Chester Himes

"Cuando despuntaba el alba, el profesor Samuels bajó corriendo las escaleras, desde el cuarto piso de la casa donde vivía Lucy Pitt junto a la vía del ferrocarril, en el Village, calle Décima Oeste, tan desnudo como el día en que vino al mundo. En su persecución bajó como una tromba el reverendo Riddick, también en cueros, pero negro.
Las personas madrugadoras del Village se quedaron muy sorprendidas al ver a un blanco desnudo que corría como alma que lleva el Diablo, por la calle, perseguido por un negro igualmente desnudo. Asustados, se metieron en sus casas y cerraron la puerta con dos vueltas de llave, creyendo que se trataba de una invasión africana.
El blanco desnudo pasó corriendo por debajo de la vía del ferrocarril elevado y se dirigió hacia el río Hudson. El negro desnudo no dejaba de perseguirlo. Los dos pasaron a toda velocidad junto a un enorme camión con remolque y luego otro. Atravesaron sin dejar de correr un muelle de carga y descarga tras otro. El blanco desnudo trataba en vano de acercarse al río para tirarse a él y ahogarse. El negro desnudo no conseguía darle alcance para impedir que cumpliese su propósito, si es que llegaba a la orilla.
Uno de los vagabundos Bowery que había pasado la noche en aquel lado del río, antiguo profesor de mitología griega en una renombrada Universidad, y que dormitaba en la acera, abrió los ojos a tiempo de ver a los veloces y desnudos corredores que rodeaban las murallas de Troya, y exclamó con voz débil: —¡La historia se repite!
Poco después de esto, dos camioneros que salían de un tabernucho, abierto toda la noche, detuvieron a los corredores y los entregaron a la policía.
Lo que viene a demostrar que el complejo fálico es el afrodisíaco del problema negro.
Y ya que hablamos de falos, ¿qué fue de aquel hombrón corpulento, blanco de pies a cabeza, llamado Art Wills? Pues bien, Art Wills fue acompañado a su casa por Brown Sugar, que en realidad era Mrs. Lillian Davis Burroughs, esposa del financiero de Harlem en la vida privada. Le dijo que sabía perfectamente bien que tenía allí a su flamante y enorme Buick, y como ella también era grande, apuesta, maciza, opulenta, de cabello ensortijado, ojos grandes, piel suave y morena, además de apetitosa. Art, naturalmente, la creyó. Incluso cuando detuvo su automóvil ante una casa de ladrillos de tres pisos de Fiss Avenue, en el Bronx, para informarle taimadamente de que era allí donde ella y su marido vivían, él pensó que después de llegar hasta allí, la cosa no le importaba, si a ella tampoco le importaba.
Se sentaron en el sofá del living room y sondearon sus diferencias hasta que, como suele ocurrir siempre que hay suficientes negociaciones, la diferencia de ella parecía aceptar la diferencia de él y llegar a un acuerdo, o aunque no viniesen a un acuerdo, por lo menos se vinieron."

Chester Himes
Pinktoe



“En América, existe el convencimiento de que sólo la adversidad ayuda al negro a superar los obstáculos. Pues bien. Estoy absolutamente convencido de que sin la adversidad yo podría haber sido muchísimo mejor escritor.”

Chester Himes


"Es evidente ante la ley que la violación y el asesinato han sido cometidos por los cuatro acusados, fueran los que fuesen los móviles. En esta jungla inexplorada que es la oscura patología del deseo y del odio que motivan las relaciones entre las razas, podríamos fácilmente encontrar numerosos móviles."

Chester Himes
Violación



"Fue un proceso lento y tedioso, pero no podían hacer otra cosa. Harlem está habitado por quinientas mil personas de color, y en él existen tantos agujeros donde ocultarse que hasta una paloma mensajera se desorientaría.
De acuerdo con las instrucciones recibidas, Barry telefoneó a Deke a las diez en punto de la noche desde el bar «Bowman's», en la esquina de la Calle 155 con St. Nicholas Place. El teléfono sonó una, dos, tres veces. De pronto, una lucecita de peligro se encendió en el cerebro de Barry; su sexto sentido le dijo que la Policía estaba en el piso y que intentaban localizar la llamada. Como si el auricular se hubiese convertido en una víbora, lo dejó sobre la horquilla y se dirigió a toda prisa hacia la salida. La camarera, al verle irse tan apresuradamente, alzó las cejas, preguntándose qué le habría ocurrido al hombre. Barry tiró medio dólar sobre el mostrador, para pagar los treinta y cinco centavos de su cerveza, y salió precipitadamente del hotel, en busca de un taxi.
Paró uno que iba en dirección al centro y le dijo al chófer:
—Lléveme a la esquina de la Calle 145 con Broadway.
Cuando torcieron hacia el Oeste por la 145, Barry oyó el lejano aullido de una sirena que se dirigía hacia «Bowman's». El labio superior del hombre se cubrió de una película de sudor.
Broadway es una calle fronteriza. El Harlem negro se ha aposentado sólidamente en su lado Este, pero en el Oeste existe aún una mezcla de puertorriqueños y blancos que aún no han abandonado el vecindario. Barry se apeó en la esquina nordeste, cruzó la calle, subió rápidamente hacia la Calle 149 y comenzó a bajar hacia el río Hudson. A mitad de la travesía se metió en un pequeño y cuidado edificio de apartamentos y ascendió tres tramos de escaleras.
La mujer cochinamente-casi-blanca que había estado desnuda en su cama cuando Iris llegó, le abrió la puerta. Aun antes de haberla cerrado, comenzó a explicar:
—Inmediatamente después de dejarnos, Iris mató a Mabel Hill. ¿Qué te parece? La han metido en la cárcel. La radio lo acaba de decir.
A causa de la excitación su voz sonaba estridentemente.
—¿Y Deke? —preguntó Barry, tenso.
—Se ha escapado. Andan buscándole. Te voy a preparar una bebida.
Barry recorrió con la mirada las tres habitaciones del apartamento, fijándose en todos los detalles. Era un bonito piso, pero él no lo advirtió. Pensaba que tal vez Deke hubiera intentado hablarle mientras él estaba fuera.
—Llévame a casa —pidió a la mujer.
Ella comenzó a protestar, pero un vistazo al rostro de Barry calmó su indignación.
Cinco minutos más tarde, el joven detective de color Paul Robinson, destinado, con su compañero Ernie Fisher, a vigilar a Barry, le vio salir de un cerrado descapotable frente al edificio donde vivía y subir rápidamente las escaleras. Paul se encontraba en el interior de un sedán «Ford» negro provisto de matrícula normal de Manhattan. El vehículo estaba aparcado al otro lado de la calle, en dirección descendente. El detective llamó al teniente Anderson por el radioteléfono y anunció:
—Acaba de entrar.
—No lo perdáis de vista —dijo Anderson.
Cuando Barry llegó al cuarto piso, en el descansillo, esperando para bajar en el ascensor había un hombre. Era Ernie Fisher. Llevaba allí dos horas, adoptando una actitud de esperanza cada vez que el ascensor se detenía en el piso. Pero esta vez bajó. Al llegar a la calle se metió en un sedán «Chevrolet» de dos colores que había aparcado frente al portal, apuntando hacia el centro de la ciudad.
Paul bajó del sedán «Ford», cruzó la calle y entró en el edificio sin dirigir una sola mirada a su compañero. Luego, fue a colocarse en el descansillo del cuarto piso, esperando también para descender.
El patrón, que tenía aspecto de diácono, anunció a Barry que había tenido varias llamadas urgentes de un tal Mr. Bloomfield, el cual dejó el recado de que, si Mr. Waterfield no deseaba el coche, él había encontrado otro comprador. Barry fue inmediatamente al teléfono y llamó a Mr. Bloomfield."

