Maja Haderlap

aún recuerdo, estábamos sentados en el bosque
y masticábamos las hojas.
tú dijiste: en el interior crecen los hongos
de la guerra. al fermentarse, resplandece
bajo la piel el agua que envejece.
eso es el odio, mi amor.
mientras, extraje gusanos de
mi vientre, vi
al dios justo dar volteretas
y romperse las piernas vi
el fluir de la noche.
mi lunar se hinchó
y caracoles ascendían por el tronco del árbol.
¡algo podría pasar,
todo podría pasar!
mas tú me detuviste: ven,
dijiste, ¡ven! nada nos espera.
nadie cuida la casa.

Maja Haderlap



el viejo
del sombrero negro saluda.
Estamos de pie en el círculo
y hemos quemado las fotografías.
ya no hablamos de
palas ni picos.
ya nadie visita la tumba de
sus padres.
como torres de vigilancia
se derrumban nuestras frases.
inentendidas, aunque cada palabra
sea descifrada en la extranjera
y abandonada orilla.
cabello gris cae de
las copas de los árboles, mientras
el viejo saluda y
nosotros ardemos tan raro.

Maja Haderlap




en nuestra mesa se canta
estamos de luto, mas las bocas
están rojas y húmedas.
oigo hablar las lenguas
bajo el viejo olivo.
contemplamos el tronco nudoso
y decimos: ¡qué hermoso es este árbol!
¡y que él exista!
luego arrojamos luces,
pero con los rostros compungidos
sólo pescamos sombras.
en secreto guardamos el botín
en nuestras bolsas.
cantamos sin cesar:
¡nosotros! ¡tenemos, crecemos y somos!
aún no se pueden ver los mensajeros,
aún no se oyen los rumores de subversión.
pero estamos esperando precavidos,
estamos esperando.

Maja Haderlap



"He caído dentro del carcaj de la muerte, he oído su respiración, he palpado sus fauces."

Maja Haderlap
El ángel del olvido



"Sólo cuando toca hacer masa para el pan la abuela aprecia la ayuda de mi madre. La observa entonces mientras ella amasa la harina. En la artesa, la masa chasquea y chapotea.
Las gotas de sudor cubren la frente de mamá y caen sobre el pan en gestación. Ella se incorpora y se enjuga con el brazo el sudor de la cara. Tiene las mejillas rojas y la blusa arremangada; por el escote puedo ver la camiseta que lleva debajo. Pregunta cuál es la proporción de centeno y harina de trigo, la de levadura y agua, quiere saber cuántos kilos de harina emplea. La abuela le dice que la masa estará en su punto cuando cubra las acanaladuras en la pared de la artesa. Entonces mamá se inclina de nuevo sobre la masa. Cuando ésta empiece a desprenderse de sus dedos y no haya chasquidos en la artesa, habrá concluido la labor. La abuela marca una cruz en la masa y la tapa para que crezca.
Dos horas después de que la abuela haya alimentado las fauces abiertas del horno con las grisáceas pelotas de harina, éste le devuelve las hogazas. Saca entonces el pan caliente de aquellas fauces, lo cubre con un paño, lo bendice y lo deposita en mi delantal. Yo lo llevo hasta el salón para que se enfríe y lo empujo sobre la mesa o sobre el espacioso banco de la estufa. El olor a pan reciente inunda la casa. La abuela recorre las habitaciones como si quisiera cerciorarse de que los vapores de la masa agria han alcanzado todos los rincones de la vivienda.
«Así era el pan que nos daban de comer en el campo.
¡Así!», me dice, indicando con el pulgar y el índice el grosor de las rebanadas que repartían entre los prisioneros.
«Tenía que alcanzarnos para todo un día, a veces incluso para dos. Más tarde, ya no nos daban ni eso», añade.
«Teníamos que imaginárnoslo.» La miro. Y entonces dice, como dirá siempre: Je bilo cˇudno (Era extraño); eso dice, aunque quiere decir «Era terrible», pero jamás se le ocurre pronunciar la palabra grozno.
En los bolsillos de su delantal guarda migas y cortezas secas de pan. Cuando atraviesa el patio en dirección al establo reparte ese pan entre los animales. A las gallinas les lanza las migas, que describen un amplio arco en su vuelo; a las vacas y los cerdos les mete las cortezas en la boca. «Con el pan hay que pensar también en los animales», dice la abuela, «porque el pan que repartes vuelve a ti.»
Para el Día de Difuntos pone siempre sobre la mesa una hogaza y un cuenco de leche para los muertos. Para que tengan que comer cuando acudan de noche. «Y para que nos dejen en paz», dice.
Me imagino a los muertos comiendo con manos invisibles, pero por la mañana todo parece intacto. El cuchillo sigue al lado de la hogaza, la leche está sobre la mesa, como si ni siquiera la hubiese rozado el aliento. «¿Han venido?», le pregunto. «Sí», dice la abuela. Vaya si lo sabrá ella, pienso, que está tan familiarizada con la muerte. La vio en otro tiempo, cuando ésta se le mostraba cada día, cada hora."

Maja Haderlap
El ángel del olvido


















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