Eduardo Garrigues

"Aquel sombrío negativo se fundió repentinamente en mi retina con un fogonazo de luz cuando coronamos el primer altozano, dejando atrás la niebla. Una intensa luz anaranjada inundó una llanura pelada donde las formaciones rocosas adquirían tonalidades inverosímiles que hacían pensar en los lienzos de los pintores flamencos cuando reflejan las alucinaciones de algún santo eremita, tan huesudo y demacrado como los desgraciados que había vislumbrado hacía un momento, aunque con la piel más blanca.
Y según nos fuimos alejando de Swakopmund, la luz del desierto se fue haciendo más agresiva, revelando un solemne secarral surcado por barrancas profundas, donde pequeños puentes metálicos vadeaban ramblas pedregosas. Sólo alguna piedra manchada de lodo seco y algún arbusto tronchado al fondo de aquellas vaguadas permitían deducir que aquella cicatriz de arena hubiera podido sangrar con el flujo de una torrentera. Al alejarnos de la costa, la temperatura había subido mucho, y todos los chales y gabanes que habíamos necesitado los viajeros para resguardarnos del relente marino al salir de Swakopmund desaparecieron como por arte de encantamiento.
A la caída de la tarde llegamos a Karibib, un pueblo de casitas encaladas y techos de hierro ondulado que aún conservaban huellas de los incendios provocados por los rebeldes durante las guerras recientes. En aquel villorrio confluían varias pistas comarcales y por primera vez pude contemplar allí el trasiego de las grandes carretas -de aspecto no muy diferente de las que habían surcado las grandes praderas americanas-. Iban tiradas hasta por ocho o diez pares de bueyes, y guiadas por arrieros que usaban un látigo larguísimo, para poder alcanzar desde el pescante a las primeras yuntas, que también obedecían a las voces de sus conductores.
En Karib se bajaron algunos pasajeros y entre ellos la señora Muller, a quien había conocido en el barco. Aunque ella no viajaba en primera clase habíamos tenido ocasión de entablar conversación cuando ambas salíamos al entrepuente a estirar las piernas, y me contó detalles escalofriantes de la guerra con los herero, que sin previo aviso habían sido sus amos y guardianes. La señora Muller volvía por primera vez desde la guerra al Sudoeste a encontrarse con su marido, del que hablaba con devoción; y a duras penas podía esperar el momento de reunirse de nuevo con él y ayudarle a reconstruir la granja que había quedado medio derruida por la contienda. Lo mismo que me había sucedido con August Stauch, me había impresionado en aquella mujer su inquebrantable determinación por rehacer su vida en aquel remoto paraje donde, por culpa de las penurias y privaciones de la guerra, yacían enterrados dos hijos de tierna edad."

Eduardo Garrigues
La dama de Duwisib


"Casi todo lo que cuento es real."

Eduardo Garrigues



"Desde niño me había fascinado aquel pájaro gigantesco y desgarbado, cuya imagen había contemplado por primera vez en el grabado que había en el vestíbulo de mi casa, titulado La Chassé á l´Autruche (La caza del avestruz) e interpretado por un dibujante decimonónico francés que posiblemente jamás había tenido ocasión de ver uno de aquellos animales al natural. La estampa tenía el estilo oriental propio de la época y, sobre un fondo de palmeras y pirámides, representaba una escena de caza en la que un avestruz de aspecto muy enojado intentaba defenderse de una rehala de perros que le tiraba tarascadas a los muslos, mientras que unos cazadores con babuchas y turbantes armados con lanzas y cimitarras intentaban cortarle el pescuezo. El caudaloso río que aparecía al fondo de la imagen podía haber sido el Nilo.
En cualquier caso, la escena del grabado que recordé mientras el avión sobrevolaba el desierto había estimulado mi imaginación infantil. El avestruz estaba en la raíz de mi afición por viajar a lugares exóticos y en último término de mi vocación diplomática: no en vano las plumas del sombrero del embajador eran precisamente plumas de avestruz. Los servicios de protocolo de la República Democrática del Kalahari nos habían convocado a la inauguración de aquella planta de producción de avestruces con el señuelo de que asistiría el vicepresidente primero, Liberio Mombogo, que también ostentaba la cartera de Desarrollo Regional, y era uno de los hombres fuertes del gobierno. Pero mis colegas veteranos me habían advertido que el proyecto de la KUOP estaba financiado por un empresario de origen sudafricano, un tal Morelius von Rittner, que durante la época turbulenta que precedió a la independencia vendía armamento a la administración colonial sudafricana al tiempo que financiaba al movimiento de liberación nacional. Por lo que cuando llegó la independencia, Von Rittner pudo pasar factura a ambos bandos por los servicios prestados. Aun así, los diplomáticos que nos hacinábamos en los asientos del pequeño avión de hélice que sobrevolaba un desierto de dunas rojizas nos preguntábamos cómo se les había ocurrido construir lo que ya nos habían descrito como una planta costosa y sofisticada en la zona más inhóspita del país."

Eduardo Garrigues
El mal de África











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