Denis Johnson

"Algunos de los encargos lo llevaban por el valle del Kootenai, y viajar por la margen de aquel río siempre evocaba en su mente la imagen de William Coswell Haley, el trota moribundo. En vez de disiparse, los remordimientos de Grainier por no haberlo ayudado se habían acentuado mucho con el paso de los años. A veces también se acordaba del jornalero chino al que había estado a punto de ayudar a matar. El recuerdo casi le paraba el corazón. Estaba seguro de que el chino se había vengado invocando una maldición que había calcinado a Kate y a Gladys. Le parecía a todas luces un castigo demasiado grande.
Pero el transporte de carga era un trabajo mejor que ninguno que hubiera desempeñado, era la entrada a una especie de espectáculo, a un entretenimiento consistente en las excentricidades y empeños de sus vecinos. Grainier se lo pasaba en grande. Firmó un contrato con los Pinkham para comprarles las yeguas y el carromato a plazos por trescientos dólares.
Para cuando tomó aquella decisión, la región ya había visto casi dos palmos de nieve, pero aun así él siguió dedicándose al transporte un par de semanas más. En el llano no parecía un invierno particularmente duro, pero las colinas estaban completamente heladas, y uno de los últimos encargos de Grainier fue subir por el camino del río Yaak hasta la cantina que había en la aldea de leñadores de Sylvanite, justo debajo de las colinas en las que un buscador de oro solitario se había volado a sí mismo por los aires en su choza mientras intentaba descongelar dinamita con su fogón. Ahora el tipo estaba acostado sobre la barra de la cantina, vivo y coleando, dando sorbos de whisky gratis y elogiando a su perro. Había sido su perro el que lo había salvado yendo a buscar ayuda. El animal se había pasado medio día incordiando tanto a la gente de la cantina que por fin uno de los parroquianos lo había atado, lo había llevado a rastras hasta su casa y allí se había encontrado a su dueño todo lleno de heridas y divagando por culpa de la congelación, en medio de los restos de la choza.
Se contaban muchas historias asombrosas de perros en el corredor septentrional y a lo largo del río Kootenai, historias de rescates, gestas y hazañas de inteligencia supercanina y de raciocinio casi humano. En su último trabajo de aquel año, Grainier aceptó transportar desde Meadow Creek hasta Bonners a un hombre al que le había pegado un tiro su perro.
Grainier conocía de vista al hombre tiroteado por su perro, un prospector de la Spokane International que iba y venía a menudo por la zona, un tal Peterson, originario de Virginia. El jefe y los camaradas de Peterson podrían haberlo metido en el tren que iba hasta el pueblo a la mañana siguiente si se hubieran esperado, pero tenían miedo de que se les muriera antes, así que Grainier lo llevó en carromato por el valle del Moyea, envuelto en una manta y medio sentado encima de varios sacos de virutas de madera a modo de relleno solo para que estuviera cómodo."

Denis Hale Johnson
Sueños de trenes



Blancos de cuello blanco

Trabajamos en este edificio y somos espantosos
en la luz fluorescente, se sabe, nuestras ropas
despertaron esta mañana y nos tragaron como alhajas
y van los ascensores arriba y abajo, llenos de nosotros,
yendo y volviendo como el rocío de luz que va
alrededor de las salas entre los chalados por el baile.
Mi oficina huele como una teoría, pero aquí se llora
por ver a la bondad del mundo develada
y alzándose con el gobierno de sus labios,
el alfabeto cuajándose en el aire
alrededor de nuestras cabezas. Pero en las flamas de mi vientre
alguien baila, llamándome por muchos nombres secretos y llenos de luz
que se alzan y rompen, y veo mis vidas pasadas.

Denis Johnson




"Cuando le faltaban tres semanas para licenciarse de la marina, Bill Houston tuvo una pelea con un hombre negro en el comedor de reclutas de Yokosuka, en la cocina, donde había sido asignado junto con otros tres marineros para que pintara las paredes. El estilo invariable de ataque de Houston consistía en acercarse deprisa y por lo bajo, estrellar el hombro izquierdo contra el estómago del oponente mientras le enganchaba la rodilla con el brazo derecho, y derribarlos a los dos de manera que él cayera encima, clavándole el hombro al otro en el plexo solar con todo su peso detrás. También practicaba otros movimientos, porque consideraba que pelear era importante, pero aquella apertura solía funcionar con los adversarios más duros, aquellos que se plantaban con firmeza y levantaban los puños. Aquel negro con el que se las estaba teniendo acertó a darle un golpe en la frente a Houston cuando este iba a por sus piernas, y Houston vio volar estrellas y arcoíris mientras los dos caían sobre un cubo de pintura de veinte litros y lo derramaban por el suelo. El abdomen del tipo era tan duro como un casco, y él ya se estaba intentando escabullir mientras los dos resbalaban por el suelo de baldosas sobre un charco cada vez más grande de esmalte de color verde hospitalario. Houston intentó incorporarse mientras el hombre daba un brinco tan ligero como si fuera una marioneta y le lanzaba una patada lateral de la que el cráneo de Houston solamente se salvó porque el tipo resbaló y cayó en medio de todo el mejunje, con la mano izquierda extendida para parar la caída. Pero la mano también le resbaló, y cometió el error de ponerse boca arriba en un intento de volver a incorporarse, y para entonces Houston ya se había recobrado y le saltó encima del vientre con los dos pies y con toda la fuerza que pudo. Aquella maniobra se llamaba el «pisotón del caballo salvaje», y se decía que causaba la muerte, pero Houston no sabía qué otra cosa hacer, y en todo caso, mientras ponía fin al altercado y le daba la victoria a Houston, no hizo mucho más que dejar al tipo sin aire. Seis hombres de la patrulla de costas arrestaron a los combatientes, dos bípedos de color verde y ahora racialmente indistinguibles. Mientras los guardias costeros los limpiaban, ponían lonas sobre los asientos del jeep y se los llevaban esposados, Houston decidió que, si tenían que pasar un tiempo juntos en el calabozo, evitaría la revancha."

