Beatriz Guido

"Adolfo sepultó muy hondo en su memoria los días de «La Enamorada». Demasiado dolor le producía recordarlos; las circunstancias habían sido demasiado crueles y definitivas para luchar contra ellas.
Apenas salía del colegio corría a la Administración.
José María no intentaba detenerlo. Cuando no disparaba a «La Enamorada» se iba por las tardes a Buenos Aires, a la casa de sus tías. Para Adolfo cruzar ese puente sobre el río -esa herida de la tierra que separaba Avellaneda de la Capital- era tan difícil como cruzar un océano. Sentía un extraño malestar cuando debía recorrer las calles de Buenos Aires sin reconocer un solo rostro. Cuando entraba en la casa de las Aguirre, en la calle Rodríguez Peña -con olor a armarios envejecidos, y la fotografía de sus padres con una aureola de laureles de bronce-, sentía la misma extraña sensación de rechazo que Braceritas. Porque él era ante todo un Braceras, nieto del intendente de Avellaneda, del senador nacional.
Él, como Braceritas, sentía por la familia de su padre un rechazo inmediato. Rechazaba la manera de hablar de sus primos; y le desesperaba la mención continua que hacían de lugares, confiterías, amistades, paseos y juegos, y, sobre todas las cosas, la alusión constante a la belleza de Mariana. Ellos veían en José María la eficiencia del hombre de campo, su destreza en el caballo y conocían, por relatos familiares, sus domas de potros a los diez años, sus largos viajes como resero y su imponderable dominio en el juego del «pato» con los peones."

Beatriz Guido
Fin de fiesta


"El peronismo y más tarde la dictadura, las torturas y la guerra han sido un temblor muy fuerte para nosotros. Nos creíamos en nuestra torre de marfil, diferentes de Latinoamérica. Ahora sabemos, para bien o para mal, que somos Latinoamérica."

Beatriz Guido


"Fui a un colegio de monjas porque mi padre pensó que la liturgia y el boato enriquecerían mi imaginación más que la laica que daban unas maestras totalmente liberales y en donde que mi propio padre daba clases. Pero en la casa el ambiente era puramente liberal."

Beatriz Guido



"La luna se reflejaba en el espejo, y el espejo devolvía su luz, más poderosa aún, a todos los rincones del cuarto. Lo busqué por todas partes; no fue en la cama donde primero atiné a mirar. Como si fuera un animal lo que buscaba, recorrí primero el piso y las paredes; encima de los muebles, cargados de telas brillantes y puntillas; en las paredes cubiertas por fotografías con marcos de plata que irisaba la luna. No lo busqué en la cama, quizá para no encontrar así, tan de golpe, mi propio cadáver. Porque allí estaba yo: no tenía dudas. Pude verme sobre esa cama, más pálida que las sábanas; el cabello suelto sobre las fundas de nácar. Mi mismo respirar, lento, y agitado a la vez. Me vi como me había visto varias veces en las fotografías de la sala. Y mientras Miguel me bajaba, recién entonces comprendí que no era mi cuerpo el que había visto extendido sobre la cama, ni era tampoco mi propia imagen la que me había asustado, sino lo que yo podría llegar a ser si me encerraba en un cuarto durante veinte años, como mi tía Inés Lavigne.
— ¿Cómo es? ¿Lo viste? —me preguntó Miguel ayudándome a salir del montacargas,
— ¡Bah! Es un enano cualquiera...
Aguardé la llegada del cartero. Frente a todas mis suposiciones había una que las desbarataba por completo: Inés escribía casi todas las semanas desde Estados Unidos, desde un lugar llamado Alcatraz. ¿Cómo se las habían ingeniado para mantener durante tantos años, una correspondencia semanal tan fiel y precisa?
Cómo interceptar esa carta fue mi objetivo en los días que siguieron.
Mis siestas cambiaron de lugar: ya no era en la glorieta de las glicinas ni en compañía de Miguel —pasaba dando vueltas alrededor de la manzana con su rugiente motoneta—, sino en la galería de la entrada.
Extrañas señales de desconcierto me hacía Miguel sin atreverse a entrar, desafiándolo, lenta, corno un reto, continuaba horadando una sandía. Me hace daño recordar esas largas siestas de verano; el sueño de hombres y animales vencía todo posible acontecer.
Un día vi llegar al cartero en bicicleta; me adelanté hasta la reja del portón para enfrentarlo.
— ¿Carta de Estados Unidos? ¿Quiere las estampillas?
— Cuidado, romperá el papel del sobre...
— No se preocupe... Ésta es para mí.
— Todos los viernes, ¿eh? Yo conocía a su tía. Usted se le parece.
Guardé la carta contra mi pecho y corrí a encerrarme en mi cuarto.
Estaba escrita en inglés; necesité del diccionario para traducirla:
"Señora María Mercedes I. de Padrós.
Preciosa mía, botón de manzana:
La foto que me mandaste es de hace veinte años. ¿No te atreverías a sacarte una desnuda para tu amorcito? Me harías tanto bien... Aquí, todos los muchachos tienen una de sus mujeres, las legítimas; no nos la prestan ni por todo el oro del mundo. Seguí tu consejo y no quiero volver "al cajón" (creo que debe tratarse del calabozo), como en el 43. Tu "Papito" es un buen chico. Ahora me pasaron a la carpintería. ¿Quieres que te mande un cajón para que guardes por las noches tu maquinita de bordar? Decías bien: si salgo antes de que se cumplan los cuarenta, quién sabe por qué camino agarro, y todavía termino en la "silla plateada" que va al paraíso. ¿Qué me aconsejas, linda? Los muchachos no pueden creer que el otro día cumplimos diecisiete años de correspondencia. Uno se acostumbra a todo. Estos diecisiete años me parecen un día. Además, aquí no te mandan a la guerra. ¡Suerte que allí donde estás se come bien. No pierdo la esperanza de que se encuentre el dinero de la finada; entonces con guita me arreglo para sacarte y traerte a lo de tío Ralph. Alguna vez comerás los "hamburg de bronx", eso no lo dudes. Mándame el sweater que me prometiste. Me muero de frío por las mañanas, cuando me hacen lavar el patio del director... "
No seguí traduciendo. Rompí la carta y la quemé en el lavabo del baño.
No sé cuánto tiempo permanecí tirada en la cama con los ojos abiertos. Ya no tenía dudas. No pude ver el nombre del remitente, pero, seguramente, era de "Mr. Smith", un condenado a cadena perpetua, que jamás había visto a Inés. Por una simple y circunstancial correspondencia —de esas que propician ciertas sociedades piadosas divulgando: "Salve usted a un condenado". Elija su cárcel: Estados Unidos, Francia. Sálvelo. Usted, sólo usted podrá salvar un alma—, alguien, en mi casa, inició esa correspondencia que se prolongó durante casi veinte años."

