Eduardo Halfon

"De niño y adolescente yo era el chico de las matemáticas, yo no leía cuentos ni novelas."

Eduardo Halfon


"El embajador de Estados Unidos se llamaba John Gordon Mein. No había sido un asesinato, sino un intento de secuestro que fracasó al tratar de salir huyendo Mein por la avenida, donde rápidamente fue acribillado por los guerrilleros. Ocho heridas de bala en la espalda, diría el juez tras la autopsia. El propósito del secuestro había sido canjear al embajador por el máximo comandante de la guerrilla, el comandante Camilo, capturado días antes por el ejército. Los guerrilleros habían estado esperando a Mein a una cuadra de la embajada —él volvía de un almuerzo— en dos carros alquilados: un Chevrolet Chevelle verde (Hertz) y un Toyota rojo (Avis). Ambos carros, se descubrió a las pocas horas, habían sido alquilados esa misma mañana por Michèle Firk, periodista y revolucionaria judío-francesa y también pareja de Camilo. La Llorona, le decía él, por su disposición a llorar en despedidas. Una semana después del asesinato de Mein, con la policía militar a punto de derribar la puerta de su casa, la periodista y revolucionaria Michèle Firk se suicidaría: un balazo en la boca.
Uno de los tres delincuentes buscados del boletín, el de la foto de en medio, el de la expresión entre siniestra e infantil, es Canción. Alias, dice debajo de la foto, El Carnicero.
Es el último día de marzo, 1970. Un martes de sol tenue de primavera. Pasado mediodía. Un Mercedes negro atraviesa la avenida de las Américas a muy baja velocidad: desde hace una semana está prohibido por decreto oficial, debido a todos los retenes militares en la ciudad, conducir a una velocidad mayor de treinta kilómetros por hora. El chofer del Mercedes se llama Edmundo Hernández. Le dicen Chito. Sentado en el asiento trasero, leyendo el periódico, va el conde Karl von Spreti, embajador de la República Federal de Alemania en Guatemala. El chofer lo mira por el espejo retrovisor, hermoso y elegante, y de nuevo pensando que von Spreti tiene un aire de actor de cine —en efecto, recuerda a Marcello Mastroianni—, no se da cuenta en qué momento ni de dónde han surgido dos carros que quieren impedirle el paso, enfrente del monumento a Cristóbal Colón: un escarabajo Volskwagen blanco y un Volvo azul perla.
Deténgase, le ordena von Spreti con certeza y fatalismo. Vienen por mí.
Seis guerrilleros salen de los carros. Tienen pasamontañas y ametralladoras Thompson (Tomis, les dicen). Uno de los seis abre la puerta trasera del Mercedes, toma al conde del brazo y, sin pronunciar palabra alguna, sin recibir resistencia alguna, lo encamina hacia el Volvo azul perla. Ese guerrillero con pasamontañas es Canción.
El objetivo principal del secuestro: intercambiar al embajador por diecisiete presos políticos. Pero el gobierno militar, a los cuatro días, y como respuesta a la petición de los guerrilleros, asesina a dos de los presos.
Ese domingo, alguien llama desde un teléfono público a la estación de bomberos. Una voz anónima le dice al bombero de turno que von Spreti está en una humilde casa de adobe sin techo ubicada en el kilómetro 16 de la carretera a San Pedro Ayampuc, un pueblo en las afueras de la capital. Los bomberos acuden de inmediato.
Encuentran el cuerpo de von Spreti en el jardín trasero de la casa, con un solo balazo en la sien izquierda, calibre nueve milímetros. El conde está sentado en la tierra, sus piernas estiradas hacia delante, su espalda contra unos arbustos. Aún lleva puesto un fino saco de dacrón azul y una corbata de seda negra. Sostiene sus gafas en la mano derecha: como si se hubiese quitado las gafas antes de morir, justo previo al balazo, para no tener que ver el rostro de su asesino, o para no tener que ver el rostro de la muerte."

Eduardo Halfon
Canción



"El humor para mí sucede en lo espontáneo e inesperado. Casi siempre en momentos de gran solemnidad. El humor como válvula de escape."

Eduardo Halfon


"Hay una parte de nuestra identidad que es líquida y otra que es estable o sólida. Esa esencia me interesa."

Eduardo Halfon



"La infancia es el terreno donde busco vivencias y evidencias. Voy buscando ahí pistas de la historia de un niño ahogado, pistas de qué paso en el caso del secuestro de mi abuelo. Regreso constantemente a escenas de mi infancia, a sus imágenes y voces.
La memoria no es rígida. No está escrita con tinta. Hay en ella un elemento líquido que fluctúa, que cambia, especialmente en esas improntas de la infancia que son tan fuertes.
Llego ahí a través de lo íntimo y pequeño."

Eduardo Halfon



"Más allá de algunas grietas en las paredes, nuestra casa se había dañado poco. Y el desorden de las primeras horas —macetas y lámparas tumbadas, libros caídos de sus repisas, cuadros torcidos, sillas volteadas o en lugares equivocados— fue velozmente compuesto por Pía y Márgara, Piedad y Margarita, las sirvientas.
El polvo, claro, duró un poco más.
Todo había amanecido velado por una capa de polvo muy fino, muy blanco, como si alguien, durante la noche, hubiese decidido esparcir gamonalmente un bote entero de talcos. Mi hermano y yo, entonces, sentados ya en un largo pasillo, nos pusimos a dibujar con el índice figuras muy rudimentarias sobre el piso de granito color crema: casas, árboles, carros, trenes, montañas, el sol y la luna y una nube, familias de palos con caritas alegres o caritas tristes. Éramos demasiado niños para escribir palabras. Al rato llegaron Pía y Márgara y pasaron sus trapeadores por todo el pasillo y nosotros, incrédulos, observamos nuestros dibujitos desaparecer. Entramos rápido al baño de visitas y en la semipenumbra (no había luz) dibujamos sobre las baldosas, en el lavamanos, en la tapadera del inodoro, hasta que de nuevo llegaron ellas y lo borraron todo con sus trapos y trapeadores. Luego en la sala, en los dormitorios, en el estudio de mi papá. Pía y Márgara entraban unos minutos después que nosotros y desde la puerta contemplaban nuestros trazos infantiles, riéndose tímidamente entre ellas antes de echarnos de allí en tono cariñoso y ponerse a limpiar. Con mi hermano, de una manera muy ingenua, por supuesto, entendíamos la intemporalidad de ese jueguito, y nos marchábamos corriendo en búsqueda de nuevos y más grandes lienzos por toda la casa. Y el final de esa búsqueda, el último espacio aún empolvado de la casa, fue el clóset de mis papás.
Era un clóset inmenso, aún más inmenso en el panorama de un niño. La ropa de mi papá estaba colgada de un lado, la ropa de mi mamá del otro. Nos sentamos en medio, reconfortados equitativamente por ambos olores, mal iluminados por una ventanita en alto que daba al jardín. Debido a los gritos de afuera, era evidente que mis primos habían iniciado un juego de un, dos, tres, cruz roja.
Yo estaba dibujando algo sobre el piso de madera cuando sentí o percibí que mi hermano ya no. Alcé la vista y en la suave luz todavía logré distinguir su silueta metida entre los sacos y abrigos de mi papá colgados a mediana altura. Seguí dibujando con el dedo. De pronto se detuvo el frufrú de sacos y abrigos. Pero yo seguí dibujando a pesar del silencio o quizás aún más tranquilo y concentrado debido al silencio. Sabía que mi hermano continuaba allí, escondido en la ropa de mi papá, aunque habían transcurrido ya varios minutos sin ningún ruido, nada, ni los sacos rozándose entre sí, ni sus pasitos crujiendo sobre la duela, ni siquiera su respiración.
En eso escuché un tronido seco. Levanté la cabeza. Volví a escuchar ese mismo tronido seco, áspero, breve, irreconocible. La ropa empezó a moverse muy ligeramente, como por una frágil brisa. Hice un esfuerzo visual y logré distinguir la sombra que era mi hermano surgir de entre los sacos oscuros y quedarse allí, de pie, enfrente mío, inmóvil, torpemente sosteniendo en sus dos manitas una pistola negra."

