Mario Halley Mora

La trampa

Ruego al padre del alumno Raúl Ortiz (h), se sirva presentarse el día de mañana en horas de clase, por motivos que guardan relación con la conducta del niño. La maestra». La seca citación estaba escrita con prolija letra pedagógica, en el bastante sucio cuaderno de deber de Raulito (hijo).

Raúl (padre) requirió a Raulito (hijo) el motivo de esta llamada. Y por toda respuesta, el chico se echó a llorar desconsoladamente.

Un poco temeroso de encontrarse con una maestra como la que le había tocado a él mismo en el quinto grado, bigotuda, solterona y malhumorada, Raúl (padre) se encaminó a la Escuela, y solicitó una entrevista con la maestra de Raulito (hijo) y cuando ella, durante el primer recreo, lo recibió en la antesala de la Dirección, tuvo una agradable sorpresa. La maestra ni era solterona, ni bigotuda, aunque sí malhumorada, cosa que no podía ocultar ni siquiera detrás de sus ojos celestes y la inocencia juvenil de su boca.

-Señor Ortiz -dijo la joven maestra, sin preámbulo alguno-. Su hijo es una calamidad. Viene con los cabellos largos y despeinados. Trae siempre las uñas sucias y el guardapolvos imposible. En el barro de sus zapatos se puede estudiar la historia de la Tierra...

Avergonzado, Raúl (padre) bajó la cabeza. Y la maestra prosiguió implacable:

-Y sus deberes, señor, parecería que escribe con una mano y con la otra se come una empanada y se me ocurre   —35→   que a veces se confunde y se come el lápiz y escribe con la empanada, tan grasientas están las hojas... Dígame, señor... ¿No puede venir más limpio, más aseado a la Escuela...? ¿No podrían ayudarle a hacer mejor sus deberes...? ¿No le obligan en su casa a estudiar sus lecciones? ¡Ciertamente, su hijo es una calamidad, señor!

Raúl (padre), humillado, atinó una explicación.

-Señorita, usted tiene toda la razón del mundo -dijo-, trataré de remediarlo. Es que nos vemos tan poco con Raulito. Soy contador público en dos empresas. Regreso recién por la noche, y si no lo encuentro dormido, está en la calle, vaya a saber con quién. Pero le prometo que me ocuparé...

-Si usted no tiene tiempo... ¿Qué hay de la madre? -preguntó la maestra.

Raúl (padre) la miró tristemente.

-Soy viudo, señorita -aclaró-. Estamos solos, o casi. Nos atiende una cocinera vieja, que sólo ve con un ojo y cojea de la derecha.

Los ojos celestes y límpidos de la maestra se llenaron de lágrimas. La boquita, antes severa, pareció torcerse en un puchero infantil.

-Oh, lo siento tanto, señor -dijo la maestrita, con voz temblorosa, mientras recogía con un dedito rosado una lágrima que le corría por las mejillas-... He sido tan injusta con usted y con Raulito. Me he estado burlando del dolor de mi prójimo... -giró la cabeza con un airoso revoloteo de sus cabellos rubios y se puso a llorar quedamente.

A esta altura, el corazón de Raúl (padre) ya estaba reducido a maleable arcilla. Trató de hablar con voz de muy hombre, pero le salían gallitos enternecidos.

-No se angustie así, señorita -pidió-. Nadie le culpa. Usted no lo sabía...

-Me duele tanto ese pobre niño... -suspiró ella desde atrás de la cristalina cortina de sus lágrimas, y prosiguió- ¿Me deja ocuparme de él...? Conozco su casa.   —36→   Vendré por las mañanas. Por supuesto, cuando usted no está...

-Pero señorita...

-No. No. Soy su maestra. Su educación es de mi competencia. Lo quiero como una cuestión personal... y para corregir una injusticia...

Con la lengua absolutamente enredada, Raúl (padre) intentó dar las gracias, y se marchó.

Dos meses después, la dulce maestrita escribía una esquela a su mamá:

«Querida mamá. El truco de la maestra enojada resultó. Anoche Raúl solicitó mi mano. Se la di, desde luego. Nos casamos el mes que viene. Si piensas regalarme algo, que sea una docena de jabones de baño. Son para Raulito, Marta»."

Mario Halley Mora




"La ventana del dormitorio de don Miguel da al gran patio en sombras. Están abiertas por el calor y junto con una tenue brisa penetra un olor de guayaba madura, como tomado de la mano con los efluvios de las limas de Persia que se pudren al pie del árbol. El aguaí espeso y sombrío suelta su ronda de murciélagos, y la fronda del aguacate da paso a trozos de luz de luna que ilumina la hojarasca caída, verdosa, luminiscente. Don Miguel no duerme, escucha y huele el silencio. No tiene deseos de dormir, porque ha descubierto algo nuevo. Que estuvo viviendo en soledad, y que la soledad acaba de romperse con un inesperado ruido de cristales rotos.
-Dentro de la soledad no se tiene conciencia de que existe -reflexiona- ni que nos asfixia y nos enmudece. Hay que salir de la soledad para comprenderla en su vaciedad majestuosa. Esa mujer, Sara, Sara, Sara, mi amiga. Tipa loca, madre amante, superior a sus instintos, vieja de alma adolescente, ha prendido fuego a una mecha y esta soledad está explotando. Mañana subiré a los pisos altos vacíos y abriré todas las ventanas y sacudiré todos los polvos y repondré todas las bombillas quemadas. No le voy a dar a la soledad un solo rincón obscuro donde se sienta a empollar nuevas soledades. Ah, y desde luego, iré a ver si Ruiz Díaz todavía vive, para que me haga un traje.
Intenta arrancar un pedazo inmaduro de sueño, pero sus oídos oyen un chirrido extraño. Se levanta, viene de la habitación de Marcelina, que se ha dormido sin apagar el televisor cuya pantalla muestra una danza de partículas. Apaga el televisor, arropa a la anciana y vuelve a acostarse. Duerme profundamente después de mucho tiempo."

Mario Halley Mora
Amor de invierno



Paraguayo soy
(Guarania)

Es mi tierra paraguaya de esplendor como ninguna.
Ardorosa, viva alegre, es violenta y pasional
Sol que incendia, flor que embriaga, luz de luna
Savia altiva, sangre ardiente, valerosa y musical.

En el surco generoso que alimenta los sembrados
En la selva generosa y el idílico jardín
Es el tigre, noche oscura y sol alzado
Para un vuelo de palomas sobre un cielo azul sin fin

Mi Paraguay…
Eres la esquina del mundo
donde se cruzan los rumbos
del amor y del dolor
Por eso voy
gritando mío suerte
siempre hasta la muerte
Paraguayo soy.

Mario Halley Mora



Tu llegada

En mi vida humilde llegaste aquel día
a encender las ansias de mi corazón
las cenizas grises ya no fueron mía
Las llevó las brisa de nueva ilusión.

Comprendí que el tiempo guardará caminos
que mis inquietudes podían andar
de frente a la vida, rumbo a mi destino
Mi esperanza nueva tornó a caminar.

Hoy te doy las gracias por ese prodigio
que en la larga noche me llevó a la luz
sin dejar de sombras un solo vestigio
Para izar aurora en mi juventud.

Perfuma el rocío, el sol ha salido,
hay trinos de plata en mi amanecer
se acabó la pena por el bien perdido
Y es mía la dicha de un nuevo querer.

Mario Halley Mora











No hay comentarios: