Julián Herbert

"De niño quería ser científico o doctor. Un hombre de bata blanca. Más pronto que tarde descubrí mi falta de aptitudes: me tomó años aceptar la redondez de la Tierra. En público fingía. Una vez en el salón (uno de tantos, porque cursé la primaria en nueve escuelas distintas) expuse ante mi grupo, sin pánico escénico, los movimientos de traslación y rotación. Como indicaba el libro, representé estos procesos atravesando con mi lápiz una naranja decorada con crayón azul. Memorizaba cada cuenta ilusoria, los gajos perpetuados en actitud de giro, las horas y los días, el tránsito del sol… Pero por dentro, no. Vivía con la angustia orgullosa y lúcida que hizo morir desollados a manos de san Agustín a no pocos heresiarcas.
Mamá fue la culpable. Viajábamos tanto que para mí la Tierra era un polígono de mimbre limitado en todas direcciones por los rieles del tren. Vías curvas, rectas, circulares, aéreas, subterráneas. Atmósferas ferrosas pero leves semejando una catástrofe de cine donde los hielos del polo chocan entre sí. Límites limbo como un túnel, celestes como un precipicio tarahumara, crocantes como un campo de alfalfa sobre el que los durmientes zapatean. A veces, subido en una roca o varado en un promontorio de la costera Miguel Alemán, miraba hacia el mar y creía ver vagones amarillos y máquinas de diesel con el emblema N de M traqueteando espectrales más allá de la brisa. A veces, de noche y desde una ventanilla, pretendía que las luciérnagas bajo el puente eran esas galaxias vecinas de las que hablaba mi hermano mayor. A veces, mientras dormía tirado en un pasillo metálico abrazando a niños desconocidos, o de pie entre decenas de cuerpos hacinados que olían a sorgo fresco y sudor de cuatro días, o con el esqueleto contrahecho sobre duras butacas de madera, soñaba que la forma y la sustancia del planeta cambiaban a cada segundo. Una tarde, mientras el ferrocarril hacía patio en Paredón, decidí que el silbato de la locomotora anunciaba nuestro arribo al fin del mundo."

Julián Herbert
Canción de tumba


Don Juan derrotado

Todas mis mujeres quieren estar con otro.
Me abandonan por un adolescente,
alaban a su esposo mientras yo las estrecho,
se van con periodistas,
con autistas,
con rubios bien dotados, con guerreros
y cantantes venidos de ultramar.
Todas son bárbaras, histéricas,
infieles: me acarician
con el filo azorado de un puñal de lencería
y se lanzan a bailar en la inmunda taberna
montadas en los ácidos corceles del calor.

(Siempre bailan con otro:
mi vida es un gazapo entre las pausas de la orquesta.)

Yo las deseo entrecortadamente,
como un caimán imbécil y violento
que gusta de la presa aderezada con veneno.
Yo las deseo en las cornisas más esbeltas del amor.

Abismos sucesivos y dádivas perpetuas,
sus cuerpos se prolongan en mí hasta confundirse:
una compra cortinas,
ésta me pide que por favor la abofetee,
aquélla está sentada en un parque vacío,
la mirada perdida, comiéndose un helado.
Yo les muerdo los cuellos,
les palpo cada legua de la piel,
les hablo con la piedad de un epiléptico
que habla a sus pesadillas.
Ellas no duermen nunca: su único empeño
es la traición.

Celosas. Inconstantes.
Me arrojan de sus vidas como a un príncipe azul
que es echado de la fiesta de disfraces
con nada más que un vaso desechable en la mano.

Todas me engañan. Todas.

En sus brazos,
yendo de unos a otros brazos,
me siento como César, que miraba
–mientras ardían en su pecho los cuchillos–
algunos de los rostros que más amó.

Julián Herbert



Hexagrama del asno

¿Y qué decir de un asno?
Yo nunca dije nada.

Había un asno junto a la boca de Leticia:
era lunar su ardor
y se rascaba contra mí
furiosamente.
Había un asno en la casa de Juan Luis
y nos cobraban cinco pesos por montarlo.
Yo nunca lo monté.
Había uno hinchado y negro flotando en el arroyo,
otro muy amarillo en un sueño del Ártico,
y el de las tiras cómicas,
y un asno un poco bizco en la mirada de Gabriela
vuelta sobre su hombro desde un país de aroma.