Eduardo Halfon
Clases de Chapín


"Me hubiese gustado preguntarle qué sintió cuando finalmente, tras casi sesenta años de silencio, dijo algo verídico sobre el origen de ese número. Preguntarle por qué me lo había dicho a mí. Preguntarle si soltar palabras almacenadas durante tanto tiempo provoca algún efecto liberador. Preguntarle si palabras almacenadas durante tanto tiempo tienen el mismo saborcillo al deslizarse ásperas sobre la lengua. Pero me quedé callado, impaciente, escuchando la lluvia, temiéndole a algo, quizás a la violenta trascendencia del momento, quizás a que ya no me dijera nada más, quizás a que la verdadera historia detrás de esos cinco dígitos no fuera tan fantástica como todas mis versiones de niño.
Écheme un dedo más, eh, Oitze, me dijo entregándome su vasito.
Yo lo hice, sabiendo que si mi abuela regresaba pronto de hacer sus compras me lo habría reprochado. Desde que empezó con problemas cardíacos, mi abuelo se tomaba dos onzas de whisky a mediodía y otras dos onzas antes de la cena. No más. Salvo en ocasiones especiales, claro, como alguna fiesta o boda o partido de fútbol o aparición televisiva de Isabel Pantoja. Pero pensé que estaba agarrando fuerza para aquello que quería contarme. Luego pensé que, bebiendo más de la cuenta en su actual estado físico, aquello que quería contarme podría alterarlo, posiblemente demasiado. Se acomodó sobre el viejo sofá y se gozó ese primer sorbo dulzón y yo recordé una vez que, de niño, lo escuché diciéndole a mi abuela que ya necesitaba comprar más Etiqueta Roja, el único whisky que él tomaba, cuando yo recién había descubierto más de treinta botellas guardadas en la despensa. Nuevas. Y así se lo dije. Y mi abuelo me respondió con una sonrisa llena de misterio, con una sabiduría llena de algún tipo de dolor que yo jamás entendería: Por si hay guerra, Oitze.
Estaba él como alejado. Tenía la mirada opaca y fija en el gran ventanal por donde se podían contemplar las crestas de lluvia descendiendo sobre la inmensidad del verde barranco de la Colonia Elgin. No dejaba de masticar algo, alguna semilla o basurita o algo así. Entonces me percaté de que llevaba él desabrochado el pantalón de gabardina y abierta a medias la bragueta.
Estuve en el campo de concentración de Sachsenhausen. Cerca de Berlín. Desde noviembre del treinta y nueve.
Y se lamió los labios, bastante, como si lo que acababa de decir fuese comestible. Seguía cubriéndose el número con la mano derecha mientras, con la izquierda, sostenía el vasito sin whisky. Tomé la botella y le pregunté si deseaba que le sirviera un poco más, pero no me respondió o quizás no me escuchó.
En Sachsenhausen, cerca de Berlín, continuó, había dos bloques de judíos y muchos bloques de alemanes, tal vez cincuenta bloques de alemanes, muchos prisioneros alemanes, ladrones alemanes y asesinos alemanes y alemanes que se habían casado con mujeres judías. Rassenschande, les decían en alemán. La vergüenza de la raza."

Eduardo Halfon Tenenbaum
El boxeador polaco



“Mi infancia fue en español y mis libros siempre van a la infancia”, son “un retroceso narrativo a mis orígenes y un acercamiento a la intolerancia religiosa y cultural.”

