la profundidad de mi vínculo contigo. Dame tiempo, dámelo, para hacerte un poco feliz. Las palabras de Gabriela se construyen y deconstruyen en su memoria. Piensa que los hechos y las palabras suelen ir en direcciones opuestas. Las palabras son como insectos con alas que se posan sin peso ni cimientos, mientras que los hechos permanecen pegados a la tierra, ensuciándose de tierra y polvo. Se aposta contra la ventana. Quiere perderse en ese pedazo de cielo donde empieza a asomarse la luna helada. Recuerda esas noches en Moss Lots, cuando la casa rebosaba de luces y los criados corrían de un lado a otro atendiendo a los invitados de sus padres, jóvenes todos, como ellos ahora. Doris salía a la terraza, bajaba las escaleras y caminaba por la carretera que lindaba con la casa, bajo una luna que parecía licuarlo todo con su frialdad. En esas escapadas intentaba capturar aquello que durante el día era demasiado evidente para ser visto, como las piedras cuarteadas del camino, la forma en que el follaje de los árboles se quebraba con el viento, y el aire, que de día estaba ahí, invisible, y que por la noche se volvía espeso de humedad y rozaba sus mejillas como una bestia. Ya entonces sabía que tenía que salir si quería salvarse. ¿Lo hizo? ¿Se salvó? Recuerda un día en que su padre, en la misma sala donde había intentado darse un tiro en la sien, las reunió a todas: a las tres hermanas y a su madre. Su padre se las había arreglado para que ninguno de los criados estuviera en casa. Había sido un día largo y salvaje, ellas correteando por el parque, hambreadas, sin nadie que les diera de comer, su madre encerrada en su cuarto en pijama, y su padre en el muelle arreglando el desperfecto de alguno de sus yates sin levantar cabeza, con un ensimismamiento que ni siquiera le dejaba espacio para espantar a los mosquitos que, ante su pasividad, devoraban sus brazos y su cuello sin conmiseración. Cuando se puso el sol, su padre tocó la campana, aquella que pregonaba asuntos felices. Pero esta vez su sonido era duro, seco. Y luego estaban todos reunidos en la sala. Su madre llevaba puesta la capa de descontento que ni el maquillaje más cuidado lograba ya ocultar. Su padre, borracho —¿en qué minuto se había puesto así?—, lloraba. Con la pistola en la mano, las amenazaba con matarlas si osaban moverse. Ni siquiera cedió cuando su hermana menor, vencida por el miedo y el cansancio, se largó a vomitar."

Carla Guelfenbein
La estación de las mujeres



"Siempre escribí. Siempre para mí la escritura fue un lugar al que acudía constantemente, un refugio. Desde los nueve años más o menos empecé a escribir y a leer mucho también. Eso es algo que se lo debo a mi madre, ella es una profesora de Filosofía de la universidad y de ella aprendí a leer, ella guiaba mis lecturas, yo creo que eso me hizo una gran lectora."

Carla Guelfenbein Dobry



"Todos los días, desde que Sophie partió a París, Diego le envía una carta. Y cada mañana, sesenta y tres hasta ahora, despiertan con la esperanza de recibir de ella una palabra, un dibujo, lo que sea. En el muro de la cocina, el calendario se hunde bajo las cruces desalentadas de Diego que marcan los días sin respuesta.
Rodeados por peumos, palmeras y magnolios, Diego y Morgana, en la inmovilidad de la tarde invernal, leen en una banqueta del parque. Ella, con los pies recogidos, tiene la cabeza sobre el regazo de Diego. Levanta los ojos de su libro de estudio y observa el follaje traspasado por la luz. Una pequeña panza despunta de su vestido. A lo lejos los queltehues, con sus gritos desapacibles, anuncian lluvia.
Morgana piensa en Sophie. Piensa en ella todo el tiempo. Recuerda una ocasión en que con un tono misterioso, Sophie le dijo que temía encontrarse en una misma mirada con un pájaro y un muerto. Como tantas otras veces, tuvo la impresión de que apenas lograba asir el fragmento de una composición mucho más amplia y compleja, que tal vez ni Sophie alcanzaba a abarcar cabalmente.
Piensa también que lo que las unió y las une es que ambas saben que la única forma de sobrevivir es extrayendo de todo su gota de belleza. Si quiere conservar vivo su vínculo debe persistir en su afán por buscar esa pizca de eternidad que está oculta en las cosas y que Sophie intentaba atrapar en sus jaulas. Esta es acaso la única certeza que tiene en este charco de incertidumbres.
Ya no quiere volver a su libro, a todas esas teorías y conceptos que intentan organizar la poesía. Observa las paulonias, cuyas ramas se abren sobre un fondo que parpadea. En el pasto, un chico hace bailar una pelota de fútbol. La desliza de la rodilla al hombro, del hombro a la punta del pie, y la atrapa en el instante preciso en que una música irrumpe desde lejos y las nubes llenan la cavidad del cielo.
—Preciosa, ¿no tienes frío? ¿No quieres que volvamos? —le pregunta Diego mientras despeja su frente.
Morgana niega con la cabeza, pero antes roza con los dedos el centro de su boca.
—Amor —dice él—, hace mucho tiempo que debí contarte esto.
Se hace un silencio. Las briznas de pasto se agitan con el aire de la tarde.
—Sophie pasó parte de su adolescencia en un hospital siquiátrico —continúa—. Intentó suicidarse varias veces. Al cabo de unos años, una doctora dio con los medicamentos que necesitaba. Pero siempre pesó sobre nosotros el temor de que volviera a intentarlo.
—Ese era su secreto.
Diego asiente silenciosamente. Morgana recuerda las muñequeras que aun en la piscina usaba Sophie, siempre de colores, pintadas por ella misma, como pulseras vivas. Un dolor sólido le golpea el pecho. Se estremece, al tiempo que a lo lejos las sirenas le recuerdan que todo se precipita hacia un futuro incierto."