Asno.
Tan bestial esta palabra
que me repugna todavía. Como fundar
en una coz el vuelo de los ángeles.
Como ser la pelambre y rumiar parpadeos
de un aliento sonoro entre los girasoles.
Sin aurigas ni hazañas, apenas alveolado
por el pudor
o la procacidad de una muchacha.
Sin ley ni alegoría, apenas sumergido
en la cobriza tarde
igual que un tren de Turner.

La mismidad —nunca lo dije—
era este mismo asno
detenido en su piel color de rata
frente a un fondo vulgar de espigas verdes.
Un gusto de vivir animal y esforzado,
pero amargo
como la salvia o el laurel.

Julián Herbert

 

José Juan Tablada me llama por cobrar

1
Noche negra junto al riel.
Pasa una máquina diesel.
Pasa, con ella, la luna.

2
Quemadura de sol
en los carrizos:
dura más que el verano.

3
Una súbita raíz:
el perfume de la flor
en la basura.

4
También el chorro de agua
es un espejo.
Pero no está dormido.

5
Venus de bisutería
saliendo de un mar quemado
la ciudad desde el avión.

6
Un puente verde sobre
la mañana roja.
Tú en la otra orilla.

Julián Herbert



McDonald’s

Nunca te enamores de 1 kilo
de carne molida.
Nunca te enamores de la mesa puesta,
de las viandas, de los vasos
que ella besaba con boca de insistente
mandarina helada, en polvo:
instantánea.
Nunca te enamores de este
polvo enamorado, la tos
muerta de un nombre (Ana,
Claudia, Tania: no importa,
todo nombre morirá), una llama
que se ahoga. Nunca te enamores
del soneto de otro.
Nunca te enamores de las medias azules,
de las venas azules debajo de la media,
de la carne del muslo, esa
carne tan superficial.
Nunca te enamores de la cocinera.
Pero nunca te enamores, también,
tampoco,
del domingo: futbol, comida rápida,
nada en la mente sino sogas como cunas.
Nunca te enamores de la muerte,
su lujuria de doncella,
su sevicia de perro,
su tacto de comadrona.
Nunca te enamores en hoteles, en
pretérito simple, en papel
membretado, en películas porno,
en ojos fulminantes como tumbas celestes,
en hablas clandestinas, en boleros, en libros
de Denis de Rougemont.
En el speed, en el alcohol,
en la Beatriz,
en el perol:
nunca te enamores de 1 kilo de carne molida.

Nunca.

No.

 Julián Herbert



Oscura

a Javier Sicilia

Pasé toda la noche con el brazo en una grieta.
No era un aula de santos.
Era un hotel a las afueras de Querétaro.
Dos camas individuales provisionalmente pegadas
para caber los tres (siempre tres) juntos.
Ascésis: duermevela: Aníbal Barca, mi hijo, cayendo cada 15 minutos por el hueco.
Es vulgar pero no es falso: pasé toda la noche con el brazo en una grieta.
Me inculcaba el demonio de una negra rabia acústica: ¿para qué escribir poemas
si todo lo que hiere tiene el tacto vacío, usura de una tumba?
Encandilado, muy orondo y sin luz (sin otra luz y guía sino etcétera etcétera),
escribí de memoria estos versos:

“Al menos toca lo que matas.
Siéntelo babosa lumbre negro caracol con la que marcas —meas—
plásticos: Identidad.
Recuerda, cuando vayas al cine a ver películas de nazis, que tú no eres judío.
Pero si eres judío no recuerdes nada: al menos toca lo que matas.
No te metas en dios. No vueles coches. No hagas citas sagradas. No discutas conmigo.
No me vendas muñones. No me traigas cabezas. No me pidas que aprenda a respetar.
Toca.
Al menos toca lo que matas.”

Son pésimos. Lo supe de inmediato.
Hace un par de años que no logro hacer poemas.
Lo extraño pero no lo lamento.
Todos sabemos que la poesía no es más (ni menos) que una destreza pasajera.
Una destreza que, perdida, se hace tú y alumbra oscura.

Igual que un padre pasará toda la noche con el brazo en una grieta
procurando que la cabeza de su hijo no toque nunca el suelo.

Julián Herbert




“Soy un hombre muy soberbio. Eso es veneno puro.”

Julián Herbert

















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