Alfonso Hernández-Catá

"Aqui, por esta calle y las aledafias (que eran las de San Tadeo y otras), jugué con mis compañeros infantiles a españoles y mambises, en plena guerra de emancipación. Tomaba tan en serio mi papel, que en más de una ocasión castigué la aparente bizarria de mis enemigos con la honda primitiva -arma infalible-, que manejaba a la maravilla..."

Alfonso Hernández-Catá



En el etrusco vaso cincelado
el Século y el Chipre y el Falerno,
a Marco Antonio el luchador eterno,
impúdica Cleopatra, le ha brindado.
Y él contra sus hechizos preparado,
al sentir en sus venas un infierno,
mira absorto sus formas, con interno
afán de no admirar lo ya admirado.
Besar las crenchas de la reina impura,
su espalda escultural, y su hermosura
es una oferta de placer sin nombre,
y ante aquella lujúrica escultura
admirable de vicio y de locura
muere el emperador y surge el hombre.

Alfonso Hernández-Catá




"Era preciso, pues, contar con los hombres, atraerlos hasta cierta distancia, aparentar temerlos sin perder la audacia y la iniciativa, trazarse un círculo de actitudes en el que inscribir respecto de ellos su conducta. Y después de mucho pensar halló esta fórmula sintética para fijar, con el suyo, el caso de sus compañeras infinitas de aspiración:
«Toda la fuerza de la mujer, mientras sea animal de placer que el varón toma por una vida o por un rato, está en saberse negar a tiempo».
Era a toda costa necesario resistir, manejar con cautela el imán peligroso del atractivo, para no llegar a imantar a otro ser y sufrir a su vez la deliciosa y nefasta atracción. El amor debía ser, según ella, el premio de la vida; y esa fruta, que suele confundirse con la del amor, cogida en agraz, ácida para el paladar y nociva para la salud, no la incitaba. La gimnasia, el agua fría y la voluntad velaban diariamente, como tres dragones del bien, para impedir a los sentidos salir de aventuras.
Por las tardes salía, más por higiene que por gusto, y su traje sencillo contrastaba con los perifollos de su hermana y de doña Julia. A veces iban al cinematógrafo; ella se sentaba en uno de los extremos para esquivar toda vecindad equívoca; y al ver imágenes de otros países en donde las mujeres podían, sin descender en categoría social, ganarse la vida con el trabajo, irritábase contra la suerte, que la hizo nacer en un pueblo atrasado y carcomido de tradiciones. Quería ser virtuosa, no por exigencia de su sentido moral, sino por comodidad, por precaución, por tener un triunfo más para la jugada suprema.
Si, novelescamente, cualquier rico extranjero le hubiese dicho sin preámbulos: «Entrégate a mí y te llevaré lejos, a esas comarcas en donde cuando me hastíe de tu cuerpo y te abandone podrás educar tus aptitudes y hacerlas producir», se habría entregado sin rubor.
Pensaba que todo el interés de la existencia no ha de estar en el placer físico; y que tanto o más que él, pues lo ornan, lo realzan y lo multiplican con perspectivas y mirajes, cuentan esos placeres en que los sentidos necesitan aliarse con la inteligencia para gozarlos plenamente. Su inconformidad se polarizaba en dos puntos: su casa, su pueblo... Al pueblo lo odiaba con saña; ni una calle era de su agrado, ningún paseo guardaba para ella remembranzas dulces. El puerto, siempre solo, con sus aguas semiestancadas, dábale la impresión de un charco; y le era menester ver alguno de los veleros que de raro en raro venían a cargar sal alejarse por la estrecha embocadura, para suponer, al otro lado de las montañas, el mar bravío, el mar, intranquilo como ella, por cima de cuya espumosa vastedad se iba a todas partes."

Alfonso Hernández-Catá
El placer de sufrir 


Fantasmas

     En el cuarto de la plancha, sobre el armario de pino donde se guarda la ropa limpia con una manzana que le da aroma, vense un zorro gris y dos cigüeñas disecaddas.