Beatriz Guido
La mano en la trampa


"Los Torrecillas los miraban sorprendidos. Los mayores se llamaban María Constelación, Mario Venus, Mario Autillos, y la causa de sus nombre estelares es bien obvia e indudablemente conformaron el santoral con María o Mario. La chicas, las niñas se llamaban Ángeles, Pandora. Asistían la mitad del año a la escuela diurna y después las echaban porque se quedaban dormidas en los lugares y oportunidades más insólitos: los recreos, los baños, al izar la bandera, durante las visitas de la inspectora; no hablemos de los exámenes. La noticia de la expulsión era recibida con gran felicidad porque las devolvía a las noches más lúcidas y frescas. O tal vez lo aceptaban como algo lógico y fatal: los habitantes de la noche tienen sus reglas invariables y no se puede pretender que sean regidos por las leyes de los demás. Constelación, la mayor de las chicas, crecía sin embargo con sabiduría y belleza. Mientras la madre, Isabel Torrecillas, practicaba el culto metodista –por el hecho que la iglesia Corrientes le quedaba cerca. Ella esperaba a su padre con chocolate caliente, entretenía a sus hermano y leía en el silencio de la noche mientras sus hermanos se dedicaban a responder por la radio las llamadas de “Una voz en el camino”. Constelación y Othus dirigían a los demás. No había mucho que corregir para escribir la verdad, porque la noche los mantenía lúcidos, apacibles. Sus juegos eran bien específicos: cacerías de ratas, quema de cucarachas o escalar balcones y cornisas. Presentir intempestivos infartos o los partos en el alba. Y, ¿por qué no?, los coitos fortuitos. Porque ellos se habían especializado en el oficio de espías: el espión, el chivato, aquél que horada paredes, desvirga cerraduras, escala inodoros para vigilar por claraboyas y mamparas las letrinas vecinas: el hamacarse entre canefas de bronce hasta poder respirar entre contenidas risas las no placenteras defecaciones o las largas e infinitas evacuaciones de los viejos vecinos. No sólo miraban las estrellas. Se asomaban a los techos vecinos de esa antigua casa de departamentos, con la inconciencia y la avidez de los niños por lo escatológico, donde el ángel se alimenta de excrementos."

Beatriz Guido
Los Insomnes



"Mi relación con Leopoldo (Torre Nilsson) fue una lotería. No hubiera aceptado convivir con un hombre que me impidiera escribir, que se encelara con la literatura."

Beatriz Guido


"Mi única virtud es lograr que las personas sean felices a mi lado."

Beatriz Guido



"No hubiera aceptado convivir con un hombre que me impidiera escribir."

Beatriz Guido



"Quiere recordar algún momento fundamental de su vida en que Antola no estuviera presente. En las muertes como en las bodas, revive segura de su poder, sedienta por humillarlos, imponente en su fealdad, sin edad, sin formas, con el mismo cabello blanco sobre las sienes que peinaba el día que murió su madre. Sabedora de todos los secretos; delgados los muros para su oído de enferma, insolente y justa, fiel e imprescindible en sus vidas, desaparece en las terrazas y buhardillas —junto a los murciélagos y los ratones—, para reaparecer victoriosa en los momentos decisivos de los Pradere.
—Pensé que también te habías ido.
—¿Adónde…? No tengo dónde ir.
—Hacía mucho que no te veía.
—Andás demasiado ocupada.
—¿No se quedó nadie, ni siquiera las mucamas de arriba? ¿Adónde van?
—Todas tienen alguna pocilga que les gusta más que esta casa.
—¿Por qué me hablás así? —Sofía, sin saber muy bien a quién dirige la pregunta, y sin importarle demasiado la respuesta, ruega—: ¿Te parece que habrá algo de comer? Estos son días de foie-gras y galletitas inglesas.
—No te quejés; en la alacena les he dejado algo: conformate con eso."

Beatriz Guido
El incendio y las vísperas



"Soy terriblemente antiperonista."

Beatriz Guido



"Visualizo mi muerte en forma inocente, con un cielo, ángeles y paz, y con diablitos en el infierno. Lo que no le perdono a la muerte, a pesar de la profunda fe que me hace creer en el reencuentro, es el no diálogo, el silencio definitivo. Como dice Marguerite Duras, a nada le tengo más miedo que al olvido."

Beatriz Guido








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