Antonio de Hoyos y Vinent

"El coche de la duquesa de Gante (prefería en sus gustos de gran dama la nobleza del tronco de alazanes, que braceaban airosos, la intimidad de la berlina forrada de paño azul y sostenida por blandos muelles y gruesas ruedas de goma, a la modernidad amplia y maloliente del auto) rodaba camino de aquel hotelucho de ínfima categoría donde la tragedia había tenido lugar.
María Calzada, enloquecida, perdida en su aturdimiento la noción de todo, horrorizada por las consecuencias de lo que había hecho, por la necesidad de afrontar la vida cara a cara y por las dificultades materiales, pero empujada más aún por aquella soledad, a que no estaba acostumbrada, y por aquella hostilidad nueva para su espíritu de muñequilla mimada, se había matado. Al entrar la dueña de la fonda en su cuarto, por la mañana, la halló inmóvil, el frasco de la morfina, vacío, al alcance de su mano.
Llena de sobresalto, había llamado al médico de la Casa de Socorro, y como éste le anunciase que sólo le quedaban un par de horas de vida, temerosa de su responsabilidad mandó a buscar a Julito Calabrés, única persona que visitaba a la suicida. Éste, con su justicia e imparcialidad, le indicó a la duquesa de Gante como la sola capaz de aceptar un penoso deber moral, y a ella se dirigía entonces la hostelera.
El portal, sucio y pretencioso, fue cruzado rápidamente por las dos damas, que se colaron por la escalera, infestada de olor a berzas cocidas y falta de ventilación. Llegaron al segundo piso, y allí el ama les salió al encuentro.
Era una mujer flaca, enlutada, de rostro arrugado, boca desdentada, nariz corva y ojos pitañosos. Aunque tan escasa de cabellos como de dientes, se veía que no debía de ser vieja. El gesto untuoso, relamido, de una afectación monjil, la hacía antipática. Todo el tiempo permanecía con la cabeza doblada sobre el pecho, los ojos bajos y las manos cruzadas encima del vientre, guardando su aire de compunción hipócrita, aunque por debajo de los párpados, entornados, se veían relucir los ojillos concupiscentes, y los labios abrirse y cerrarse con un gesto voraz."

Antonio de Hoyos y Vinent
El gran pecado: La marquesa de Tardiente



"El pecado y la noche es el leitmotiv de mis libros. Hay tres cosas en la literatura que me han obsesionado: el misterio, la lujuria y el misticismo. Dicen que mis libros son inmorales. ¡Pero si en ellos no hay voluptuosidad ninguna, en mis libros el amor es una cosa horrenda y escalofriante!"

Antonio de Hoyos y Vinent



"En la plaza de la Bastilla dejaron el automóvil. Llegaban con tres cuartos de hora de retraso a la cita, pero desde la rué de la Frisandérie, en que estaba situado el hotelito, con pretensiones de oriental palacete, del conde Rolando d’Amáre, hasta allí, había un buen trecho, y, además, les costaba Dios y ayuda escapar a la sobremesa con ínfulas de decadente cenáculo con que el conde gustaba de épater le bourgeois. En la atmósfera, un poco pasada de moda ya, muy Lorrain, de sexagenarias ninfómanas que, atrozmente pintadas, estucadas, enjalbegadas, adornadas y emperifolladas con demasiadas joyas, demasiadas plumas y demasiados encajes, se revolcaban por los divanes en compañía de pálidos adolescentes, o realmente enfermos de literatura, o simplemente viciosos a lo Marcel de Willy, Helena se aburría. Aquello, que pudiésemos llamar diletentismo del vicio, era para ella, que conocía los abismos de la degradación humana, cuando los hombres, crueles como dioses, aúllan como lobos, cosa banal y de juego, casi caricaturesca, con todo lo que tienen de doloroso y de grotesco tales caricaturas. A ellas, sin embargo, habíase acostumbrado, pues mirada por las viejas viciosas y los adolescentes pervertidos como una suma sacerdotisa del Pecado —así, con mayúscula y todo—, estaba harta de que la invitasen a estudios disfrazados de templos y garçonières convertidas en fumaderos de opio, donde se celebraban misas negras, que eran grotescas parodias, y orgías romanas con aventureros de baja estofa y mujerzuelas callejeras, que se mataban a fuerza de cocaína y éter. Gracias a que aquella noche tenía con ella a Margot, una actriz deliciosa, que sabía con una sola mirada hacer la crítica de la situación.
Margot no era ni guapa ni fea; era sencillamente chic. Ni tenía bonitos ojos, ni facciones armoniosas, ni líneas perfectas… y, sin embargo, daba como nadie la silueta de moda, el molde para la exhibición de los más atrabiliarios y raros atavíos; era una modelo, pero una modelo en que la muñeca se hacía carne animada por una llama de inteligencia vivísima. Viciosa como una mona, arrastrada de todas las curiosidades pecaminosas, poseía, sin embargo, un a modo de desdoblamiento espiritual que le hacía contemplar irónica aquellas cosas, encontrar el lado caricaturesco con una crueldad de humorista tocado de spleen.
Para la Fiorenzio, su compañía aquella noche había sido un gran recurso. La ironía cruel de su amiga, que sabía subrayar las cosas hasta lo épico, con un gesto o con una palabra; sus muecas, de fingido asombro o las exageraciones y disparates con que sabía trazar el camino para que desbarrasen a los demás, le divertían, a pesar de todo sacudiendo por un momento la sombría tristeza que iba envolviendo su vida."

Antonio de Hoyos y Vinent
El monstruo



"En una guerra como la que padecemos, guerra civil en que además de los imponderables de tales contiendas se mezclan elementos extraños; en que juegan codicias, ambiciones, rivalidades, "incluso temores egoístas, no pueden resolverse las cosas de la noche a la mañana, con un gesto, una acción o un aislado intento. Mucho más, que no se trata aquí de una lucha por supremacía, dominio, influencias territoriales, comerciales o políticas, sino de fórmulas fundamentales de vida. (...) Para ello hemos de mirar esta guerra inicua a que la rebeldía, contra el Gobierno legítimo nos arrastró, como un entrenamiento penoso, como esos trabajos extraordinarios que en las leyendas se imponían a los héroes, como prueba de su temple, antes de entrar en posesión del poder supremo. De aquí, precisase que salgamos fortalecidos, curtidos, entrenados, para entrar en la posesión de nuestro bien."

Antonio de Hoyos y Vinent



"Era el café del Topado uno de esos absurdos establecimientos que no se sabe de qué ni para qué viven, y en que, ahondando un poco, encontraríamos tal vez una de las manifestaciones más curiosas de la pereza y dejadez del carácter español.
Cada uno de estos lugares representa la historia del fracaso de una voluntad, y todas las historias son semejantes; odisea de un hombre que al coger, en un azar de la vida, un puñado de pesetas, y llevado de hiperbólico imaginar, encaríñase con la ilusión de hacer una fortuna y crear una industria, y después, en el cotidiano limar del tiempo, le faltan esas dos supremas palancas que se llaman la constancia y la voluntad.
Va cayendo entonces poco á poco en un indiferentismo fatalista, viendo enmohecerse su negocio y languidecer su establecimiento, que llega á no tener otra razón de ser que la tertulia del amo. Así arrastra una vida trabajosa, hasta que al fin, muerto él, no quedan de los pretéritos esplendores sino polvorientos anaqueles, desazogados espejos, rotos divanes y sucios veladores, enriquecidos por la porquería y el tiempo con extraños arabescos y que, vendidos, apenas si bastan á cubrir las pequeñas deudas contraídas en la última enfermedad del propietario.
El café del Topacio, pese al aspecto equívoco que le imprimían las tupidas cortinillas, los esmerilados vidrios, el tablado entrevisto al través de la puerta, y pese también á los palmoteos y jipíos que se oían de vez en cuando desde la calle, más que nefasto antro de placeres era morada del tedio.
Hubo un tiempo, allá por los lejanos de su fundación, en que su dueño, Cipriano Arteta, soñó con hacer del chiscón algo así como el templo de Terpsícore, sin olvidar á la eximia doña Venus, que también tendría fastuoso altar. Por aquellos días no brilló astro en el arte peregrino de la danza, ni en el más secreto y recatado del amor, que Cipriano no intentase atraer á su casa con ofertas tentadoras de fabulosas contratas, ni corrióse juerga de postín que no tuviese por último y supremo puerto el brillante salón, ni dama ligera dé cascos que no sintiese la comezón de asomar por allí. Fueron los días dichosos de rivalidad con el de la Aduana y el del Brillante. Luego… las cosas cambiaron; los gustos corrieron por otro cauce y un velo de olvido cayó sobre el flamenco paraíso. Arteta, sin humor ni voluntad ya para evolucionar con las costumbres, y encariñado con aquel género de existencia, comenzó á vivir del pasado, y una gran indiferencia enseñoreóse de él, oponiendo á las severidades del destino un encogimiento de hombros y una perpetua queja de labios afuera."

Antonio de Hoyos y Vinent
La vejez de Heliogábalo



"Otra vez me vi en el tren. No sé cómo fue; desde el momento en que me arrancaron a mi extática contemplación, viví una vida tan intensa de horror, de alucinación y de locura, lo sobrenatural, lo absurdo, lo quimérico, se instaló de tal modo en mi vida, que aun ahora, que han pasado muchos años, recuerdo todo, como al través de un espeso velo, con esa vaguedad escalofriante con que evocamos unos meses pasados en una casa de locos, o las horrendas pesadillas que nos acarrearon las frecuentaciones de los venenos sabios, y mis cabellos se erizan.
Vime, pues, en el tren camino de Rosemburg. Era el departamento una berlina, colocada junto al furgón de equipajes. Al otro extremo del convoy, al lado de la máquina, iba el furgón mortuorio en que, rodeada de luces y flores, dormía la princesa Elvira. En dos coches del tren regio iban el Emperador, rodeado de los príncipes, grandes duques, prelados y altos dignatarios de la Corte. En el resto de los vagones, el Estado Mayor del soberano, los caballeros de San Teodorico, a quienes, según el ceremonial, correspondía llevar el féretro, y más dignatarios, empleados, sacerdotes y militares. El convoy mortuorio caminaba rápido; sólo al pasar por las estaciones refrenaba el paso, para, entre los nobles acordes de las marchas guerreras, tocadas en sordina, desfilar majestuosamente entre las multitudes, que permanecían en pie, aguantando la lluvia, descubiertas las cabezas e inclinados los rostros en un dolor mudo y respetuoso. Al fin llegamos a Rosemburg. Hacía un tiempo de invierno, frío y triste; llovía sin tregua, y el cielo gris, sucio, se reflejaba en un mar de zinc. Una gran multitud invadía el andén, presa de inmenso dolor, pero no del silencioso dolor de las otras poblaciones, sino de un dolor ruidoso, violento, agitado por ráfagas de intensa desesperación. Rosemburg adoraba a la santa princesa, y la amargura desconsolada de aquel pueblo decía mejor que nada el historial de sus virtudes."

Antonio de Hoyos y Vinent
El pecado y la noche


"Sonreía, un poco cortado, la cara teñida de rojo, y en los ojos una franca y reposada alegría. ¡Qué buenos eran! ¡Qué suerte la suya! Había encontrado allí unos padres que velaran por él. No lo negó. ¿Para qué? Hubiera sido ingratitud. Era verdad. La noche anterior no quitó en todo el transcurso de la representación los ojos del palco que, en unión de sus padres, ocupaba la hermana de Casa Baia, latiéndole el corazón con agitadas palpitaciones. Ella también le miraba mucho, no cabía duda. ¿Por qué aquel cambio, cuando veinticuatro horas antes no parecía fijarse en él? No podía explicárselo. Pero ¿qué le importaba? ¿Acaso hace falta buscar la explicación de los sentimientos cuando se tiene un corazón sano y joven? Analizar es más propio del médico que del amante. Para creer, para amar, no hace falta el análisis: basta sentir. El que analiza, mata.
Una impresión gratísima le invadía al sentir nacer aquel amor en su alma ansiosa de cariño, y condenada a estar privada de él desde la muerte de sus padres.
¿Podrían llegar a realizarse tan bellas ilusiones? Sentía ganas de arrojarse a sus plantas y cubrirles las manos de besos. ¡Qué buenos! ¡Oh, qué buenos!
Entró la doncella sosteniendo un rico gabán de chinchilla, en el que se envolvió la dama. Después se acercó ésta a su madre y la besó la mano. Lo hacía siempre que había gente. Aquel era su orgullo. «Mi hija -decía en cuanto se ofrecía ocasión propicia- está muy bien educada. La he dado una educación patriarcal. Me muero por los hogares a la antigua usanza, y aunque me esté mal el decirlo, el mío tiene mucho de ellos.»
Sí tenía mucho. Por el pronto los sitiales de la antesala.
Se colgó del brazo de Ignacio para descender la monumental escalera de mármol, seguidos por el marido, y un minuto más tarde se perdían al trote de los soberbios caballos que arrastraban la berlina entre las brumas de la noche."

Antonio de Hoyos y Vinent
Cuestión de ambiente










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