Sven Hassel

"Durante la primera hora, tres de los recién llegados se hacen pedazos en nuestros propios campos de minas. Quedan tan destrozados que nadie se preocupa de buscar los fragmentos de sus cuerpos. Los otros se sientan en los reductos, paralizados por el miedo. Dicen que quieren regresar a casa.
-¡También nosotros queremos! -ríe Porta-. ¡Está en esa dirección! -Y apunta al Oeste con el pulgar-. Pero no iremos. Allí, hay perros de vigilancia, dispuestos a colgar a la gente del árbol más próximo.
Cuando empieza el fuego de mortero, a las 5, como de costumbre, los novatos se vuelven locos y empiezan a darse de cabeza contra las paredes de los reductos. Tenemos que pegarles y dejarlos sin sentido. De momento, el lugar está relativamente tranquilo. Los morteros sólo disparan para guardar las formas. Y respondemos con granadas, sólo para oír el ruido que hacen. En nuestra opinión, es un día de fiesta. Podemos permanecer tranquilamente sentados en el fondo de la trinchera, disfrutando del sol. Tenemos un buen tiempo otoñal. Ayer, tres liebres llegaron hasta el mismo borde de la trinchera y se nos quedaron mirando. Hermanito persiguió a una de ellas y la alcanzó. Ni siquiera los centinelas de Iván dispararon contra él durante la fantástica carrera por la tierra de nadie. Cuando la alzó triunfal- mente, agarrada de las orejas, fue aclamado por ambos bandos, y votaron cascos por el aire. No todos los soldados de a pie son capaces de alcanzar a una liebre. Por consiguiente, hoy tenemos liebre asada para comer. Porta prepara la salsa y un puré de patatas con dados de carne de cerdo, y nos sentimos como millonarios.
Hermanito se apoderó de unos cigarros. Al pasar por delante de la oficina, donde habían cometido la imprudencia de dejar una ventana abierta, había agarrado toda una caja que aparecía sobre el antepecho de aquélla. Sabemos que pertenecían al Hauptmann Von Pader, y esto hace que nos sepan mejor.
A lo lejos, se oye un estruendo de mal augurio. Las bombas caen al menos a veinte kilómetros de aquí, pero sentimos temblar la tierra a nuestros pies.
Sigue el buen tiempo, pero todo el frente parece extrañamente nervioso, y aumenta el tiroteo. En un solo día, hemos tenido nueve muertos, por heridas en la cabeza, en nuestra compañía.
Porta levanta un casco, e inmediatamente abren en él un agujero; pero Hermanito derriba al tirador.
Cuando pasamos de un puesto de ametralladora a otro, tenemos que correr con la velocidad del rayo. Los tiradores siberianos están bien entrenados para esto, y, aunque hemos advertido a los reclutas, dos de éstos caen durante la tarde. Esta clase de ejercicio nos fastidia. Parece innecesario. Un bayonetazo durante un ataque es comprensible; pero este ejercicio de tiro es repugnante.
El Hauptmann Von Pader está sentado, medio muerto de miedo, en el profundo refugio de la compañía. Cuando estalla un obús cerca de allí, se arroja al suelo y se tapa los oídos con las manos. Le miramos con desprecio. Podemos respetar a un jefe rudo e implacable, pero no a un cobarde. El Oberst Hinka, ha enviado dos veces a buscarle; pero Von Pader contesta con la excusa de que el fuego de artillería es demasiado denso para que pueda llegar al Cuartel General del Regimiento. El ordenanza que nos lo cuenta casi se muere de risa. Es el Obergefreiter Müller, ordenanza personal del Oberst Hinka, y le llaman Jesusín, porque parece un Niño Jesús. Junto con un ordenanza del Batallón, ha recogido medio cubo de frambuesas en el trayecto desde la jefatura del Regimiento hasta la línea del frente.
-Eso está tan tranquilo que se podría echar una siesta.
-¿Y no está furioso el Oberst, al ver que ese maldito bastardo no acude cuando le llama? -pregunta, asombrado, Barcelona.
-Está hecho una furia, sí -ríe Jesusín-; pero ese puerco de Von Pader tiene tan buenas relaciones en la Admiral Schroder Strasse, que puede cagarse en los Obersts antes y después del desayuno.
A Hermanito le gustan las primeras horas de la mañana. Siempre es el primero en levantarse. Vivimos como las mejores familias de la Riviera francesa, con café y tostadas todas las mañanas. También salimos de caza, pero generalmente con poca suerte. La guerra ha enseñado unas cuantas cosas a los animales y, sobre todo, a correr; pero conseguimos cazar un jabalí. Lo asamos, el olor se extiende sobre todo el frente. Dos Ivanes corren a nuestro encuentro. Traen unos pepinos.
Durante toda la noche, oímos zumbar motores en el otro lado. Están preparando algo. Si lanzan un ataque con tanques, estamos perdidos. Nuestros aviones de reconocimiento han divisado largas columnas en movimiento, algunas de ellas con unos 200 tanques. Son los nuevos tanques José Stalin. Nos entregan Panzerfaust, que son un arma suicida. Parecen muy eficaces en las películas de propaganda, pero la realidad es muy distinta. Aunque uno le dé a un tanque, puede estar seguro de que le aplastará el siguiente carro blindado. En la mayor parte de los casos, el cohete se desvía al chocar, y, antes de que uno tenga tiempo de cargar de nuevo, es arrollado por el tanque. Pero hace ya tanto tiempo que estamos en el frente, que no nos preocupa lo que pueda pasar dentro de una hora."