Denis Johnson
Árbol de humo



"En el cruce con la carretera, Gambol detuvo el Caddy. Estiró el brazo izquierdo en diagonal y puso la palanca de cambios en "estacionar". El Hombre Alto estaba mirando al frente.
Gambol le palpó los bolsillos de la chaqueta al Hombre Alto, le quitó el móvil y el cuaderno, los dejó sobre el tablero de mandos y acto seguido le clavó la pistola en las costillas.
El Hombre Alto abrió la portezuela y salió. Gambol se la cerró pisando el acelerador para largarse.
Cuando se hubo alejado unos quinientos metros por la carretera, Gambol levantó el pie del acelerador, apoyó las muñecas en el volante y se desentumeció los hombros. Había mucho tráfico. El problema estaba en el otro lado, en un carril que iba al norte, pero los vehículos en el carril que iba al sur donde estaba él habían aminorado la marcha hasta un ritmo de peatón. A aquella velocidad, el Hombre Alto llegaría a Madrona antes que él.
Miró por el retrovisor y vio al Hombre Alto paseando por detrás de él en dirección al pueblo, en medio del fresco del anochecer; los faros de los coches que pasaban elevaban su silueta y la empujaban a un lado.
El Hombre Alto se ocupaba de números, impuestos y cuentas bancarias. Había montado la evasión fiscal del propio Gambol. A Gambol le caía bien. [...] Los vehículos que pasaban a su alrededor proyectaban un parpadeo de luces azules y blancas. Mientras pasaba despacio con el Caddy junto al lugar de la carretera donde estaba el problema, estuvo a punto de pararse. Los accidentes no eran cosa suya y quedarse mirándolos boquiabierto no era más que otro síntoma de la enfermedad humana. Pero aquel coche le resultaba familiar. Se despertó en una oscuridad roja. El ruido del río la puso de pie y la transportó por un túnel que se ramificaba hacia la luz y el ruido del agua."

Denis Johnson
Que nadie se mueva



"Me levanté empapado por haber dormido bajo la lluvia torrencial, algo menos que consciente, gracias a la primera de las tres personas que ya he nombrado -el vendedor y el indio y el estudiante-, esas tres personas que me habían dado drogas. Yo esperaba el comienzo de la rampa de entrada a la autopista sin esperanza alguna de conseguir que alguien me recogiera. ¿Qué sentido tenía siquiera el enrollar mi saco de dormir si yo estaba demasiado mojado como para que alguien me permitiera subir a su auto? Me lo puse como si fuera una capa. El temporal rompía en el asfalto y borboteaba en la cuneta. Mis pensamientos zumbaban lastimosamente. El vendedor me había dado unas pastillas que parecían haberme arrancado el revestimiento de las venas. Me dolía la mandíbula. Conocía a cada gota de lluvia por su nombre. Intuía cada cosa antes de que ocurriera. Sabía que un determinado Oldsmobile se detendría a recogerme antes de que amainara la lluvia, y por las dulces voces de la familia que viajaba dentro supe también que tendríamos un accidente durante la tormenta."

Denis Johnson
Hijo de Jesús


Pasajeros

El mundo estallará como un intestino al sol,
lo oscuro se volverá granito y el granito un nombre,
pero siempre habrá alguien montando en autobús
por las encrucijadas regadas con vidrios rotos
entre las mujeres sin palabras que golpean a sus niños;
siempre un lento alfabeto de lluvia
hablando de naufragar y perecer en el aire,
siempre estas definitivas cárceles de luz en el cielo
en la boda entre la claridad y la tormenta
y una mujer que se vuelve y revuelve su cabello
en un lánguido vuelo, viajando entre marcos y marcos de memoria,
donde la cara del pasado se convierte en chispas esmeriladas,
para abrir así su gracia y su increíble daño
sobre mi vida, y nunca voy a morir.

Denis Johnson


Vísperas

Las toallas se pudren y me da asco
esta húmeda península donde inventaron la niebla
y el abuso de drogas, y donde enseñaron a la luz a desvanecerse,
donde mi corazón barato y de calidad suprema llora
porque nunca besaré otra vez tus famosas rodillas
en un cuarto que se ha hecho difuso
al tirar una pañoleta sobre la lámpara.
Las cosas se ponen se ponen radicales en lo oscuro:
los veleros en la ensenada zarpan,
la provincias de la actualidad gatean sobre el mar.
Ahora, el crepúsculo pastorea con ternura
rumbo a los parqueaderos agotados.
La puesta de sol instantánea en los parachoques,
la memoria y la paz... el asidero del caos…

Denis Johnson






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