Chester Himes
Algodón en Harlem



La noche está hecha para llorar


Preso de una vaga irritación, Piel de Ébano puso su vaso de whisky sobre la barra del bar con un ruido seco. Se volvió con gesto hosco hacia Giglio, este último de color claro y gordo como un lechón bien alimentado, que contaba con una voz estropajosa por el alcohol.

—Después saca una navaja y me pica la espalda. Yo la miro y nada más. Entonces tira el cuchillo y me golpea en la boca con su cartera; sigo mirándola sin moverme. Pero cuando ella levanta el pie y me machaca los callos, la empujo y la tiro al suelo.

Piel de Ébano le respondió:

—Negro de mierda, si es a mí a quien hablas, ni siquiera te estoy escuchando.

A Piel de Ébano no le gustaban los negros claros. No le apetecía en ese momento que le hablara un negro pálido, ya que estaba esperando a María, su amor, también de piel clara, para llevarla a su trabajo como todos los días.

Giglio bebió un trago de whisky y no dijo nada. Había ruido a su alrededor, una risa estridente por aquí, una obscenidad por allá. Una mujer estaba diciendo con un tono duro y vulgar:

—Cal, me gustaría que impidieras a Fofo beber tanto.

Después el ronroneo monótono y banal de un hombre que contaba:

—Aposté al 632 y es el 642 el que sale…

Había repetido estas palabras más de un centenar de veces…

—¡Oh!, ella no le da nada a ese pollo alocado… —gritaba una voz joven y fuerte queriendo atraer la atención. Una máquina de discos en el fondo del local berreaba una canción ronca, típicamente negra. «¿Hay alguien que quiera comprar…?».

El espejo, detrás de la barra, devolvía el rostro ceñudo de Piel de Ébano y ese rostro era el más negro de toda la hilera de caras morenas o pálidas que se alineaban a lo largo de la barra.

Los apliques extendían una luz suave sobre la «élite» sentada. Él humo de cigarros subía en volutas azules hacia el techo a través de la luz tamizada, mezclándose a los efluvios del whisky, de perfumes baratos y sudor de negros. Los cuerpos se rozaban, haciendo subir vestidos de color violeta sobre piernas pálidas bien formadas. Uñas pintadas de escarlata relucían como brillantes gotas de sangre sobre los vasos de whisky y los rostros claros de mujeres con los cabellos lacios, parecidas a máscaras empolvadas, agujereadas con bocas rojas como heridas.

Cuatro blancos entraron por la puerta y se abrieron camino con rapidez, pero sin arrogancia, a través de toda aquella gente que había vuelto la espalda con desagrado. Iban hacia el cabaret del fondo de la sala. Un cierto rencor se leía en la mirada de Piel de Ébano.

Un negro cargado de hombros, con aspecto de tuberculoso, se inclinó hacia él y le dijo algo al oído.

Piel de Ébano se atragantó bruscamente y escupió el whisky en el mostrador. Dejó brutalmente el vaso y el resto del whisky resbaló por su mano. Por dos veces pasó su rosada lengua por los labios rojos; bajo el panamá blanco puesto precariamente en su cabeza, el rostro de Piel de Ébano mostraba una sorpresa extraordinaria. Una bola de billar que hubiera tomado de pronto figura humana no habría producido una impresión más extraña. La cicatriz hinchada y azul de su mejilla izquierda, recuerdo de un duelo de navaja cuando estaba en presidio, pareció agrandarse; se hubiera dicho que era la reproducción en relieve de un cráter de un obús, insertado en un manojo de arrugas.

Se bajó del taburete, su codo derecho golpeó una espalda morena, satinada, y sus pies planos tomaron torpemente contacto con el suelo. De pie, él era alto, pero a pesar de su metro ochenta no impresionaba a causa de sus hombros caídos y de sus brazos largos como los de un mono.

Vaciló un momento, indeciso. Piel de Ébano era un espécimen único en su género, de esplendorosa indumentaria: panamá blanco echado hacia atrás en su cráneo rasurado y brillante; camisa de seda, ligeramente marcada en la transparencia por el negro de sus músculos marcados; pantalón muy entallado, de un verde claro brillante que caía sobre zapatos relucientes, número cuarenta y cuatro, de color rojizo.

La mujer que había empujado con el codo se volvió furiosa y sus labios rojos crispados le escupieron un buen manojo de obscenidades. Pero él, haciéndose camino entre la gente, se dirigió hacia la puerta, salió en tromba del Long Cabin Bar y volvió a encontrar fuera la multitud de chulos ociosos.

Los semáforos de la calle cambiaron del verde al rojo. Cuatro autos brillantes y nuevos, llenos de gente de color que reían como locos, como si no pasara nada. Una mujer de piel morena respondió al nombre de Cheris que alguien le llamó; ella se detuvo delante de su «negro», ligeramente inclinada hacia adelante, manos en los costados, su vestido ceñido sobre la curva voluptuosa de sus caderas.

Piel de Ébano, con sus ojos saltones de manchas amarillas, recorrió la fachada parduzca del hotel Majestic, del otro lado de la calle. Su mirada se detenía un momento en cada mujer de piel clara que cruzaba. En las esquinas de la calle, allí en el Central Avenue, divisó una muchacha de tez clara que subía a un coche cerrado, verde, pero un tranvía ruidoso se interpuso. Le pellizcó los labios rojos y los humedeció con la lengua. Echó a correr, a pesar de sus pies planos. Un coche pitó, rechinando ‘os frenos, pero él ni siquiera se volvió. Un chófer de taxi lo insultó al pasar; apretó los dientes enseñando ligeramente las encías, pero la expresión irreal de su rostro descompuesto no cambió.

Torció a la derecha, delante del Majestic, se tropezó con un dandy de piel morena que estaba con dos mujeres viejas y muy pintadas, y, jadeando, se detuvo en la esquina de la calle. Él coche verde saltó el semáforo rojo y arrancó con un gemido de caja de velocidades, dejando tras de sí un olor a caucho quemado.

Pero el coche había arrancado demasiado tarde y Piel de Ébano había tenido tiempo de ver la hermosa carita de María y el perfil de un chófer nervioso, encorvado sobre el volante. ¡Era el negro pálido! Por encima del hombro, Piel de Ébano miró las luces de posición del coche que desaparecía a lo lejos, fundiéndose con la oscuridad. Se quedó allí, balanceándose en la oscuridad sobre sus pies planos. Su labio inferior comenzó a colgar, mancha escarlata sobre su rostro negro. Él blanco de sus protuberantes ojos se cubrió de una red de venillas rojas. Él sudor perló su cráneo brillante y sobre su cara fofa, haciendo relucir su negra piel, y rodó por todo su cuerpo.

Se dio la vuelta y sin dudar corrió a tomar un taxi; en este momento sus movimientos eran seguros.

Ya había visto antes a María con esa sucia rata pálida. Paró un taxi y mostrándole la dirección que debía seguir le dijo al chófer:

—¡Pisa a fondo, como un cohete!

El chófer justificó el nombre de «cohete» que le acababa de poner y el automóvil se lanzó hacia adelante, haciendo gemir con fuerza sus ocho cilindros. Piel de Ébano se inclinaba hacia el conductor, nervioso, y esperó a que el velocímetro llegara a ochenta antes de hablar:

—Hay una limusina verde delante, hay que alcanzarla. Si lo consigues, te ganarás una buena propina.

El chófer, un muchacho menudo, moreno, de cuerpo desmadejado, le lanzó una sonrisa abierta y se aferró al volante. El taxi se dirigió hacia el semáforo en rojo de Ceder Avenue a ciento diez por hora, sin frenar siquiera un poco, rebasó los coches detenidos y se abalanzó hacia adelante justo en el momento en que el semáforo se pasaba al verde. En Carnegie estaba en rojo y el auto que iba delante se detuvo, mientras que el taxi se saltaba el semáforo a ciento cuarenta, sin parar.

—A la derecha, al hotel Euclides —ordenó Piel de Ébano, y sus labios le colgaban de tal manera que se podía creer que estaban vueltos al revés. Piel de Ébano hacía una apuesta: esperaba que el mulato buscaría la protección de sus patrones blancos. Era su única oportunidad de encontrarlo porque el automóvil verde los había dejado muy atrás.

El chófer frenó para dar la vuelta, buscando de reojo un policía eventual. No lo había y tomó la curva discretamente a ochenta. No sabía siquiera si el semáforo estaba rojo, verde o amarillo. La aguja del velocímetro parecía seguir la numeración de las calles: 150, en la Avenida 50; 170, en la 70…; ya iba a 180 cuando Piel de Ébano ordenó:

—¡Da la vuelta ahora!

María salía del auto verde delante del Regis, en donde trabajaba como sirvienta. Cuando oyó el rechinar de los neumáticos sobre el asfalto se puso a correr como loca.

Piel de Ébano avanzó rápidamente, a pesar de sus pies planos, y la alcanzó justo en el momento en que estaba a punto de trepar por la escalera que conducía al «hall» del hotel. No dijo una palabra y, tomando impulso, le dio una bofetada con toda la mano derecha. Ella se envaró. Después la golpeó en el pecho con la izquierda y cuando se dio la vuelta le lanzó tres directos en el rostro, golpeándola como loco.

Ella cayó a cuatro patas; él le rompió la boca con la rodilla, ella volvió a caer abatida sobre un costado, y finalmente, él la remató con saña con tres patadas rápidas. Piel de Ébano se babeaba, la saliva se escurría de su hocico y su rostro, iluminado por el neón del alumbrado, era una pelota negra, sus ojos vacíos ya no veían nada. Como por un milagro, el panamá seguía sobre su redonda cabeza, más blanco que nunca, y sus labios rojos eran como una herida sangrante en medio de su cara negra. María gritó pidiendo socorro. Después lloriqueó, luego suplicó:

—¡No me mates, Piel de Ébano, mi amor, mi nido de amor, mi hombre, mi amor! María te quiere, amor mío, ¡¡¡No me mates, te lo suplico, mi hombre, no mates a tu amorcito María…!!!

Él hombre de la piel clara había salido del coche y los seguía lentamente. Se detuvo indeciso sin saber si volver al auto y largarse, pero no podía soportar la visión de Piel de Ébano maltratando a María a patadas. Su enorme confusión se reflejó en su rostro, antes de decidirse a intervenir.

De pronto, recordó que había trabajado como botones y pensó que los blancos tomarían partido por él contra un cochino negro desconocido en el lugar. Avanzó hacia Piel de Ébano, y le dijo con una voz educada y perentoria:

—¡Para ya de dar patadas a esa mujer!, maldito sucio negro.

Piel de Ébano, con el rostro descompuesto, giró hacia él; de una fría mirada juzgó a su adversario, y le previno fríamente:

—No te mezcles en esto, sucio negro mal blanqueado. Esta es mi mujer y a ti no te importa.

El mulato se envalentonó ante la aparición de dos blancos en la entrada del hotel, dio un paso hacia adelante y golpeó a Piel de Ébano en la boca. Este sacó su navaja del bolsillo y acribilló a cuchilladas al mulato, que no tardó en caer. Los dos blancos no habían tenido tiempo siquiera de bajar la escalera. Quisieron reducir a Piel de Ébano, pero él se deshizo de ellos y sin dejar de correr, a pesar de sus malditos pies planos, consiguió llegar hasta la avenida del teatro, justo antes de la llegada del coche de la policía.

Oyó la voz histérica de María, que gritaba:

—Amenazó a Piel de Ébano con un revólver, disparó su pistola, yo lo vi.

Soltó una carcajada satisfecho: ella todavía le pertenecía…

Sonaron tres disparos de pistola detrás de él cortando en seco su risa. Los policías empezaron a tirar sin más. Sabía que para ellos el enemigo era él y que lo querían matar. Entonces se puso en medio de la luz, detrás del restaurante Clark, inmóvil, con las manos en alto, sin siquiera darse la vuelta.

Los policías le llevaron a la garita y le sacudieron hasta que su cráneo era sólo una herida ensangrentada, desde la nuca a los ojos saltones.

—Te crees que puedes venir a jugar con tu navaja hasta Euclides Avenue, ¿no es cierto, maldito negro?

Más tarde, los jueces le condenaron a la silla eléctrica.

Si esto le afecta, no lo demuestra durante la larga espera en la pequeña celda de los condenados a muerte. Sabe que esa muchacha de piel clara y hermosos muslos es todavía suya de cuerpo, corazón y alma. A lo largo del día se puede oír su fuerte voz como un graznido, pitorreándose de los otros prisioneros, burlándose de los guardias, contando chistes. También cuenta cosas como éstas:

—¿Sabéis? María y yo estuvimos juntos en Nueva York este invierno. Gané once mil dólares en un juego de dados y le compré un abrigo de foca.

Su risa aparatosa resuena todo el día.

María viene a verlo tan a menudo como se lo permiten. Le lleva pollo frito y sus labios cálidos y rojos. Ella le ofrece su amplia sonrisa y unas pequeñas manchas amarillas aparecen en sus grandes ojos oscuros, llenos de amor. Se pueden oír de lejos las propuestas amorosas de Piel de Ébano, seguro de sí mismo: le llama «su pequeña enamorada» y su risa triunfal resuena en toda la prisión.

Y así todo el día…

Pero por la noche, cuando ella se va, cuando las calles están oscuras y el recinto de los condenados a muerte silencioso, se puede ver a Piel de Ébano acurrucado en el fondo de la celda. Piensa en ella, tal vez en los brazos de otro negro. Llora dulcemente. Y sus lágrimas saladas dejan surcos brillantes en la negrura de su rostro.

Chester Himes


“Lo que importa ahora es seguir pensando en lo impensable y escribir lo impublicable, a ver si rompo de una vez esta jodida barrera racial que nos sofoca a los negros.”

Chester Himes



"Mis razones para venir a Europa. No estoy seguro de recordar claramente cómo ocurrió. Prejuicios raciales, sin duda. Sé que fue así aunque no lo recuerde. Soy negro, y nací y crecí y viví en América, y el hecho de que los prejuicios raciales hayan sido una de mis razones para marcharme es un hecho irrefutable. Pero sé que también había otras razones. Una de ellas, probablemente, es que tenía el dinero suficiente. Otra, que me vi muy cerca de matar a una blanca, Vandi Haygood, con quien estuve viviendo; y por tal razón estuve perplejo y asustado… Siempre había creído que podría matar a un blanco sin pensármelo dos veces para defender mi vida o mi honor. Pero cuando descubrí que esto podía suceder también con las blancas me estremecí. Porque para entonces las blancas eran todo lo que me quedaba."

Chester Himes




—"No me sorprende nada" —dijo Grave Digger— Y señalando un edificio próximo a The Five Spot, preguntó: "¿Y aquel hotel? ¿Lo conoces?"

—"¿El Alicante? No vive nadie allí, excepto los drogados, las prostitutas, los traficantes y quizá también algunos marcianos, a juzgar por su aspecto".

Chester Himes
Un ciego con una pistola



"Yo amaba a mi hermano. Nunca me había separado de él y ese momento fue impactante, demoledor y aterrador. Nos detuvimos en la entrada de emergencia de un hospital para blancos. Mi padre era negro, mi madre blanca. Un hombre blanco se negó a asistir a mi hermano. Quedó ciego»."

Chester Himes



“Yo mismo me sorprendía de que el sexo y la literatura fueran mis dos obsesiones: la literatura era mi profesión, mi ambición, mi meta y mi salvación; y el sexo era mi espada y mi escudo contra las heridas y frustraciones de la primera. Aquello resultaba puro masoquismo.”

Chester Himes


















No hay comentarios: