José David Guarín

"El hambre, el ruido del mercado y el alboroto de la tienda me tenían zonzo; y, para colmo de todo, una maldita india se había situado a la puerta con una marrana parida, y los cochinos gritaban sin cesar. Tuve intenciones de comprársela para no aguantar los chillidos.
En alcanzar alpargates para que se los midieran, en bajarlo todo y volverlo a alzar, y contestar preguntas de cuantos iban llegando, se me pasó media hora más. La tienda era un laberinto de indios que entraban y salían, el mercado derramaba por las esquinas su gente a fuerza de concurrido, cuando el primer campanazo a sanctus sonó. Todos los indios y los sombreros cayeron como movidos por resortes ocultos, los primeros de rodillas, los segundos boca arriba, para que no se salieran los pañuelos.
Y nada volvió a oírse. El órgano dejaba escapar una sonata a manera de marcha, y cada campanazo iba produciendo un ruido como si fuera un eco, producido por los golpes de pechos y el murmullo de las oraciones que a media voz rezaban todos; aquel ruido parecía el oleaje lejano de un mar que se azota contra las costa. Y ¡cosa extraña! hasta la marrana y los cochinos que habían chillado en toda la mañana, callaron. Tres campanazos sonaron y otras tantas veces se oyó el ruido de los golpes de pechos y oraciones; pero eso sí, no acabaron de dar el tercero cuando los de la plaza, aprovechando el silencio en que estaban, empezaron a gritar:
-¡Maíz a siete reales!
-¡Yo lo doy a seis!
-¡Turma a cuatro!
-¡Quién compra carne gorda, y si no la boto!
Los últimos gritos ya no se oyeron, porque el ruido del mercado empezó de nuevo, como si les hubieran destapado a todos las bocas a un tiempo.
Al punto empezó en la tienda la misma baraúnda de antes; pero yo no aguanté más por entonces, y me preparé para cerrar e ir a almorzar. Cuando ya iba a torcer la llave, llegó de nuevo el indio del pañuelo y me dijo:
-No cierre sumercé, véndame el pañuelito.
-A ver la plata que trae.
-Buena plata, mi amo, no haga desconfianza.
-Entonces cierro: así como así no tengo necesidad de apurarme. Están volando; ya casi no quedan pañuelos.
-Abra sumercé, que no haiga miedo que...
-Entonces me voy, dije, y cerré la tienda.
A tiempo de irme reparé que una india mocetona y robusta acompañaba al indio."

José David Guarín
Una docena de pañuelos



“Un solo corazón, una sola alma, un solo sentimiento, una sola voz glorificando su libertad.”

“La voz inmensa, confusa, indescriptible.”

“La voz de alguien que llamaba.”

José David Guarín




"Una hora faltaría para que el sol empezase a ocultarse, rojo como visto al través de un incendio. El camino que habían traído estaba solo, excepto uno que otro leñador que se dirigía a Bogotá cargando a la espalda sus largas y delgadas varas, cogidas en los raquíticos montecillos que suele haber entre las quiebras de los páramos.
De nuestros viajeros que a esa hora atravesaban tales soledades, venía el uno en un arrogante caballo castaño oscuro, macizo y brioso, a pesar de que la jornada lo había hecho sudar en extremo. Por su vestido y aun por su porte se podía conocer la calidad del personaje.
Procurando hombreársele, aunque con trabajo, por la calidad de la bestia, venía otro sujeto, ataviado en un todo como los hombres del campo, bien que todos sus adherentes eran nuevos y aun parecía que estrenaba ruana forrada en bayeta y sombrero de jipijapa.
El tercero, y que venía detrás de los dos, montaba un macho negro retinto y muy alzado de estatura; caminaba con la elegancia de cualquier caballo, y en verdad que bríos más bien le sobraban que le faltaban en la mejor ocasión. Este sujeto, a quien en el título del capítulo suprimimos, acaso por ser criado y no tener que ver gran cosa en nuestra historia, traía del diestro otro caballo bayo, retozón y travieso, que así ramoneaba los cogollos de chite o de árnica que hallaba al paso, como relinchaba alzando la cabeza, para poner la atención al oír cualquier ruido lejano de aquellas yermas soledades."

José David Guarín
Las tres semanas








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