Eduardo Halfon


"Tamara tomó mi cigarro encendido del cenicero, le dio un profundo jalón y me preguntó en qué trabajaba. Le dije serio que era pediatra y mentiroso profesional. Levantó una mano como diciendo alto. Me gustó mucho su mano y no sé por qué recordé un verso de un poema de E.E. Cummings que cita Woody Allen en alguna de sus películas sobre la infidelidad. Nadie, le dije mientras atrapaba su mano elevada como a una pálida y frágil mariposa, ni siquiera la lluvia, tiene manos tan pequeñas. Tamara sonrió, me dijo que sus padres eran doctores, que ella también escribía poemas de vez en cuando, y supuse que me había atribuido la línea de Cummings, pero no se me antojó corregirla. Y ya no soltó mi mano.
Yael llenó los vasos mientras yo fumaba torpemente con la izquierda y ellas hablaban en hebreo. Qué pasó, le pregunté a Tamara y, con un puchero de pesadumbre, me dijo que el día anterior alguien le había robado sus cosas. Suspiró. Estuve caminando toda la mañana, por el mercado de artesanías, por algunas ruinas, por todas partes, y cuando me senté en una banca del parque central (así le dicen los antigüeños, a pesar de que es en realidad una plaza), me di cuenta de que alguien había rasgado mi bolsón con un cuchillo. Me explicó que había perdido un poco de dinero y también algunos papeles. Yael dijo algo en hebreo y ambas se rieron. Qué, interrumpí curioso, pero siguieron riéndose y hablando en hebreo. Apreté su mano y Tamara recordó que yo estaba allí y me dijo que el dinero no le importaba tanto como los papeles. Le pregunté qué papeles. Sonrió enigmática, como una vendedora holandesa de tulipanes. Cuatro hits de ácido, susurró en su mal español. Tomé un sorbo de cerveza. ¿Te gusta el ácido?, me preguntó, y le dije que no sabía, que en mi vida lo había probado. Con euforia, Tamara me habló diez o veinte minutos sobre lo necesario que era el ácido para abrir nuestras mentes y así volvernos personas más tolerantes y pacíficas, y yo en lo único que podía pensar mientras ella peroraba era en arrancarle la ropa allí mismo, enfrente de Yael y la pareja de alemanes y cualquier otro voyeur escocés que quisiera espiarnos. Para callarla y calmarme, supongo, encendí un cigarro y se lo entregué. La primera vez que probé ácido, dijo mientras compartíamos el cigarro, con mis amigos en Tel Aviv, me puse medio dormida, muy, muy relajada, y creo que vi a Dios. Me parece recordar que dijo Dios, en español, aunque también pudo haber dicho Hashem o God o Adonái o YHVH, el tetragrámaton impronunciable de cuatro consonantes. No supe si reírme y sólo le pregunté cómo era el rostro de Dios. No tenía rostro. ¿Y entonces qué viste? Me dijo que era difícil de explicar y luego cerró los ojos mientras adoptaba un aire místico y esperaba alguna revelación divina. No creo en Dios, le dije despertándola de su trance, pero sí hablo con él todos los días o casi todos los días. Se puso seria. ¿No te consideras judío y tampoco crees en Dios?, preguntó en tono de reproche, y yo sólo subí los hombros y le dije para qué y me fui al baño sin darle la menor oportunidad a un tema tan inútil."

Eduardo Halfon
Monasterio



"Yo soy muy contenido, soy cuentista. Soy de libros muy breves. Duelo es una novelita cortísima, o un cuento largo, pero sentirás lo mismo, sentirás una contención del lenguaje, muy cuidado. Es mi voz, es mi manera de contar. Me encantaría poder escribir un libro de 300 páginas, y a mis editores también les encantaría porque es más normal, más vendible. Yo escribo el relato que me pide ser escrito, no impongo una extensión. Me dejo llevar y se van apareciendo cosas en el camino. Es todo muy intuitivo, muy espontáneo, muy musical. Lo siento más que lo pienso, pero es mi manera de contar."

Eduardo Halfon















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