José Luis González

"El «señor» que me buscaba era el viejo Procházka, cuyas funciones en la agencia siempre me habían parecido más simbólicas (en el mejor sentido de la palabra) que reales. Sus setenta años y su auténtica y evidente condición proletaria me hacían verlo —y en eso creo que coincidían, aunque no lo dijeran, todos mis colegas— como una representación viviente de la clase social que cuatro años antes había empuñado las riendas del poder en el país. Del viejo Procházka sabíamos todos, en efecto, que había ingresado en el partido en la década de los treinta y que había sobrevivido a la ocupación alemana como militante clandestino con varias temporadas en las cárceles de la Gestapo. En la agencia estaba oficialmente a cargo del recibo y el despacho del correo, pero su joven ayudante Honza Kohout (que convalidaba su apellido con cierta fama de tenorio más bien cómico) era el que desempeñaba realmente esa tarea. El viejo, en cambio, ejercía una especie de monopolio tácito en lo tocante a la preparación del café para los empleados de la agencia durante la jornada diurna. En una ocasión se me ocurrió preguntarle a Rubík cómo era que Procházka no estaba pensionado a su avanzada edad, y me informó que se le había eximido del retiro a su propia petición: «Es viudo y no tiene hijos, y alegó que no podría vivir sin trabajar. Es comprensible, ¿no?» Lo era, sí, pero también penoso; y desde ese día empecé a sentir por el viejo una especie de filial estimación."

José Luis González
Las caricias del tigre


"En el ranchón se habló muchísimo de la desaparición de Moncho Ramírez. Al principio algunos opinamos que Moncho seguramente se había perdido en algún monte y ya aparecería el día menos pensado. Otros dijeron que a lo mejor los coreanos o los chinos lo habían hecho prisionero y después de la guerra lo devolverían. Por las noches, después de comer, los hombres nos reuníamos en el patio del ranchón y nos poníamos a discutir esas dos posibilidades, y así vinimos a llamarnos “los perdidos” y “los prisioneros”, según lo que pensábamos que le había sucedido a Moncho Ramírez. Ahora que ya todo eso es un recuerdo, yo me pregunto cuántos de nosotros pensábamos, sin decirlo, que Moncho no estaba perdido en ningún monte ni era prisionero de los coreanos o los chinos, sino que estaba muerto. Yo pensaba eso muchas veces, pero nunca lo decía, y ahora me parece que a todos les pasaba igual, porque no está bien eso de ponerse a dar por muerto a nadie -y menos a un buen amigo como era Moncho Ramírez, que había nacido en el ranchón- antes de saberlo uno con seguridad. Y además, ¿cómo íbamos a discutir por las noches en el patio del ranchón si no había dos opiniones diferentes?
Dos meses después de la primera carta, llegó otra. Esta segunda carta, que le leyó a doña Milla el mismo vecino porque estaba en inglés igual que la primera, decía que Moncho Ramírez había aparecido. O, mejor dicho, lo que quedaba de Moncho Ramírez. Nosotros nos enteramos de eso por los gritos que empezó a dar doña Milla tan pronto supo lo que decía la carta. Aquella tarde todo el ranchón se vació en las dos piezas de doña Milla. Yo no sé cómo cabíamos allí, pero allí estábamos toditos, y éramos unos cuantos como quien dice. A doña Milla tuvieron que acostarla las mujeres cuando todavía no era de noche porque de tanto gritar, mirando el retrato de Moncho en uniforme militar, entre una bandera americana y un águila con un mazo de flechas entre las garras, se había puesto como tonta. Los hombres nos fuimos saliendo al patio poco a poco, pero aquella noche no hubo discusión porque ya todos sabíamos que Moncho estaba muerto y era imposible ponerse a imaginar."

José Luis González
Una caja de plomo que no se podía abrir



















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