Stella Gibbons

"Como la mayoría de los progresistas felizmente casados, el señor Catton disfrutaba de lo lindo lanzando pullas contra el monstruo del matrimonio desde la seguridad que le proporcionaba su alianza de bodas. Su mujer y él habían pasado por el altar porque era lo más conveniente y obvio y porque los dos ya estaban trabajando en aquella época. Nadie habría querido que un dentista que vivía en pecado le extrajera una muela; y si nadie hubiera querido sacarse una muela, no habrían tenido dinero para formar una familia. Y lo que más deseaban en el mundo era formar una familia.
Pero que su mujer y él se hubieran casado no tenía que servir de ejemplo a sus hijos. Ellos no tenían por qué casarse, y, si lo hacían, debían rodear al monstruo con mucho cuidado y examinarlo fríamente. El matrimonio era inestable, obsoleto, degradante y estaba condenado al fracaso. (Casi) habría preferido que sus hijos compartieran su vida con alguien sin estar casados a que se embarcaran en un matrimonio a ciegas (aquí la señora Catton murmuraba por lo bajini sin que nadie se diera cuenta).
Y todos los jóvenes Catton, excepto Queenie, prometían que rodearían a ese monstruo inestable, degradante y condenado al fracaso antes de casarse. Pero Stan, que a veces tenía extrañas ocurrencias que habrían podido tildarse de ironía en cualquier otro niño menos formalito, tuvo de pronto la firme convicción de que el rechazo de su padre hacia el concepto de matrimonio era directamente proporcional al dolor y a la vergüenza que sentiría si cualquiera de sus hijos lo rechazara en la práctica.
Salvo como tema de discusión inteligente, el matrimonio no interesaba demasiado a los jóvenes Catton, dado que todos sus instintos habían sido debidamente sublimados en el arte de la discusión; y tampoco le interesaba a Queenie, pues era físicamente escrupulosa como la que más y la simple mano áspera y cariñosa de un joven en su cintura al bailar la hacía estremecerse y retroceder espantada."

Stella Gibbons
Bassett


"La civilización, tal y como la conocemos, está corrupta. Tiene los días contados; vemos señales de ello por todas partes. Las ratas se comen sus cimientos; sus torres se adentran tambaleantes en nubes bajas donde aviones de guerra pasan zumbando sin ser vistos. No obstante, puede proveer, y de hecho lo hace, a sus jóvenes hijas con artículos de lujo a precios asequibles. No permitamos que ninguna mujer vaya desaliñada o poco elegante. Mientras tenga unos chelines que gastar en ropa, que se compre algo bonito y alegre. Puede que no sea mucho, pero al menos es algo. Puede que mañana muramos, pero al menos bailaremos hoy con zapatos de plata.
Saxon asomó la cabeza por la puerta de la cocina y le dijo a Cook, la cocinera, que ese día se iría a casa a almorzar. La cocinera asintió. Las tres viejas sirvientas de The Eagles, todas mujeres de Chesterbourne, aprobaban en general todo lo que hacía el joven chófer, porque era educado y trabajador y hasta ahora no le habían pillado nunca en falta. Pensaban que no debería haber sido tan bien parecido, pero después de todo, no era culpa suya, y sin duda se volvería más feo a medida que se hiciera mayor, así que no importaba. Las criadas creían que era más normal que todo el mundo fuese feo. Ellas tres lo eran. Parecían, de hecho tres cantos rodados gordos y viejos que se hubieran pasado años dando vueltas en el lecho de un río y desgastando sus aristas hasta parecer indistinguibles entre ellas.
No obstante, a pesar de su virtud y del hecho de que nunca cotillearan acerca de sus superiores delante de él, Saxon no iba a darles la oportunidad a aquellos seis ojos escrutadores de clavarse en él mientras se sintiera animado y halagado por el interés que había despertado en la señorita Tina, de modo que se fue por el bosque silbando. Se compraría un trozo de pan, queso y una cerveza en el pub del cruce."

