Luciano González Egido

"El océano no era la única distancia que os separaba. Una voz refinada, unos ademanes pausados, un modo insólito de vestir, el rastro de una colonia desco­nocida y casi impúdica y unas apresuradas palabras, casi furtivas, era lo único que te quedaba de su paso por tu lado. Era tan irreal como aquellos jornaleros que seguían cavando la zanja de los cimientos de la casa y de los que te separaba la insignificante y borrosa frontera de la muerte. Porque ya han vuelto los obreros y se habrán puesto a trabajar, más que por ganarse el jornal, por entrar en calor en esta brutal mañana de invierno, que ha cubierto de es­carcha las ramas de los almendros y ha endurecido los ca­minos, que no se librarán de su inerte pasividad hasta el mediodía. Ya no se les ven las piernas; son como medio hombres semienterrados, troncos humanos que se agitan en el interior de las zanjas, sobre las que se inclinan con de­cisión al ritmo de los golpes que descargan una y otra vez con tenacidad de reló, incansables, monótonos, ciegos, como si buscaran un tesoro que no les interesara, doblán­dose por la cintura, respirando con fuerza a cada movi­miento, acompañando con la mirada cada picotazo. Cuando llegan al final, los ves erguirse, aliviados y sudorosos, les sale vaho de los hombros y de los brazos arremangados, se enjugan el sudor con el dorso de la mano y se escupen en las palmas para seguir cavando y vuelven a recorrer el mismo camino enterrado, pero ahora en sentido inverso, para sacar con las palas el granito desmigajado, la pizarra deshecha y la oscura tierra del fondo de la trinchera abierta y tirarlo todo a los montones que siguen creciendo a los lados y ocultándolos más a cada vuelta y cansando más sus riñones a cada paletada, que al caer la tarde ya no les pertenecen.
Tú seguirás hundiéndote en tu pasado y te sorprenderás de que no vean el vaho de tu aliento, que te sale de la boca cada vez que respiras con la dificultad a la que ya estás acostumbrada. Probablemente, ni te acuerdes del día en que hiciste la promesa, a los pies de un altar refulgente con una Virgen feliz, de tu virginidad perpetua. Pero de lo que sí te acuerdas es que la repetiste muchas veces y la fuiste convirtiendo en una confirmación diaria, que se entretejía con tus pensamientos y con tus sueños, porque la interiorizaste tanto que se incorporó a tus pesadillas nocturnas, en las que eras la que tú querías ser. El ejemplo de la leyenda de Santa Tecla te guiaba y te fortalecía en los escasos momen­tos de tus desfallecimientos, arrebatándote en un éxtasis fe­bril de catecúmeno."

Luciano G. Egido
La fatiga del sol


"La buena literatura es la que exige que el lector participe, pues toda literatura fácil, inmediata, evidente y directa es un desprecio al lector."

Luciano González Egido



"Los médicos recomiendan beber un vasito de vino para mejorar la salud, usar la cabeza es un remedio infalible para seguir sintiéndose vivo."

Luciano González Egido


"Pero al fin me he dado cuenta de las razones que asisten al pensamiento histórico conservador, que es el que en España siempre ha cortado el bacalao, para llamar a aquel conflicto guerra de la independencia y no guerra de la libertad. Porque no son dos expresiones iguales e intercambiables, ni tampoco sinónimas, ni tan siquiera equivalentes. La independencia es circunstancial y la libertad es esencial. La independencia se produce frente a algo, contra algo que no se tolera. Luchar por la independencia es tratar de evadirse de una opresión que nos impide vivir. La libertad, por su parte, es un producto singular que afecta a los individuos, como personas, como proyecto de vida, como ascensión de su individualidad señera. Es una cuestión que se le plantea a cada ser humano. Uno puede ser independiente pero no libre. Sin embargo, es imposible ser libre si no se es independiente. Digamos que la independencia es el primer paso hacia la libertad.
Por eso es justo llamar a la iniciada en 1808 la guerra de la Independencia, porque era esto lo que se dirimía y no nada relacionado con la libertad, que es una palabra, como se sabe, nefasta, peligrosa, prohibida en el habitual vocabulario de la España oficial, relegada, por no decir confinada, a la literatura de los panfletos y las proclamas revolucionarias, tan mal vistas y tan mal traducidas por la historia ad usum Delphini.
Parece natural que esta dicotomía semántica explique el significado de aquel enfrentamiento, que en muchos aspectos, ocultaba una más de las guerras civiles españolas, probablemente la primera o más importante, que dejaría tan dolorosas secuelas en la historia de la España moderna y contemporánea, a lo largo del siglo XIX y gran parte del XX. Aceptar que aquel hecho luctuoso, que sacó a la luz tantos trapos sucios nuestros, fue el punto de partida que dio cohesión y validez a la idea de España como nación no sólo es un abuso de confianza y una mentira histórica, sino una contribución a perpetuar la idea de España como país cainita, fratricida, hirsuto y montaraz, condenado a una convivencia imposible y a una larvada guerra civil interminable, que tendría tan largas secuelas y justificaría tantos desmanes, apoyados en la idea de que España es diferente.
Porque, entre los diversos grupos que se enfrentaron en aquella conflagración nacional, tan admirablemente analizados y clasificados por el profesor Artola, no todo fue lucha entre gabachos indeseables y castizos angelicales. Hubo unos cuantos españoles, perseguidos y demonizados, que no veían en los franceses napoleónicos a sus enemigos naturales, sino a los representantes de una herencia valiosa de liberación y racionalidad, que venía directamente de la Revolución Francesa y propiciaba el cultivo de la libertad y la modernización del país."

Luciano González Egido
¿De la independencia o de la libertad?




"Pero nada sirvió para hacer menos dolorosas sus lamentaciones, ni mitigar sus ataques de pánico, en los que veía el cadáver de su hijo, abierto en canal sobre la pared de enfrente de su lecho. Estaba tan perdida que acudieron a una ensalmadora, de la parroquia de San Juan de Barbalos, que sólo consiguió la certeza de su perdición. De nada sirvieron las velas a Santa Rita, ni las cuantiosas limosnas a los pobres, ni las misas encargadas a cuenta de la salud de la enferma, ni las promesas de donaciones para las necesidades de la Iglesia. El gozquecillo apareció, con el pelo sucio y la lengua fuera, pero vivo y coleando, con su gracioso mohín de curiosidad, que le hacía doblar la cabeza dubitativamente y que en otro tiempo les hubiera hecho reír a todos. Se lo llevaron a la cama de la enferma y dio tal alarido que se lo ocultaron enseguida y lo encerraron al otro extremo de la casa, donde no pudiera oír sus ladridos. Pero inexplicablemente, pasados unos días, lo volvió a ver, sin que nadie pudiera evitarlo. Estaba espantosamente crucificado sobre la pared enfrente de su cama, atravesado por un cuchillo de desollar reses y con el cuello descolgado sobre el pecho, con las manos y las patas abiertas en cruz y sujetas al muro encalado con gruesos clavos de herrar caballerías. Pero cuando se presentaron todos con candiles y faroles, alertados por sus llamadas, no vieron nada en el lugar que su dedo famélico señalaba con insistencia. El gozquecillo seguía en el chiscón donde lo habían escondido y no le encontraron ni heridas ni siquiera rasguños. La mujer estaba irremediablemente loca, lo que se confirmó por las acusaciones que repitió, pero esta vez a gritos, contra mi abuelo.
Por primera vez, el abuelo habló de fantasmas, a los que achacó todos aquellos accidentes, que traían a su nuera al borde de la muerte, después de haberla enlodazado en la locura. Esta salida pareció a todos una manera de escudarse contra aquellas acusaciones, que algunos empezaron a creerse. Estos fantasmas eran espíritus malignos, que vivían en los desvanes de las casas, condenados a purgar antiguas culpas y sometidos a soportar castigos horribles, que les hacían vagar eternamente en la oscuridad y les empujaban a vengarse en los humanos, sin más motivos que la contemplación de su felicidad. Escogían sus víctimas preferentemente entre los más jóvenes y más indefensos, como si su juventud les ofendiera y su debilidad los excitara. Eran cadáveres vivientes, que odiaban la vida; piltrafas putrefactas, que deseaban propagar sus desgracias, extendiendo el dolor, la podredumbre y la muerte, allí por donde pasaban, donde vivían y donde estaban muertos. Naturalmente no todos se creyeron aquella patraña, que supusieron formaba parte de las creencias infantiles del abuelo, hacía muchos años. Porque era muy viejo, a pesar de su buen aspecto, su vitalidad indomable y su verticalidad señera. Como si sólo fuera viejo por dentro y por fuera no se permitiera ni una arruga, ni una flojera en sus piernas, ni un decaimiento en su estatura. Pero no por eso dejaba de ser un viejo, devuelto a la niñez de los terrores nocturnos, de las visiones inexplicables, de los personajes fantásticos de la cuna, dotados de poderes ilimitados y dispuestos siempre a hacer el mal. Los tiempos habían cambiado y cambiarían aún más.
Pero el niño en el vientre de la madre estaba a salvo de aquellas fantasmagorías macabras. La criatura no parecía estar afectada por los trastornos de la enferma; seguía creciendo, incluso demasiado para los escasos alimentos de los que debía disponer, demostrando unas enormes ganas de vivir, que ponían en peligro la vida de la madre. Los médicos daban palos de ciego y, a la espera de un acierto de fortuna, confiaban que el parto se llevara la enfermedad por delante y que la condición de madre le devolviera la cordura. Sólo había que agotar los plazos previstos por la naturaleza y ayudarla en lo que se pudiera. La paciencia era también una virtud terapéutica y la confianza en Dios haría lo demás, mientras la mujer seguía deteriorándose, encerrada en su habitación, presintiendo amenazas por todas partes y no permitiendo que nadie entrara a verla, sobre todo mi abuelo, ante cuya presencia se encogía como un niño, aterido de frío, que temiera que lo golpeasen. "