     El zorro corre inmóvil entre las dos aves decorativas rellenas de estopa, y éstas no se inquietan al ver su aire furtivo ni sus dientes agudos, porque están ya en una región, por encima de la vida, donde la perfecta concordia reina.

     Las criadas, atentas a sus bajas tareas, no miran a lo alto jamás; pero los niños, quizá por estar tan pegados al suelo, miran siempre. De rato en rato entran por el montante de la ventana ráfagas sutiles que no bajan al fondo de la habitación, y los pelos del zorro se erizan, se encrespan las plumas y oscilan los picos. Entonces los chiquillos corren despavoridos gritando que hay fantasmas.

      Ante la idea de que los espíritus de los animales se esfuercen por reintegrar las fundas de sus cuerpos, todos ríen. Pero el mayorcito, que ya estudia Lógica y es muy observador, hace notar que aquel es el único cuarto de la casa donde no hay cucarachas ni ratones.

Alfonso Hernández-Catá



Filología

La mar, el mar...
no es igual. 

Espaldas poderosas para cargar navíos,
aliento sano de titán,
brazos de verdes bíceps intranquilos
para juntar o para separar.
Alternativamente,
actividad,
serenidad,
profundidad...
Encendedor de sueños y apagador de rayos:
El Mar.

Falso encaje de espumas hecho y deshecho en playas,
bajos fondos donde encallar;
entre sutiles sábanas de esmeralda y zafiro
lento desperezarse de carne sensual.
Simultáneamente
debilidad,
perversidad,
oblicuidad...
Arrecifes y sirtes y cenagosas algas:
La mar.

El mar, la mar...
no, no es igual.

Alfonso Hernández-Catá



Los brillantes

Desde  muy joven tengo canas. Fueron de miedo: así como lo oye usted: de miedo. ¡El miedo no sólo puede acometerle a uno en la sombra y ante lo desconocido, sino a plena luz y en medio de gente! Puesto que me abre usted unos ojos que parecen dudar de que a mí, el hombre-cifra, hombre-método, pueda haberme ocurrido extraordinario, se lo contaré.

    Y sacando de la cartera dos papeles, los extendió sobre la mesa y los miró con las pupilas nubladas un instante, antes de proseguir:

    _No he perdido estos dos papeles ni creo que los perderé nunca. ¿Ve usted?: Este es el boletín de entrada al Club, y como este otro, que parece una hoja de carbón doblada junto con la hoja blanca por alguna mecanógrafa distraída, tenía yo el pelo entonces  negro, lustroso. Lea el boletín: primero, el número; luego, Diamant  Club van Aniwerpen, Naamlooze Maatschpij_Société Anonyme; después, el precio de entrada; antes eran tres francos; ahora es más: mire el cinco sobrepuesto con un sello de goma. Esta señal quiere decir que sólo es valedero por un día: el de la fecha, puesta al margen; y aquí, en líneas paralelas escritas una en flamenco y otra en francés, la advertencia de que es intransferible y de que la Dirección del Club puede retirarlo sin necesidad de justificaciones. Igual que éste hay otro en Amsterdam; y precisamente íbamos a salir de Amberes para Holanda cuando... Pero dispense; comprendo que me embrollo, y que sin un poco de orden, partiendo desde el principio, no podrá entenderme. Vamos a ver...

     Se pasó la ancha diestra por la frente para sofrenar los recuerdos; cerró el estuche donde, reproducidos en cristal los grandes brillantes del mundo, desde el multifacetado Gran Mongol y los dos Kok I Noors, hasta el azul y el plano del Sha, hacían pensar filosóficamente en la inutilidad de tantas ambiciones; puso una copa sobre el boletín que acababa de deletrearme y desplegó la hoja traslúcida dentro de la cual, en dobleces semejantes a los que hacen los farmacéuticos para envolver los polvos, el papel negro que yo creí al principio de calco brillaba con charolado tenue.