Stella Gibbons
La segunda vida de Viola Wither


"La muerte de sus padres no causó en Flora un dolor excesivo, pues apenas los conocía. Sus progenitores tenían una afición desmedida por los viajes y, a lo largo de todo el año, apenas permanecían un mes en Inglaterra. Flora, desde que cumplió los diez años, había pasado las vacaciones escolares en casa de la madre de la señora Smiling; y cuando la señora Smiling contrajo matrimonio, Flora empezó a pasarlas directamente en casa de su amiga. De modo que aquella sombría tarde de febrero, quince días después de que se hubiera celebrado el funeral de su padre, Flora se adentró en las calles de Lambeth, con la familiar sensación de quien regresa a casa.
La señora Smiling era afortunada, pues había heredado aquella casa de Lambeth antes de que los alquileres en ese distrito se elevaran vertiginosamente hasta límites absurdos, siguiendo la marea de la moda, que viró repentinamente y saltó desde Mayfair hasta el otro lado del río. En consecuencia, los parapetos de piedra que bordean el Támesis se convirtieron de la noche a la mañana en territorio de paseo de numerosas damas argentinas con sus perros bull-terriers. La señora Smiling había enviudado recientemente; su marido había sido propietario de tres casas en Lambeth y se las había dejado en su testamento. La más agradable de las tres, situada en Mouse Place, tenía una fachada con una puerta coronada por una lucerna semicircular, que daba al voluble Támesis; era precisamente allí donde vivía la señora Smiling. Respecto a las otras dos casas, una había sido derribada y en el solar se había perpetrado un garaje; y la tercera, que era demasiado pequeña y poco adecuada para cualquier otro propósito, se había convertido en la sede del Old Diplomacy Club.
Las macetas de geranios blancos que colgaban en cestillos de los pequeños balcones de hierro del número 1 de Mouse Place contribuyeron en gran medida a animar a Flora cuando su taxi se detuvo ante la puerta."

Stella Gibbons
La hija de Robert Poste


"La vida de un periodista es pobre, desagradable, brutal y breve. Así que es su estilo."

Stella Gibbons




"Las ruinas de las casas pequeñas pero proporcionadas de las zonas más antiguas de la ciudad eran amarillas, como las casas de Génova bañadas por el sol. Amarillas de todos los tonos: oscuros, claros o dotados de una extraña transparencia al contacto con la luz. Los bomberos habían formado hondos charcos rodeados de paredes en muchas de las calles y los patos venían a vivir a estos lagos, que reflejaban las altas ruinas amarillas y el cielo azul, allí, en pleno corazón de Londres. La rosa maleza de los fuegos crecía por todo el suelo blanco desnivelado donde antes se habían levantado viviendas y había acres enteros de terreno cubierto de casas abandonadas y destruidas, cuyas ventanas estaban llenas de rasgones de papel negro. En las afueras de la ciudad, en dirección a Edmonton y Tottenham al norte, y Sydenham al sur, flotaba una extraña sensación en el aire, pesada, sombría y emocionante, como si la Historia se estuviera fraguando visiblemente ante los ojos de la gente. Y el campo estaba empezando a apropiarse de Londres, de aquellos mugrientos barrios conectados por carreteras monótonas que componían la ciudad más grande del mundo y de los que nunca había desaparecido del todo. La maleza crecía hasta en la City; se había visto un halcón sobrevolando las ruinas del Temple y los zorros asaltaban los gallineros construidos en los jardines de las casas cercanas a Hampstead Heath. La desgastada quietud propia de los barrios viejos y decadentes se cernía sobre las calles y era algo maravilloso e impresionante, digno de ver y de sentir.
Mientras el verano duró, la belleza pudo más que la tristeza, porque el sol lo bendecía todo: las ruinas, las caras cansadas de la gente, las altas flores silvestres y las oscuras aguas estancadas, y, durante aquellos meses de calma, Londres en ruinas fue tan bello como una ciudad en sueños.
Pero entonces, el otoño llegó con sus neblinas. Era primero de septiembre y su belleza se prolongó mientras hubo hojas cayendo despacio a través del aire calmo. En Hampstead Heath, los sauces jóvenes que crecían a ambos lados de la larga y accidentada carretera no cambiaron de color hasta finales de octubre y aún conservaban sus largas hojas un atardecer en que una joven cruzó la carretera solitaria de camino a los campos abiertos del Heath."

Stella Gibbons
Westwood













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