Sven Hassel seudónimo del escritor danés Børge Willy Redsted Pedersen
La ruta sangrienta


"El domingo 12 de octubre nuestro tren franqueó la frontera polaca en Breslau. Mientras permanecíamos en la estación de mercancías de Czestochoa, nos distribuyeron nuestras «raciones de emergencia», compuestas por una caja de goulasch, varias galletas y media botella de ron. Nos estaba terminantemente prohibido tocar estas raciones antes de recibir la orden. En especial, el ron no debía ser consumido por ningún pretexto. Con su grandilocuencia acostumbrada, el Ejército llamaba a eso una «ración de hierro».
Desde luego, lo primero que hizo Porta fue beberse el ron. Cuando la botella se separó de sus labios, estaba vacía. La echó por encima del hombro con un ademán elegante, chasqueó la lengua y dejóse caer en la paja que cubría el suelo del vagón. Momentos antes de dormirse, soltó una sonora ventosidad y dijo riendo:
-Respirad a fondo, pequeñines, hay vitaminas en el aire.
Dos horas más tarde se despertó, eructó, se desperezó; luego, para nuestra estupefacción, sacó otra botella de su macuto y la vacío sin pestañear, con una beatitud perfecta pintada en el rostro. Después nos reunió a su alrededor para la clásica partida de cartas y todo anduvo sobre ruedas hasta que una autoritaria voz llamó desde el exterior:
-¡Obergefreiter Porta, salga de ahí!
Porta ni pestañeó, con los ojos fijos en sus cartas.
-¡Porta! ¡Salga inmediatamente!
-¡Calla, cerdo mierdoso! -replicó Porta sin ni siquiera volverse hacia la puerta-. Si me necesitas, ven a buscarme, desdichado, pero antes de entrar límpiate las pezuñas y la próxima vez trata de llamarme «Herr Obergefreiter Porta». Aquí no estás en tu casa, esto no es el cuartel, especie de piojoso congénito.
Un silencio mortal siguió a esta parrafada. Luego, todo el vagón estalló en risas, y cuando éstas se apaciguaron, la voz rugió con mayor encono.
-¡Porta, si no sale inmediatamente, le formo un consejo de guerra!
Porta nos miró abriendo mucho los ojos.
-Que me ahorquen si no es el capitán Meier -cuchicheó-. ¡El pobre Porta va a recibir para el pelo!
Saltó fuera del vagón e hizo chocar sus tacones ante Meier, que le esperaba con los puños en las caderas y las piernas separadas, con el rostro enrojecido por la furia.
-¡De modo que por fin se ha dignado venir, Herr Obergefreiter! ¡Yo le enseñaré a ejecutar las órdenes, desvergonzado! ¿Cómo me ha llamado? ¡Cerdo mierdoso y piojoso congénito! ¿Qué? ¡Firmes, vive Dios antes de que pierda la sangre fría! ¡Insultos a un oficial! ¿A qué viene todo esto? ¡Y además apesta a ron! ¡Está borracho como un cerdo! ¡Eso explica muchas cosas! ¡Se ha bebido su ración de hierro! ¿Sabe lo que es esto? ¡Insubordinación! ¡Y por Dios que no saldrá de rositas!
Rígido y mudo, con expresión increíblemente estúpida, Porta se mantenía en posición de firmes ante el capitán Meier que muy pronto acabó por perder todo el dominio sobre sí mismo.
-¡Contésteme, basura! ¿Ha bebido ron, sí o no?
-Sí, Herr Hauptmann, pero sólo un chorrito vertido en nuestro sucedáneo de té nacionalsocialista, ya por sí tan sabroso. Y era un ron que el cabo furriel me debía desde la campaña de Francia. Puedo recomendarle que pruebe la receta, Herr Hauptmann. Un poco de ron en el sucedáneo de té que nuestro Führer bienamado hace que nos distribuyan."

Sven Hassel
La legión de los condenados


"¡Señor! ¡Qué manera de llover! ¡La lluvia se filtra! por las rendijas de evacuación de gases, que ya no deben de ser muy eficaces. Inspecciono minuciosamente la máscara de gas y sus dos filtros; el primero ha sido utilizado para hacer alcohol. ¡Apesta a alcohol! Un ataque con gases no debería ser tan espanto: uno estaría borracho perdido antes de darse cuenta de que le sofoca el cloro.
En la orilla de la carretera, en la cuneta, un camión volcado: uno de los grandes de la artillería pesada. Los haubitzer han sido proyectados a lo lejos, hasta un huerto. Una de las ruedas de hierro debió volar, tronchando una hilera de árboles. Manzanas maduras desparramadas por todas partes. El otoño de 1941 fue una buena estación para la fruta, y las recolectoras estaban en plena faena. La escalera, partida por la mitad, parece cortada por una sierra circular, y una mujer está caída sobre los barrotes, con los vestidos arrancados, conservando el zapato en el pie izquierdo y un collar en el cuello. Un pedazo de escalera le atraviesa el estómago y la punta le sale por la espalda. Alrededor del camión, se ven varios artilleros muertos. Uno de ellos empuña aún una botella de vino; murió mientras bebía. Cerca de la valla del huerto, un soldado de Infantería alemán, de apenas diecisiete años. Tiene ambos puños hundidos en las entrañas, como para contenerlas, y sus costillas parecen de marfil pulido. El agua fluye por el gran agujero negro abierto por la granada, arrastrando sangre y pedazos de carne.
-Es curioso -murmura Porta-. La guerra empieza siempre en otoño y termina en primavera. ¿Por qué será?
Es verdad. Cesan las escaramuzas de la infantería y después empieza lo bueno, cuando, noche tras noche, se oye el ronquido de los motores del vecino. Y de pronto, poco antes del alba, ¡se arma la gorda! El primer día es siempre el peor. Mueren muchos ¡muchos! Después, la cosa disminuye. No; no decrece, sino que uno se acostumbra a vivir con la muerte.
Precisamente, desde hacía tres semanas, llegaban tropas de refresco que, noche y día, desfilaban por delante del castillo blanco. Compañías, batallones, regimientos, Divisiones. Al principio, contemplábamos este desfile con curiosidad. ¡Aquellos soldados olían a Francia! ¡Y vaya riqueza! Porta y Hermanito hacían grandes negocios. Imaginaos que, de acuerdo con un Obermaat de Marina, ¡habían llegado a vender un contratorpedero a punto para entrar en servicio! Hermanito esperaba una hermosa condecoración inglesa para después de la guerra; así se lo prometieron los dos hombres morenos que compraban el contratorpedero...
Cruzamos la aldea sin encontrar resistencia, y nos amodorra el calor del tubo de escape. Porta sufre todas las fatigas del mundo para conducir el pesado vehículo entre las tropas en marcha. Un momento de distracción, y aplastaría una compañía... Detrás, la infantería de los carros está medio asfixiada por el óxido de carbono. Peligro de muerte para el imprudente que se acueste sobre el motor, entre los dos tubos de escape; pero, ¿quién no lo hace? ¡Se siente un calorcillo tan delicioso!
Hermanito duerme, tumbado sobre sus granadas, y sus ronquidos llegan a ahogar los del motor. Cuatro gordos piojos corren por su cara; son de una raza especial, con una cruz en la espalda. Deben de ser peligrosos, pues cobramos un marco por cada piojo que entregamos al sargento de Sanidad, el cual los guarda en un tubo y los envía a Alemania. Porta dice que los meten en un campo de concentración para piojos, donde crían una raza especial de piojos arios que levantan la pata derecha para hacer el saludo nazi. Heide, al oírlo, se marchó indignado. El Viejo despierta, pues, a Hermanito y le llama la atención sobre la fortuna que corre por su piel. El gigante consigue pescar tres, pero el cuarto huye al cuello de Porta, el cual se lo atribuye. Los clavan con un alfiler en la funda de caucho del aparato de óptica, para tenerlos a mano si se presenta el sargento de Sanidad.
De pronto, una colosal bola de fuego cae entre los matorrales, delante del primer tanque. Los hombres saltan de los vehículos, locos de terror y con el corazón palpitante. Permanecen tumbados en el barro, esperando la muerte. Algo barre el terreno; rebotan proyectiles en los blindajes de acero; un muro de llamas se levanta delante de nosotros: una cortina de fuego que se enrolla al revés. Llega del bosque, se eleva en el cielo en un fúnebre arco iris, describe una curva y vuelve sobre nosotros."

Sven Hassel
Los vi morir










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