Carla Guelfenbein
Nadar desnudas



"Yo estaba cansada, inmensamente cansada cuando Elinor se cruzó en mi camino y me convidó a pasar una temporada con ella a su residencia de campo en las cercanías de Cambridge. En los cuatro meses anteriores, yo apenas había parado en Londres, viajé por diferentes ciudades de Europa haciendo fotos para diversos medios, algunas interesantes, aunque la mayoría bastante inocuas. En lo que se refería al estado de mis sentimientos, había emprendido también unos cuantos viajes amorosos, sin demasiada trascendencia, pero igualmente agotadores. Al proponerme Elinor que me fuera con ella, me prometió que en su residencia podríamos levantarnos tarde, almorzar en la terraza mirando el gran parque, caminar en el crepúsculo entre los árboles, leer y conversar de arte. Podría, además, si me esmeraba, echar a andar ese proyecto fotográfico del cual le había hablado hacía un tiempo. Su proposición era irresistible. Yo usufructuaría de su espléndida vida y ella de mi energía para mantenerse a flote.
Elinor tiene una compulsión por tomarse cuanta píldora encuentra en su camino, una para dormirse, otra para levantarse y unas cuantas para relajarse, concentrarse y olvidarse. No te imaginas el arsenal de drogas que guarda en su baño. A veces estas combinaciones la fulminan y es capaz de pasarse días sin despegar la cabeza de la almohada ni pronunciar frase coherente.
Muchas veces nuestro contacto hacía que los abismos de su mente se alejaran. Sobre todo las noches que ella se introducía en mi cama. A pesar de nunca haber abierto los ojos cuando ella me tocaba, yo sabía que en su rostro rondaba la muerte en la forma de algún somnífero, combinado con algún otro fármaco y grandes cantidades de alcohol. Presentía las minúsculas arrugas de su rostro, por donde hilachas de sudor bajaban hasta su cuello, ese cuello largo, lleno de senderos rocosos, venas, tráquea, sangre. Era mejor quedarse en tinieblas, imaginar cualquier cosa o no imaginar nada. Como sea, no tenía corazón para empujarla fuera de mi cama, para rechazarla y arrojarla a su peligroso vacío. Me dejaba en cambio llevar por sus manos hábiles, explorándome, su cuerpo todavía ágil meciéndose sobre el mío, besándome en el otro extremo de mí, a un ritmo perfecto, y de pronto, con más viveza moviendo los dedos y friccionando en ese exacto lugar que muy pocos hombres distinguen, agitándome con tal precisión e intensidad que a veces me hacía gemir. Podía oír mi propia voz distorsionada por los espacios desocupados de la gran residencia, que volvían en forma de ecos cuando Elinor me soltaba y una ola recorría palmo a palmo mi cuerpo. Después, en silencio, ella salía del cuarto y al día siguiente yo la despertaba como si nada hubiera ocurrido."

Carla Guelfenbein
El revés del alma


"Yo soy acusada de escribir una literatura sentimental, así como dicen que soy una escritora para mujeres. No pretendo defenderme, porque no soy la persona indicada para hacerlo. Mi convicción es que los sentimientos son parte intrínseca del ser humano, y que los grandes eventos de la historia, pero también los pequeños momentos de la vida, se mueven por una mezcla, no sé si equitativa, entre la mente y el corazón. Por lo tanto, los sentimientos no son un patrimonio exclusivo de las mujeres."

Carla Guelfenbein









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