Evgenia Ginzburg

"Ahora, cuando estoy llegando al final de mi vida, lo sé con toda certeza: Anton Walter tenía razón. En cada corazón late un mea culpa, y sólo hay que saber cuándo prestará oído el hombre a esas dos palabras que resuenan en lo más hondo de su ser. Durante las noches de insomnio se oyen muy claramente. Esas noches de insomnio en las que, como dice Pushkin, todos «releemos la vida con horror», y nos estremecemos, y maldecimos. En el insomnio, la conciencia no se consuela por no haber participado directamente en los asesinatos y en las traiciones. Porque no sólo mata el que asesta el golpe, sino los que han avivado su odio. De uno u otro modo. Repitiendo irreflexivamente peligrosas fórmulas teóricas. Levantando en silencio la mano derecha. Escribiendo cobardemente una verdad a medias. Mea culpa… Y creo, cada vez más, que dieciocho años de infierno en la tierra no bastan para una culpa como ésta."

Evgenia Ginzburg



"Aquella noche la celda de castigo estaba de tal manera abarrotada que ni siquiera se podía estar de pie. Sin embargo, pasó la noche sin que nos diéramos cuenta. Discutimos hasta el alba. ¿Cómo juzgar el comportamiento de aquellas creyentes? ¿Fanatismo o verdadera firmeza en defensa de la propia libertad de conciencia? ¿Considerarlas locas o admirarlas? Y —lo que más nos oprimía y turbaba— ¿seríamos nosotras capaces de hacer lo mismo?
Discutimos con tal apasionamiento que casi olvidamos el hambre, el cansancio y la humedad apestosa del lugar. Es interesante el hecho de que no enfermara ninguna de aquellas mujeres que permanecieron largas horas descalzas en el hielo. En cuanto a la norma, al día siguiente la cumplieron al ciento veinte por ciento.
Algunas de nosotras buscamos, en vano, la protección del médico local, cuya relación con la medicina quedaba perfectamente expresada con el apelativo de «albéitar», entendido no en sentido metafórico, sino literal. En efecto, antes de su detención había hecho de ayudante veterinario en el dispensario de un sovjoz. Casos de esta clase eran bastante corrientes en la medicina de los campos.
Habitaba una confortable barraquita apoyada a uno de los muros de la isba en la que vivían los soldados de la escolta. La barraquita era llamada «dispensario», pero a los presos no se les permitía entrar. Cuando oía llamar a la puerta, el médico salía a la pequeña terraza de la entrada y ponía un termómetro en manos del enfermo. La temperatura la tomaba sentado en un banco junto al dispensario. A los contrarrevolucionarios el médico los trataba exactamente como el Primo. Tampoco él tenía tiempo que perder, procedía de modo directo. Daba de baja en el trabajo a partir de los treinta y ocho grados de fiebre. A las demás enfermedades las consideraba intrigas y pretextos. El número de bajas de que disponía las distribuía exclusivamente entre las presas comunes, que le pagaban ya con géneros alimenticios obtenidos de los soldados, ya en especie, puesto que a pesar de que andaba cerca de los cincuenta, el médico era todavía un hombre vigoroso.
Sin embargo, la auténtica salvación me llegó de la medicina. Más exactamente, me salvó un cirujano detenido, el leningradés Vasili Jonovic Petuchov, que un día de junio se presentó en el kilómetro siete con Kucerenko, jefe de sanidad en Yelgen.
¡Visita médica! La buena noticia circuló por todas partes. La visita médica podría significar para algunas el traslado a un trabajo cubierto, para otras la colocación en el hospital para convalecientes, y sea como fuere, el retorno al campo de Yelgen —que ahora, en comparación con el kilómetro siete, nos parecía una especie de paraíso perdido—, así como la posibilidad de recibir, durante dos o acaso tres semanas sin trabajar, pan y una «abundante» ración de rancho. Pero también para aquellas que habrían de quedarse en el campo después de la visita médica, el régimen se aligeraría. En efecto, las visitas médicas se producían no incidentalmente, sino sólo cuando el porcentaje de fallecimientos superaba entre los presos el índice establecido, y se decidía que en interés de la producción era necesario alimentar un poco más a las bestias de carga.
De nuevo tuve suerte. Kucerenko, jefe de sanidad, después de haber palpado con aire de entendido mis huesos, salió del ambulatorio y me quedé a solas con el doctor Petuchov. Durante algunos instantes nos miramos en silencio. Al fondo de la barraquita dispensario, con la tarima llena de almohadas desplumadas y las hileras de postales artísticas, vi el rostro inteligente y culto de un verdadero médico. Me pareció un anuncio procedente del mundo de la razón del que habíamos salido para siempre. "

Evgenia Ginzburg
El vértigo



"En el insomnio, la conciencia no se consuela por no haber participado directamente en los asesinatos y las traiciones. Porque no sólo mata el que asesta el golpe, sino los que han avivado su odio. Repitiendo irreflexivamente peligrosas fórmulas teóricas. Levantando en silencio la mano derecha. Escribiendo cobardemente una verdad a medias. Mea culpa... Y creo, cada vez más, que dieciocho años de infierno en la Tierra no bastan para una culpa como ésta."

Evgenia Ginzburg


"Éstas son las memorias de una simple comunista. Una crónica de los tiempos del culto a la personalidad."

Evgenia Ginzburg


"Frecuentemente me despertaba el dolor y el prurito de los dedos de los pies helados. Era un dolor que me hacía ser consciente de que estaba viva."

Evgenia Ginzburg


"No atendía a razones, quería continuar a pesar de todo, aunque el plan previsto ya no estuviera nada claro. Pronto nuestras conversaciones cotidianas ya no eran tan solitarias. Un camarada, llegado de Moscú, cuyo nombre no recuerdo bien, pero al que mentalmente identifico como Maliuta Skuratov, Era la antítesis de las técnicas empleadas por Beilin, pero su homólogo en cuanto a los usos sádicos. Los ojos de Beilin brillaban con una alegría silenciosa y burlona, parecían emitir miles de irradiaciones fulgentes y hablaba en voz baja y cadenciosa. En ocasiones Maliuta gritaba. Incluso perjuraba. Sin embargo sus imprecaciones estaban muy lejos de la procacidad del NKVD. Él sólo abusaba de su condición política. Al grito de Trotkista, fui torturada durante dos meses y en la primavera comencé a padecer ataques de malaria.
Al comparar este período de mi experiencia como preludio de lo que sucedió luego, concretamente desde 1937 hasta la muerte de Stalin, dado que, como expuso Beria, el Comité Central en pleno se mostraba incrédulo con respecto a las discrepancias observadas en mí ante los estímulos externos. De hecho, la tarde del 15 de febrero de 1937 mi sufrimiento moral fue horrible. Las condiciones extrínsecas de mi vida no habían cambiado ni un ápice. Mi familia aún seguía intacta. Mis hijos estaban conmigo. Vivía en uno de esos apartamentos familiares, dormía sobre una cama limpia, comía hasta saciarme y podía dedicarme plenamente al trabajo intelectual. Pero el padecimiento subjetivo fue mucho más profundo y ominoso que el derivado de todos aquellos años en los que permanecí encerrada en el cementerio de Kolyma."

Eugenia Ginzburg
Ruta severa








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