Emilio Gutiérrez Gamero

"¡Cómo cambia el modo de la novela a medida que va evolucionando la vida social! Romántica, histórica, realista, naturalista, psicológica, simbólica, política, sociológica, modernista y tantos motes más como se podrían añadir a estos, son manifestaciones del deseo de dar con una fórmula expresiva del contenido ideológico del ambiente."

Emilio Gutiérrez Gamero
La novela social, 1920, p. 9



"Era don León Hernampérez el hombre más descabalado que ha nacido de madre. Le conocí en el viejo café de La Iberia, porque algunas veces me arrimaba a la mesa donde él tenía su tertulia junto con otros, si no tan desequilibrados como el individuo a que me refiero, bastante tomados del morbo revolucionario. Años han transcurrido de lo que va a continuación de este preámbulo, y cuando cierro los ojos me parece que le estoy viendo sin perder ningún detalle de su interesante persona. Con los concurrentes a la tertulia de La Iberia, donde don León gozaba puesto preferente, podíanse hacer varios y muy sabrosos retratos, dado que, comulgando todos en la misma Iglesia, cada cual tenía su faceta revolucionaria, unos, de sangre y exterminio, y otros, de andemos con pies de plomo; pero mi don León dominaba el cotarro, y cuando, en voz baja y áspero tono, con dejos de elocuencia tribunicia, decíales cómo todo lo existente iba a desplomarse, gracias al empuje de ciertas fuerzas y valiosos elementos solo de él conocidos, pues que por él fueron preparados, a aquellos buenos patriotas, incapaces de matar un inocente cínife, les hervía la sangre y a duras penas refrenaban su coraje, pronto a escaparse de sus bocas en gritos subversivos y en frases espeluznantes. Muy sugestivo para mí todo lo pintoresco, y la época a que aludo lo era en grado sumo, excuso decir que me hice asiduo a la famosa tertulia, y por la admiración que puse en mis palabras al finalizar don León cualquiera de sus discursos, le caí en gracia y me consagró amigo suyo y catecúmeno de su escuela filósofo-político-social, cuyo programa reducíase a derribar, manu militari, todo lo existente y caiga el que caiga. Como natural consecuencia de nuestra comunidad de ideas, vino el acompañarle a su domicilio al retirarnos de La Iberia, discurrir por la Moncloa para explanarme sus planes, y así, de hilo en hilo, me introduje en su casa, dándome con tal introducción una prueba de confianza, pues no gustaba de amigos que penetrasen en sus familiares adentros. Vivía con su hermana, doña Lorenza, en un cuarto de la calle de Fuencarral, modesto, pero con mucho gusto adornado, cuyos detalles, algunos primorosos, parecían las caspicias de antigua riqueza. La tuvo, en efecto, y no hecha por inconfesables garbeos, sino mediante la benignidad de un pariente lejano que le hizo su heredero, de cuya herencia muy poco quedaba. —¡Es una pena! —decíame doña Lorenza un día que nos encontramos solos—. Mi hermano es más bueno que el pan blanco, un corazón de oro, fino en su trato y formal en sus palabras; pero, en cambio, tiene dos defectos, por los cuales mi pobre León resulta una bala perdida. El uno, es su desmedida afición a las mujeres… —Eso no es un defecto —corregí a doña Lorenza—, sino una excelente cualidad. —Que llevada a la exageración raya en manía, pues por ella se le han ido los cuartos —interrumpió la hermana de don León. —¿Y el otro defecto? —interrogué a la señora. —El más tremendo, que le dejará secos los sesos y vacíos los bolsillos. Mi hermano odia con odio implacable a todo Gobierno.

Se dice republicano porque el actual es monárquico; pero si vinieran los republicanos, renegaría de ellos. Conspirando contra el que manda, sea rey o sea Roque, se ha pasado su vida, y no puede usted imaginar el dineral que las malditas conspiraciones le cuestan. Lo malo es que en lo tocante a mujeres no hay una que le pare. Al principio de su locura amatoria, un verdadero paraíso; pero, al poco tiempo, o las cansa o se cansan, o llega cualquier pelafustán y le sopla al oído una cantata revolucionaria, y entonces adiós el amor y viva la República. Le digo a usted, amigo mío, que mi dichoso hermanito nos va a volver tarumba a mí y a cuantos seduce con su labia. —Pues yo —repuse a doña Lorenza—, en muchas conversaciones que con su hermano he tenido lo he encontrado con muy recto pensar y muy claro sentir. —En no tocándole su lado flaco, León es encantador, y además, de mucha lectura y buena memoria; pero como la plática vaya a parar a motivos de jarana, despotrica y no hay dios que le contenga. Y aquí viene una falta de que me acuso, para cuyo perdón he de buscar un confesor de esos que gozan de amplísimos poderes absolutorios. Dije falta, porque resulta tal excitar la manía de un loco y ponerle en el disparadero de su locura. —Pero ¿usted, don León, fue el que…? —Sí, mi joven amigo —díjome frunciendo las cejas y volviendo su cabeza hacia la derecha como para ver si alguien podía acechar nuestra conversación, movimiento que, en fuerza de la costumbre, le quedó y siempre empleaba, aun en el relato del más pacífico y poco alarmante suceso —. Sí, querido amigo —continuó—. Yo fui el hilo conductor, el que llevó la orden definitiva, la mecha que puso fuego a la mina. Yo, el que convenció al general, amansó al coronel, electrizó a los oficiales y sacó del cuartel a los soldados; yo, que con esta actividad revolucionaria de que gozo, he llevado cartas de Madrid a Londres, y fabricado claves, y rondado cuarteles, y prometido credenciales y grados para el día del triunfo, y todo sin pedir un real a los manipulantes de nuestra causa, todo de mi propia faltriquera, para que mis correligionarios viesen el patriótico y puro desinterés que me domina, porque no me mueve la ambición, sino el deseo vehementísimo de hacer feliz a nuestra desdichada España. Créame usted, joven neófito. No es posible llevar a buen término una revolución que dé al traste con todo lo existente sin contar conmigo.

Después de estas palabras me quedé mirándole, como si fuese el único ejemplar de una especie humana ya desaparecida, y no quise decirle que eso de llevar a buen término una revolución yo lo entendía como dar pie para que las gentes se rompan la cabeza, los bullangueros medren, los tunantes se aúpen y los pacíficos renieguen del hallazgo. Por aquellos días se habló mucho de pronunciamientos militares, y como ello coincidiese con quehaceres inaplazables que requerían mi presencia fuera de Madrid, no obstante mi curiosidad, me marché a Cádiz, luego hice un largo viaje por Europa y, ya bien corridos cinco o seis años, di la vuelta a la villa y corte. Y un día me vino a la memoria el famoso don León. AI momento me fui a su antiguo domicilio de la calle de Fuencarral, seguro de que mi visita había de agradarle. Difícil me fue hallar a la familia de Hernampérez, porque de la casa que yo frecuenté salieron los dos hermanos sin dejar las señas del nuevo paradero, y solo en fuerza de paciencia, al fin en una casa del barrio de Pozas di con doña Lorenza. —¡Ay, don Jesús! Mi pobre hermano pasó a mejor vida hace un año —díjome la buena señora, limpiándose los lagrimones que acudieron a sus ojos en cuanto le dirigí la natural pregunta. —¿Siempre con su monomanía revolucionaria, por supuesto? —Más loco que nunca. Hizo el diablo que el Gobierno le tomara entre ojos por haber impreso y repartido un papelucho en que ponía al Poder moderador como hoja de perejil, y desde entonces no tuvo León hora tranquila, ni en su cuerpo ni en su alma."

Emilio Gutiérrez-Gamero y Romate
Abajo lo existente


"La explicación de lo ocurrido no podía ser más sencilla. El ordenanza de telégrafos equivocó el parte que iba destinado a otro vecino de Zamora, cuyo apellido era idéntico al de D. Siro. El Pérez número dos tenía en Madrid un hermano enfermo, a quien, sin duda, le recetaron duchas y dieta. Deshecha la equivocación, fue cada telegrama a su dueño, y el Pérez de la lotería tuvo el de su amigo D. Eloy, que le anunciaba no haber sido agraciado con premio alguno el famoso 2.832.
En cambio no se explicaba Juanita Trigueros por qué razón, si los preceptos del libro misterioso se cumplieron al pie de la letra, no resultó el número del premio gordo. Para averiguar la culpa del tremendo fracaso reconstruyó la escena de casa de D. Siro, y al firmar los sumandos de la primera cantidad dio con el gazapo. ¡Cómo había de salir bien la cuenta si ninguna de las mujeres de la reunión —exceptuando a las niñas de Dª Robustiana— confesó su verdadera edad, y la que menos se quitó diez años!
Al poco tiempo corrió por la ciudad el suceso, hablaron de él los periódicos, circuló por toda España, hasta llegó a América, y desde entonces recibe a diario Juanita Trigueros un montón de cartas cuyo contenido se reduce a pedirle que revele, mediante participación gratuita en los beneficios, la estupenda combinación cabalística."

Emilio Gutiérrez Gamero
Las tres dichas





"Yo escribo sólo por escribir, porque me gusta, por ese placer de prolongar nuestra vida interior en la vida de las cuartillas… He sido siempre un optimista."

Emilio Gutiérrez Gamero



"Yo no escribo con facilidad. Y nadie lo imaginaría al ver que mi prosa parece clara, natural, sobria… Sin embargo, tras esa sencillez de estilo de mis páginas hay una preocupación, un esfuerzo de ir seleccionando, de ir buscando lo más exacto y lo más bello… Me cuesta escribir… Y creo que en la mayor parte de los escritores se da el mismo caso. Tras la apariencia de un estilo sencillo se esconde casi siempre esa labor que el público no ve… Yo recuerdo que en París el gran Alfonso Daudet me hacía esta misma confesión cuando yo le felicitaba por la primorosa tersura de su prosa…"

Emilio Gutiérrez Gamero









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