Eduardo Gudiño Kieffer

"La morada de mi padre o Casa de los Hombres, de forma circular, estaba rodeada por la Casa de la Reina y por la de cada una de sus concubinas. Dominaba a las demás desde el único altozano en la mayor de las islas. Allí vivía Parehu-samok con algunos guerreros y unos poco varones iniciados; allí deseaba vivir yo cuando llegara el momento de mi propia iniciación, prevista para la época -entonces me parecía lejanísima- en que asoman los primeros vellos en la ingle y en los sobacos. Me parecía una fortaleza inexpugnable, quizá porque nunca fue arrasada por las feroces inundaciones que sobrevenían en la estación de las lluvias."

Eduardo Gudiño Kieffer
El príncipe de los lirios


La verdad sobre Helena

Cuando cayó la ciudad y comenzaron los incendios, el saqueo, las violaciones, Menelao creyó que había soñado (¡por fin!) la hora de la venganza. Venganza esperada desde que comprobara la vergonzosa y humillante fuga de su mujer con el deiforme extranjero (¡mil veces traidor, pagar tan vilmente albergue y alimento!). Venganza acariciada, ansiada, imaginada noche tras noche durante el asedio interminable (la espada hundiéndosele en el pecho blanquísimo, o cercenando el mórbido cuello, o desfigurando con salvajes heridas el rostro de belleza increíble). Venganza, si, purificadora venganza que justificaría tanta sangre, tanta guerra, tanto héroe desaparecido. Porque Menelao no olvidaba. A pesar de los años transcurridos, a pesar del rigor de la batalla, del hambre y de la sed de los sacrificios y de los sobornos para convencer a los dioses, sufría de lo que hoy llamaríamos monomanía. Y su monomanía era, por supuesto, el afán de ver una vez más a Helena; llenarse los ojos con su egregia hermosura, embriagarse con el color de su piel, aspirar el excitante perfume que emanaba de ella. Mirarla, mirarla, mirarla… pero solo durante un segundo (cronometrado) y con expresión asesina. Después sería la noble labor de la espada. No iba a pronunciar palabra; no iba a escuchar las quejas, las excusas, los arrepentimientos. No iba a poner un dedo sobre ese cuerpo que sin duda le pertenecía (aún y a pesar de todo). La espada, solo la espada filosa y digna, podía enaltecer ese momento, final infeliz pero irremediable de la Guerra de Troya.

            Buscó a Helena por todas partes. En los palacios incendiados, en los templos, en las murallas. Creía que ya no iba a encontrarla, y masticaba la amargura del fracaso que hubiera sido cerciorarse de que ella había muerto también (y quizás hasta por amor a Paris)… cuando oyó su voz. La voz sonaba a sus espaldas, con ese tono entre ausente y cándido y sensual de siempre, con esa misma nota de ingenuidad que incluso podía ser verdadera. La voz lo llamaba por su nombre: -“¡Menelao, Menelao!” Menelao se detuvo y se volvió lentamente llevando la mano al pomo de la espada vengadora. Helena estaba allí, apoyada lánguidamente en una columna, tendiéndole los brazos. Menelao tardó en reconocerla. Porque durante el larguísimo sitio de Troya, e impulsada por el aburrimiento, Helena había comido demasiado. Además… los años no habían pasado en vano. El rostro de Helena era abotagado, fláccido y muy parecido al de una foca. Los cabellos pringosos, la túnica sucia (no de sangre sino de grasa) y el cuerpo de una obesidad desbordante. Al acercarse un poco más, todavía incrédulo, el pobre Menelao comprobó que el aliento de su mujer olía a cebollas. Envainó resignadamente la espada y, casi sin darse cuenta dijo:

-Querida, ¿no crees  que ya es hora de que volvamos a casa?
 

Moraleja: “No es tan lindo vengarse de una vieja gorda y fea, como de una joven hermosa”

Eduardo Gudiño Kieffer
Fabulario



Paracélsica

Quizás porque adivinaba la ambigüedad de la naturaleza, germen de transformaciones perpetuas y perpetua trans­formación en sí misma, Paracelso encontró a su propio yo en una estatua.

