Alberto Insúa

"Bien sé que mi apellido paterno, Insua (isla en gallego y en portugués); no lleva acento. Yo se lo puse por capricho. Al iniciar mi vida literaria, mi maestra, la condesa de Pardo Bazán lo aprobó, por parecerle eufónico. Ya es tarde para rectificar. Los tipógrafos de fuera de Galicia le ponen el malhadado acento a todo el apellido Insua."

Alberto Insúa



"Entre los amigos de mi casa predominaban los paisanos de mi padre. Gallego era, coruñés, de la villa de Corcubión, don Francisco Recamán -Quintana-, avezado marino y práctico entonces del puerto de La Habana. Todos le llamábamos don Pancho. Era un hombre no muy alto, pero vigoroso. En su cara curtida, los ojos, de un gris azulenco, no podían ser sino los de un marino, los de un hombre que había navegado por todos los mares del orbe. Eran tan recias sus manos que partía una nuez con solo apretarla entre el índice y el pulgar. Al mismo tiempo, con aquellas manos de acero y un cortaplumas, una sierra y un martillo minúsculos, construía unos barquitos preciosos, de vela, en los que no faltaba ningún detalle: goletas, fragatas y bergantines en miniatura que enarbolaban siempre la bandera española. Don Pancho me quería mucho. Ya en 1890, durante nuestra temporada en Santiago, había venido a buscarme desde su villa natal, donde pasaba unos meses con permiso, para que yo conociera Corcubión, lugar en que transcurrieron los días más libres y venturosos de mi primera y segunda infancia..."

Alberto Insúa
Memorias


"Madrid le inspiraba un amor receloso. Era una amante altiva sugestionada por sus caricias, pero dispuesta a burlarse de él en cuanto pasase el frenesí. O era una fiera domada, de la que no debía fiarse mucho el domador. Ningún público le parecía más vehemente ni más voluble que el de Madrid. Ninguno derribaba ídolos con facilidad y crueldad más grandes. ¿Qué se habían hecho los toreros y los cómicos que eran famosos durante su niñez, cuando usaba la librea de los Arencibia? Había preguntado; le habían dicho… Algún espada conseguía retirarse a tiempo, antes de que «lo retirasen» el desdén del público o la cornada mortal. ¿Los otros? ¿Quién se acordaba? Habían ido rodando, hacia el olvido, todos los escalones del fracaso. ¿Y en la farándula? El gracioso predilecto de las masas concluía, generalmente, en el manicomio o en el hospital. El público se había cansado de él, las contratas disminuían y bajaba el sueldo. ¿Y las actrices? Brutalmente, despiadadamente, con su desvío o insolencia, el público les demostraba que se habían puesto viejas, y era cosa corriente hallar por las villas y villorrios de España, con una compañía de mala muerte, a la comedianta que había reinado en la Corte un lustro o dos. Fuera —pensaba Pedro— no pasaba así. Los prestigios escénicos duraban; el público era más tolerante, más piadoso o, simplemente, más civilizado. El talento no tenía edad. Y la simpatía perseverante del público, abriéndole delante un camino seguro, permitía al artista perfeccionarse, modificarse, cambiar. En Madrid «se llegaba» pronto; las reputaciones se hacían en una temporada, en una obra y a veces en una noche; pero después la caída era tremenda. ¡Ah, cuánto se felicitaba de ser en Madrid un ave de paso, de saber que a la menor muestra de fatiga de los madrileños podía marcharse con sus bártulos y su ayuda de cámara a París, a la Argentina, al Cairo!
Él era una «atracción mundial». Y tal vez por esto, por haber llegado a Madrid con nombre y «postín» extranjeros, el público le recibía en palmitas y le bailaba el agua… Si, en lugar de Peter, los carteles hubiesen puesto Pedro, a pesar de toda su maestría coreográfica, el éxito habría sido veinte veces menor. Él conocía a Madrid… Además, en todas partes le daba resultados magníficos su pose de negro anglosajón. Lo yanqui y lo inglés dominaban el mundo, a pesar de la competencia de los alemanes. Todas estas razones le hacían mantener en Madrid la comedia de su americanismo. Decía, para explicar lo fácilmente que hablaba el castellano, que había aprendido nuestro idioma en la América del Sur, y para dar absoluta verosimilitud a su aserto ponía en sus conversaciones modismos platenses, uruguayos y chilenos. Era muy divertido oírle, porque además rociaba aquella jerigonza con la salsa de su acento inglés. El único que parecía tañarle era don Virginio; sin duda porque delante de él se le habían escapado algunas frasecitas de las que solo se aprenden entre la Ribera de Curtidores y la Costanilla de San Andrés. Pero don Virginio le inspiraba confianza. No le parecía un hombre, sino un brujo chiquitín y bondadoso, que podía «hacer pupa» con un chiste, pero no verterle a nadie veneno en el corazón."

Alberto Insúa
El negro que tenía el alma blanca



"Prefería pasear con don Pancho: ir de su mano, por la carretera, contemplando la ría exhausta y fangosa en la bajamar, entre Corcubión y la villa frontera de Cee; pasar un buen rato en el muelle, sentado, de charla con los pescadores o el patrón barbudo de alguna goleta; entrar en el Casino, subir hasta el Campo de la Viña, dar un rodeo por las huertas... Si, el Corcubión de ayer..., el que me emociona, el del poso de nostalgia."

Alberto Insúa


"Todos sabemos que "el niño no muere nunca en el hombre", que la infancia es la raíz de la vida y su manantial íntimo y perenne. No hay artista, pensador o inventor que no haya presentido su futuro en esa edad de la inocencia y la sorpresa: en esa edad inerme y, no obstante, la más osada y rápida del pensamiento. El niño se precipita en el pensar, que es entonces adivinar, suponer, presumir. La infancia acumula entre sus errores las verdades que luego se comprueban, se explican o se corrompen y se adaptan al modus vivendi de cada hombre, clase, secta o país. Sólo, tal vez, los niños han sentido el soplo de la verdad universal.
En cuanto a mí, no hay obra alguna de la juventud, madurez o ancianidad literaria en que no haya recurrido a ese manantial inagotable de los recuerdos infantiles. Así, ahora, al pretender una evocación -no descripción- de Santiago de Compostela, del Campus Stellae, la luz que me alumbra es la del lucero de la mañana de mi vida.
Mi padre había sido en La Habana el iniciador del Centro Gallego, la más poderosa se las sociedades regionales de América. También había fundado y dirigía un semanario regionalista, en el que colaboraban, desde España, los más ilustres poetas y escritores gallegos. Su nombre, en plena juventud, "sonaba" entre sus paisanos, y sus amistades en Galicia eran selectas. No sorprenderá, pues, que al descender con su familia de la Ferro-Carrilana en Santiago le esperasen el rector, el secretario y profesores de la universidad, el alcalde, algunos literatos y un hombrecito minúsculo, casi un gnomo, que procuraba aumentar su exigua estatura con un sombrero de copa muy gastado por el uso. Tenía aquel señor una perilla entrecana, unos espejuelos de armadura metálica y una levita que me hubiera servido a mí de gabán. Aquel enano era un grande hombre, un personaje. Me bastó para advertirlo notar el afectuoso respeto y la emoción de mi padre al corresponder a su abrazo, que él hubo de darle poniéndose de puntillas. Se llamaba don Manuel Murguía. Era historiador y escritor ilustre. Había sido el esposo y maestro de Rosalía de Castro. Su monumental Historia de Galicia -que dejó inconclusa- y sus escritos menores, en una prosa intachable, conferíanle el cetro de la literatura regional, en castellano, si bien en Madrid lo ostentase la impetuosa novelista de Los pazos de Ulloa."

Alberto Insúa
Memorias


“Un vil empresario rige aquel mundillo de la farándula, desdeñando a los maestros del ingenio. Más noble, más digno, menos impuro, es Peter Wald. El negro tiene el alma blanca y muchos de aquellos blancos tienen el alma negra.”

Alberto Insúa













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