Luciano González Egido
La piel del tiempo


"Salamanca, además de ser la ciudad donde nací, está cargada de símbolos como la universidad, el arte, las leyendas y la historia, que dan mucho de sí."

Luciano González Egido



"Una noche, mientras dormía, tuvo una visita inesperada. Unos desconocidos, embozados, le arrearon una paliza, que lo dejaron baldado. No les pudo ver las caras, tapadas con unos grandes pañuelos de hierbas y unas boinas encasquetadas hasta las orejas. Había intentado defenderse; pero eran tres y todo fue inútil. Lo molieron a palos y desaparecieron. Desde el suelo de su humillación, con los ojos tumefactos y las espaldas al rojo vivo, siguió las siluetas de su huida, hasta perderlos de vista en la oscura distancia de la noche cerrada. No los oyó hablar ni pudo reconocer a ninguno. Con grandes dificultades logró incorporarse y fue tanteando las paredes de su obra, en las que apoyaba su dignidad herida. Recorrió, arrastrando los pies doloridos, contra cuyas plantas los asaltantes se habían ensañado, el contorno de la casa. Con sus labios heridos, rajados y sanguinolentos trató de gritar, de blasfemar, al término de su inspección, al confirmar, como se sospechaba, que habían destruido gran parte de la obra a martillazos, que en el furor de la pelea no había oído. Le habían machacado los dedos de las manos, como si quisieran mutilarlo, y le habían echado abajo lo que había levantado en un año de esfuerzos. Se preguntaba, una y otra vez, por qué, por qué, por qué y quién, quién y quién.
Nunca supo quién había sido, ni pudo encontrar los motivos. Desconfió de sus amigos, sospechó de algunos conocidos y buscó las causas que hubieran podido provocar aquella acción salvaje. Renegó de la condición humana, hecha a base de mierda y sangre violenta. Pero se rehízo de la paliza. Con dificultades y dolor, forzó el movimiento de los dedos. La noche amparaba su recuperación. Estaba recostado contra la rugosidad del muro y tocaba las piedras, como si fueran rocas mágicas que pudieran devolverle la energía. El aire se enfriaba; pero las paredes conservaban todavía algo del calor del sol. Lloraba y gritaba de rabia, con los huesos rotos y el ánimo incapaz de rehacerse. Buscaba consuelo en la memoria de su proyecto. Pero no consiguió mantenerse en pie y cayó rodando al camino, donde lo encontraron los primeros madrugadores de la carretera y lo llevaron al hospital de la Santísima Trinidad, allí cerca. Cuando se despertó estaba en una cama blanca, todo vendado y dolorido, lleno de sueño, bajo la preocupada sonrisa de una monja de la Caridad, que le aconsejó reposo y paciencia hasta que se curara de sus heridas. Trató de contestarle; pero un mareo le cortó las ganas. Volvió a abrir los ojos y se encontró con los globos de luz de la sala encendidos en el techo y las ventanas negras de la noche.
Se notaba todo el cuerpo estriado de llagas, la vista muy débil y las piernas desobedientes a sus órdenes. Con dedos impacientes se recorrió el vendaje de la cara y del pecho. La sala estaba en silencio. Nada se movía. Se incorporó a medias y vio dos filas de camas ocupadas por enfermos inmóviles. Algunos se quejaban, en un susurro. Olía raro y, sin hacer ruido, echó las sábanas fuera y saltó de la cama. Sus ropas estaban hechas un burullo en una silla, junto a la cabecera, las cogió y se largó de allí, procurando que nadie lo viera, ocultándose en el quicio de las puertas, detrás de las mamparas, contra los armarios blancos de las galerías. Bajó las escaleras con sigilo, saltó por una ventana, que daba al camino de Villamayor, y corrió hacia su casa, impedido por el dolor, los vahídos y una debilidad generalizada, que estimulaba su voluntad reconstruida. Iba descalzo, pero ni siquiera notó los guijarros del camino ni el frío de la noche. Estaba vivo y eso era suficiente. La oscuridad amparaba su debilidad inerme y los destellos de su locura."

Luciano González Egido
Tierra violenta



















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