La historia comenzó en Basilea, bajo las frígidas estrellas azules, luego de una agotadora jornada queman­do libros clásicos de medicina y gritando en alemán su esotérica teoría del “astrum in corpore”, tan difícil de aceptar para los burgueses y los escolásticos encegueci­dos.

Esa noche Paracelso vagaba sin rumbo, pensando en al­quimia, panaceas y espíritus ígneos o acuáticos, y pre­guntándose si valía la pena convencer a los hombres de su estrecha relación con el orden cósmico total. Caminaba por una estrecha calle, cuando una puerta abierta le llamó la atención. Parecía que lo invitaba a entrar en el oscuro corredor. Y dejándose guiar por las fuerzas tenebrosas, Paracelso se internó en las sombras, tanteando las pare­des para no tropezar en el piso desigual, hasta que divisó, luego de un recodo, la luz mortecina de las siete velas de un candelabro. El candelabro estaba en una habitación cuadrada, alta y sin ventanas. La amarilla luz temblequeante mostraba una estatua, quizás modelada en cera, en la que Paracelso reconoció cada uno de sus rasgos, sus propios ojos alucinados, las venas verdosas que surcaban sus largas manos flacas. No se sorprendió: todo podía su­ceder y, sin duda, todo sucedía. Se dedicó pues a exami­nar con atención la estatua, vestida también como él, con un ropón basto y humilde. Forzando la vista notó que sobre la frente, escritas como por la levísima punta de un alfiler, se destacaban unas palabras: “phantasia, imagina­tio, speculatio, agnata fides”. Siguió observando minu­ciosamente y en el dorso de la mano que la estatua tendía pudo descifrar algo más: “Soy tan grande como Dios; Él es tan pequeño como yo; no puede nada sobre mí; yo bajo Él nada soy”. Paracelso leyó la frase una, dos y tres ve­ces. Después alzó los ojos, porque presentía que la sonri­sa de la estatua le estaba dirigida. Y, al sonreír a su vez, aceptó la transmutación; sintió entonces cómo su cuerpo se iba enfriando, endureciendo e inmovilizando, y vio co­mo el que fuera estatua cobraba vida y se alejaba hasta desaparecer por el largo corredor, llevándose para siempre sus dudas y sus convicciones, dejándolo solo y mudo y por fin eternamente unido a sí mismo.

Los que después fueron sus discípulos, los que lo amaron, los que lo odiaron, los que lo vilipendiaron, los que lo ensalzaron, nunca supieron que el verdadero maes­tro era una estatua inmóvil en una casa secreta de Basilea, y que quien les brindaba tanta filosofía sagaz, tanta inquietud astrológica, tanta magia y tanta sabiduría… era nada más y nada menos que una estatua de cera atormen­tada y tal vez mortal.

“Alterius non sit, qui suus esse potest.”

Eduardo Gudiño Kieffer



Vaca

Dicen que tiene una mirada tonta pero no, no es así, los que dicen eso mienten o no saben ver: es una mirada serena, larga, dulcísima, esa mirada que carece de un color definido y que por eso mismo tiene todos los colores. Mirada bovina, sugieren algunos con un tonito peyorativo que es mejor ignorar o pasar por alto ya que uno sabe que en realidad son incapaces de comprender, y uno vuelve a casa todos los días para encontrar esa mirada que es vehículo y a la vez envoltura protectora, uno vuelve para sentirse consolado, calmado, sereno, alimentado; uno vuelve todos los días todos los días todos los días desde hace más de diez años; uno vuelve todos los días hasta que un día es el último día, cuando la mirada no está, ha desaparecido, se ha ido; cuando uno busca desesperadamente su calorcito acostumbrado y no lo encuentra, cuando uno empieza a sentir frío y al final, sobre la mesa de la luz, ve la carta y abre la carta y lee la carta y la carta dice me voy con Carlos, por lo menos él me trata como a una mujer, no como a una vaca.

Eduardo Gudiño Kieffer








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