Emeterio Gutiérrez Albelo

A la Laguna

Por sus hondas casonas, lapidario,
dejó el tiempo, al pasar, profundas huellas;
y enhebró, mansamente, tu rosario,
tu rosario de líricas querellas.

Si repaso las hojas de tu diario
para mí las mejores son aquellas
donde el aroma con aire legendario,
o en acciones románticas, descuellas…

Alzas, toda floral, un incensario;
y a la vez eres cáliz y sagrario
bajo un palio litúrgico de estrellas.

Deja, pues, que yo venga a tu santuario,
a seguir enhebrando tu rosario,
tu rosario de líricas querellas.

Emeterio Gutiérrez Albelo



Campanario

¡Campanario!:
también en mi corazón
alguien está repicando.

Amapolitas, violetas,
madreselvas y geranios,
¿hasta vosotros no llega
mi corazón dilatado?

Todo vestido de risas,
saltando,
—¡como un chiquillo!—
se me ha ido por el campo...

Emeterio Gutiérrez Albelo


Canción de mi fortuna

¡Qué repleto de monedas
azules tengo el bolsillo!
Puedo comprar todos los prados
y todos los caseríos.
Y la esquilita de la ermita,
que tan dulce suena en mi oído.
Y la posada de Teresa,
dorados como los trigos.
Y las flores de todos los jardines
Y las sonrisas de todos los niños.
Y tantas cosas más, que a enumerar no sigo:
pues el papel a los poetas nos cuesta caro
—como bien dices tú, Francis Jammes amigo…

¡Cuántas cosas puedo hacer mías,
Dios mío!
¡Qué repletos de monedas
azules tengo el bolsillo!

Emeterio Gutiérrez Albelo



La Venus apuntalada

Ni tus ojos enormes, de paraíso y de aquelarre,
que, de repente, se encogieron
detrás del garabato de los impertinentes.
Ni tus tacones inseguros de oca enferma.
Ni tu pulmón izquierdo, blando pichón acribillado
por las descargas más crueles.
Ni tu extirpado riñón que subió al cielo,
y está sentado a la diestra de la luna.
Nada. Nada. Tan solo
el cartel gritador de las mil libras,
el cartel afrentoso del triunfo.
Y el ladrar de los canes macilentos
en pos de epitalámicos faldones...
Eso sólo.
Eso sólo, Dios mío,
me hizo huir —de espaldas—
en angustioso velocípedo.

Emeterio Gutiérrez Albelo



-Sí, yo os amo,
por eso:
por tristes,
por hambrientos,
porque sabéis morder…—
Al terminar mi brindis,
aplaudieron
con entusiasmo
aquellos
doce canes
famélicos
del cenáculo
incierto.
Aunque no se sabía
quiénes eran –yo y ellos—
anfitrión e invitados
de aquel acto postrero.
Ni, tampoco, el traidor.
Ni, siquiera, el maestro.

Yo, el impar
y agorero
comensal, los miraba
fijamente, en silencio.
Todo fue hasta allí bien,
ordenado, severo.
Mas ante el espumoso
taponeo,
se inició
el desconcierto.
Y, como
obedeciendo
a algún signo
secreto,
la docena
de perros
se abalanzó, rabiosa,
sobre mí, y, al momento
–destrozando mi traje
de charoles perfectos—,
descarnóme en un puro
garabato de huesos.
Yo lo miraba todo
ausente, desde el techo.
Pero al amanecer
–mucho antes que en la crónica oficial de sucesos—,
me vi multiplicado
en todas las esquinas de aquel barrio sin sueño.

Emeterio Gutiérrez Albelo




Símbolos

Tengo el alma de un monje que miniara una artística
floración mitológica de leyendas paganas.
Y exprimo de las viñas de Dios, con unción mística,
sus azules racimos en mis copas romanas.

Pongo a un tiempo en el Cosmos emoción panteística,
llamaradas faunescas, ternuras franciscanas.
Y fulgura en la aurora de mis selvas tempranas,
junto al cisne de Leda, la paloma eucarística.

Coronado de rosas, las estrellas contemplo
y me exalto me las cumbres de inquietudes celestes
mientras muerde mi barro la serpiente maldita.

Y es que surge en el Ara risueña de mi templo,
al sonar de harpas célicas y siringas agrestes,
frente a la cruz de Cristo, la estatua de Afrodita.

Emeterio Gutiérrez Albelo




Todos los maniquíes de la ciudad fueron llegando
con un estrépito de alambres y maderas.
Unos azules discos de gramófono
lucían sobre el pecho, hacia la izquierda,
clavados al nivel
de la quinta traviesa.
Los anunciaba una registradora,
rígida, de librea.
Ingurgitando tiques.
Y escupiendo tarjetas.
Iluminaban el salón enorme
mil hachones de tea,
y, posándose en rotos candelabros,
un rumor de luciérnagas.
Escondido en el carro de la basura, pude
llegar allí y colarme de rondón en la fiesta.
En el momento en que empezaban
los bailarines a autodarse cuerda.
Un zapato de plata, duro y frío,
dirigía la orquesta
de pistones y émbolos,
de palancas y ruedas.
Toda la noche estuve dando vueltas.
En una danza interminable.
Clavado sobre el sexo de una guitarra vieja.
Y la mañana abierta
me sorprendió tendido en la escalera.
Sudoroso, apagándome.
Succionando el pezón de una bombilla eléctrica. 

Emeterio Gutiérrez Albelo











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