      Luego prosiguió:

   Yo había llegado dos días antes con Manuel, el hijo del dueño de la joyería. Era el primer viaje que iba a hacer _su padre estaba baldado por el reuma, _ y como no se atrevieron a dejarle solo, me enviaron a mí a acompañarle. Ya lo conoce usted hoy, ¿verdad? Criado en ese medio, un poco igual en todas partes, de cigarros egipcios, música rota por los negros del jazz y mujeres de caras lívidas y ojos y pelo casi artificiales, era el tipo perfecto del señorito. Yo, modesto empleado de confianza que entró de muchacho a barrer la tienda y había llegado sin una mala nota a primer dependiente, iba en calidad de perro de dos pies, con el único objeto de contenerlo un poco. Pero apenas dejamos a su familia en el andén, empezó a tratarme como a un mueble vivo y a divertirse a costa de mi mal disimulado estupor ante la diversidad que el mundo adquiría de pronto ante mi vista, hecha a contemplar siempre la misma ciudad, la misma calle, la misma alcoba de sotabanco, el mismo despacho bajo de techo situado en el piso alto de la joyería... Ahora creo que si no me dijo nada de mi traje de sastre de portal ni de mis escandalosos bigotes de mosquetero, fue por desprecio; mas apenas traspusimos la frontera, se me antojó que yo llevaba mi pasaporte de hortera exhibido a la vista de los menos observadores.

     Mi deseo de extasiarme ante todas las cosas y mi prudencia de contenerme debían darme una rigidez calamitosa. En París creí perder la cabeza. Me llevó a un restaurante de noche y pasé la vergüenza más grande de mi vida: el casto José hubiera parecido junto a mí un libertino. Al día siguiente salimos para Bruselas y para Amberes, a donde llegamos la misma tarde. No había nada que hacer y me llevó a ver el puerto.

    Por la noche, fumando su pipa de tabaco amarillo en el hall del Hotel Terminus, estábamos aburriéndonos juntos, cuando una mujercita, asomándose de pronto por entre un abrigo de pieles, le saludó. Debían de ser muy amigos, porque se dieron la mano, las manos, y empezaron en seguida a beber juntos. Como yo no logré contener un bostezo, él se apresuró a decirme:

     _Puede irse a acostar, si quiere.

   Me fui. Nuestras habitaciones estaban separadas por una puerta que se abría desde la suya. Al subir la escalera se cruzó conmigo una mujer que ya me había estado mirando, hasta azorarme, durante la comida. Era rubia, corpulenta, y tan pronto me parecía joven como anciana. Y al pasar dijo algo de lo que únicamente pude entender dos palabras: petit y espagnol. Dormí bien y a la mañana siguiente fuimos con un corredor amigo al Club...

     Era una sala vasta con grandes mesas bajo lucernas, por donde entraba una luz vivísima de día concentrado. Aquí y allá, grupos de hombres hablaban y gesticulaban en torno a papeles iguales a éste, sobre cuya negrura o cuya blancura centelleaban las piedras... Mis ojos y mis oídos se aclimataron en seguida; yo había visto brillantes desde niño, y cada nombre, cada indicación, suscitaba en mí un recuerdo concreto, sin dejar, empero, de aturdirme.

    _¡Ocho, ocho!... ¡Dos gramos!... ¡Roca del Brasil!... ¡Golconda!... ¡Tres facetas!...¡Rositas!... ¡Blanco-azul¡ ¡Veinte!.. ¡Morenos! ¡Primera mina!.. ¡Beers!... ¡Kimberley!..            .

     Cien voces solicitaban a la vez. Era igual que la Bolsa; pero en la Bolsa no se ven los valores, y allí sí. Bajo la sagacidad de los hombres, atentos a justipreciar, los innumerables destellos se cruzaban con las miradas. A las pupilas ictéricas respondían los reflejos amarillentos; a los ojos de nacarado añil, el centellear azulado. Había en aquel salón infinidad de millones

     Hombres casi tan mal vestidos como yo sacaban de todos los bolsillos carpetas de cuero sujetas con gomas, llenas de envoltorios igual a éste; y cada vez que se desdoblaban, sobre el pedacito de noche del papel estrellas de un fulgor transparente cintilaban en constelaciones maravillosas. Junto a nosotros desfilaban vendedores y compradores: los flamencos, rubios, grasientos; los judíos cetrinos, de pelo hirsuto; el mestizo de indio y de europeo que proponía retallar piedras defectuosas. A las ofertas de brillantes menudos, mi compañero denegaba: «Chispas, no». Todo cuanto fuera inferior a tres quilates era inútil... Quería piezas grandes...

    Llegó un viejo que traía sólo tres carpetas. Al abrirlas todos los brillantes cercanos empalidecieron. En una de ellas siete inmensas gotas de agua petrificada irradiaban esplendor de aurora. Eran magníficas. «¿A cuánto el quílate? » «A dos mil quiníentos; precio último...» «Bueno, siempre sería a mil doscientos, llevando el lote.. A ver la lupa ... No, ni un carbón, ni una picadura, ni una mancha, ni una faceta rota: pertectos.» La más pequeña marcaba en el calibrador seis quilates. Las pesamos: cuarenta; sesenta y cinco mil florines entre todas; el florín es la moneda internacional de los diamantistas. Una fortuna. Y Manuel cerró el trato con displicencia.

      Salimos del Club, y al verle guardar sin precauciones especiales las dos carteras, no pude contenerme.

     _Tenga cuidado _ le dije. _ Abróchese siquiera el botón del bolsillo o préndase un imperdible. Aquí, en la solapa, tengo yo uno.

      _¡Bah! _ respondió.

   Yo, que llevaba asegurados con un alfiler los dos o tres únicos billetes de cien pesetas por recomendación de mi madre, recordé sus últimas palabras al besarrne: eran consejos también: «No hables con desconocidos; huye de las mujeres; reza todas las noches, hijo mío...Ignoro si Manuel rezaba al acostarse; no lo creo; pero, en cuanto a las otras dos indicaciones, no era posible apartarse más de ellas. Comimos en un restaurante aturdidor, frente a una de las grandes esclusas; pasamos la tarde en el jardín de aclimatación, y visitamos el acuárium. Cada coletazo de los peces al arrancar chispas del agua me recordaba los guardados brillantes. Al fin regresamos al hotel, ya de noche. En la entrada estaba la muchacha de la noche anterior, asomada a su abrigo de pieles, y en seguida se apoderó de Manuel. La mesa junto a la cual se sentaron no tardó en llenarse vasitos con restos de siropes ardientes y de sedosas colillas de «abdulhas».

     De repente, tras un cuchicheo entre los dos, él me preguntó:

     _¿Qué, cenamos? Lo mejor sería ir fuera.

     _Es que... No tengo ganas.

     _¿También está usted cansado hoy?

     _Sí, mucho.

     Me llamó aparte entonces y, dándome las envolturas de papel que contenían el tesoro, me ordenó con un tono mitad seco mitad frívolo, contra el que no me fue posible argüir:

    _Entonces tome esto y espere en el cuarto. Vengo pronto.

   Subí la escalera sintiendo que me zígzagueaban los huesos de los muslos. Al abrir la puerta de la habitación noté que se entreabría la de al lado y que una cara, la cara de la mujer corpulenta y no sé si joven o anciana, que la noche antes me dirigió palabras ininteligibles, me lanzaba por entre el betún de los ojos una mirada turbia. Cerré por dentro con doble vuelta de llave, encendí todas las luces, saqué las carpetas y tacteé las piedras sin atreverme a desenvolverlas, temeroso de que sus luces traspasaran los muros. Puerilmente las coloqué en lo más hondo de mi baúl, entre los acanalados pliegues de una camiseta, y para no dormirme, cogí del cuarto de Manuel un periódico, Le Neptune _ aún me acuerdo, _ y me puse a tartamudear cosas que no entendía. Hasta eso de la una todo fue bien; a partir de allí comencé a impacientarme... «¡A eso le llamaba Manuel venir temprano!...»

     De pronto, ¿fue ilusión?, unos golpecitos tenues, cautelosos, sonaron en la pared.  Me levanté de un salto, abrí trémulo la gaveta de la mesa de noche, saqué el revólver  y me puse en acecho. Mientras escuchaba con toda el alma puesta en los oídos, ideas  y recuerdos se golpeaban en mi imaginación: recuerdos de engaños, de robos, de  hombres narcotizados o asesinados, de joyas desaparecidas para siempre con sus  guardianes... Sin detenerme a considerar lo grotesco de mi figura, me senté sobre el baúl y, no satisfecho, cabalgué sobre él apretando las piernas con tal fuerza, que sentía grabárseme en la carne la obra de latón verdoso de que estaba forrado. La gran lente del miedo agrandaba los brillantes confiados a mi débil custodia, y cada uno adquiría, para tentar a los ladrones, los tres mil veinticuatro quilates del Culliman y las luces de la Estrella del Sur o del Orlaff.                                                     
   Como si el pobre baúl fuese un nuevo Clavileño que volase inmóvil y desbocado hacia las regiones del espanto, pavorosas imágenes sobreponíanse a mi voluntad de dominarme. Un resto de razón me aconsejaba llamar al camarero, bajar a depositar los brillantes en la caja del hotel; pero ¿cómo entenderse con aquellas gentes? Y además, ¿quién me aseguraba que aquel camarero de patillas azafranadas no fuera un cómplice? ¿Era la primera vez que un ladrón adoptaba disfraces? Precisamente entre el tumulto del Club me pareció ver a un hombre con patillas del mismo color ... «¡Ah¡ Aquel camarero debía de pertenecer a una banda!»... Otros golpecitos ya indudables vinieron a espolear mi obsesión. Después el silencio fue precipicio donde el alma cayó sin llegar siquiera a estrellarse contra un hecho real. El temor de que fueran a dejarme anestesiado o herido levemente y de que alguien pudiese sospechar que yo era coautor del robo me helaba de angustia.

    Las ideas más absurdas se encadenaban y adquirían forma de realidad. Sí, sin duda, la opinión pondríaseme en contra. Y el primero en acusarme sería el contable, que estaba celoso de mí por las consideraciones de los jefes... Aunque saliese absuelto, no volvería a encontrar nunca colocación, y mi madre, la pobre viejecita que me repetía a diario, en nombre de mi padre muerto, que lo primero era la honra, «lo único que él y yo te podremos dejar, hijo mío», moriría de pena. ¡Ah, no! ¡Yo defendería mi apellido con las manos y con los dientes! ¡Antes de que lograsen desmontarme del baúl, el falso camarero y cuatro de sus compinches, por lo menos. quedarían tendidos!

   A pesar del frío, un sudor tibio y viscoso me envolvía. El bordoneo de un teléfono me hizo oprimir convulsivamente los ijares de mi cabalgadura. Sí, era en el otro cuarto vecino, también separado del mío por una puerta condenada, donde se urdía la maquinación. Oí una voz, acaso la señal del asalto; al poco rato, pasos recios en el pasillo; luego, diálogo con sordina, _tal vez malvadas órdenes_;  después, eléctricos intervalos de silencio; más tarde, un ruido rítmico que tan pronto me parecía el de un aparato misterioso limando los pestillos y las cerraduras como el vaivén de un jergón de muelles; después, el jadeo que produce la ejecución de una obra difícil; por fin, una quietud muda, interminable...

   Perdí el gobierno de mí mismo y la noción del tiempo. Si la puerta se hubiese abierto de súbito, no sé si habría disparado a ciegas los cinco tiros de mi arma o si me habría quedado rígido, sin fuerza para mover el gatillo... Contra lo que he oído decir de otras situaciones de miedo, le aseguro que las horas no se me hicieron largas. Ni largas ni cortas... Fue una especie de pedazo de eternidad. ¿Me explico? No sé si mis facultades, petrificadas por el terror, sufrieron una especie de catalepsia, y si en medio de las luces y de la angustia de esperar unas manos que vinieran a arrebatarme los brillantes, dormí con los ojos abiertos. Tal vez sea distinto el miedo indeciso, al  miedo claro, concreto, que me hizo envejecer aquella noche.

    Lo cierto es que el azul del amanecer sobrevino en las rendijas sin yo esperarlo, y ya sin esperarlo también, sobrevino Manuel, abriendo la puerta del cuarto como si tal cosa. Entre las mil ideas a la vez absurdas y posibles, la de que pudieran robar la llave colgada abajo, en el casillero, y entrar sin necesidad de recursos de novela policíaca, no me acudió a la mente. Acaso fue piedad de la imaginación, pues mis nervios no habrían podido resistirla,

    Cuando Manuel llegó _él me lo ha dicho luego _ yo no sé en verdad lo que hice: parece que me eché en sus brazos en un espasmo de sollozos, que abrí el baúl, que saqué a pelotones la ropa y le alargué la camiseta de punto que por primera vez contenía algo de más valor que mi pobre cuerpo.

       Tuvo que venir un médico y administrarme calmantes. Deliré y me han asegurado que en el delirio realizóse varias veces el ataque a mi cuarto y la defensa heroica de los brillantes. Ni el camarero ni seis enmascarados lograron desarzonarme del baúl ni aplicarme un pañuelo embebido de cloroformo. Manuel y la muchacha de las pieles me cuidaron muy bien, bebiendo cócteles cada vez que yo tomaba medicinas; y varias veces hube de fingirme dormido para no verlos besarse. Una mañana, antes de que ella llegara, él me dijo:                               
    No tuvo usted suerte en ponerse malo.  Había en el hotel, precisamente en el cuarto de al lado, una mujer loca por usted, beau petit espagnol ....Me dijo que hasta estuvo haciendo señas y que, por fortuna, usted no la oyó o se hizo el sueco. Digo por fortuna, porque después le Ilegó su amigo, que es una especie de gigante celoso. Qué, ¿mañana salimos para Amsterdam?... He recibido un telegrama de Asscher...

    Me volví disimuladamente para que no me viese la cara, y pude contemplármela yo en el espejo del armario: estaba lívido de vergüenza. La luz  que se irisaba en los biseles de la luna era  tan dulce como la celestial música del carillón que vibraba por dentro; y poco a poco, en las esquinas de los párpados, dos gotas transparentes, luminosas, dos gotas que resplandecían igual que las de piedra resplandeciente sobre este papel negro, se cuajaron, rodaron y fueron a perderse en el embozo. Fue la ilusión de que los brillantes que hubiese querido guardar aquella noche dentro de mi ser salían dulcemente y  sin mancha. Y, sin embargo, no salieron del todo: cada vez que he vuelto a ver una de aquellas ocho piedras _ y he visto algunas inesperadamente _ he sentido que un vacío doloroso,  un vacío que no llenan por completo ni la alegría ni los años, se llena de pronto, cual si se ajustase en él el molde facetado y duro que ahondó el miedo para siempre en mi alma.

Alfonso Hernández-Catá


Ven a mis brazos, y que yo no vea
por la moral tu carne atarazada,
que prefiero a belleza inmaculada
la tuya de triunfante Citerea.
Ya Venus amorosa, parpadea
allá en la inmensa bóveda azulada,
ven que bese tu frente nacarada,
ven, que toda mi carne te desea.
Darte todos mis nervios yo querría,
en una eterna conjunción viciosa.
... Más cerca, más, que fundas con la mía
tu blanca imagen de placer radiosa.
¡Así es como mi cuerpo apetecía
gozar tu cuerpo de pagana diosa!

Alfonso Hernández-Catá









No hay comentarios: