Eduardo Jordá

Flores grises

Si no existen las flores grises
¿cómo pueden estar aquí,
al otro lado de nuestra ventana?

Cinco, seis, siete flores
de delicados pétalos grises,
grises como la alfombra vieja,
como un gato perdido,
grises como aquel pájaro aplastado
por las ruedas de un coche.

Cinco, seis, siete flores
de delicados pétalos grises,
al otro lado de nuestra ventana.

Las toco y se deshacen
como un antiguo vestido de novia.
Las rozo y se evaporan
como el agua en la arena.

Pero vuelvo a mirar
y ahí están de nuevo.
Cinco, seis, siete flores
delicadas de pétalos grises. 

Eduardo Jordá


"La obsesión por juzgar las cosas desde la óptica del presente destruye la historia, la política, todo."

Eduardo Jordá


"Poesía prácticamente no escribo, escribo poquísimo. Y mira que me duele porque creo que lo mejor que he escrito han sido tres o cuatro poemas. En realidad, un escritor se salva por eso: una novela, un cuento o dos y tres o cuatro poemas. Nada más. No podemos aspirar a mucho más. Pero cuando me quedé mudo, me quedé mudo también de la poesía. Pero ficción sí que voy a seguir escribiendo."

Eduardo Jordá



Tarde de mayo. Nubes venturosas

Tarde de mayo. Nubes venturosas.
El olor persuasivo de la hierba
en el viento feliz. Lluvia de flores
del braquichito. Solos, mi hija y yo,
bajo estos árboles, bajo este cielo indescifrable.
Ella coge las flores blancas y con un leve
polvillo púrpura, y las va esparciendo
sobre el césped tranquilo. Los gorriones
gorjean, impacientes como un enamorado.

Tan sólo diez lentos minutos.
Y han sido suficientes
para justificar toda una vida.

Eduardo Jordá



Una hoja de arce

La rozo con el pie, en esta acera
muy cerca del Boulevard des Pyrenées.
Si una estrella rojiza anunciara al fin el alba
tras una larga noche de tormenta,
no sería más bella que esta hoja.

A lo lejos, las hayas del color de la arcilla
ocupan las laderas fatigadas
de las altas montañas que aún no han visto la nieve.
De momento, el otoño es muy benigno.
Y el mundo se desplaza muy despacio,
igual que una gabarra de carbón
al remontar un río de aguas sucias.

Si cojo esta hoja de arce, siento el peso
de un tiempo que quizá fue siempre justo.
Crepita como el fuego entre mis manos.
Fue una estrella de mar que no vio el agua.
Fue un murmullo de pájaros y ríos.
Y ahora es una pobre cosa
pero aún más poderosa e invencible,
mientras perdure su color
que es de cobre y de hierro
como las fieras lanzas de la Ilíada
o como la corona de un rey bárbaro.

Si no me viera nadie
me inclinaría ante esta hoja de arce.
Tiene el color de un hombre
que se está despidiendo para siempre
de la única mujer a la que ha amado. 

Eduardo Jordá



"Una hora más tarde, cuando ya se había hecho de noche, salió a tocar Bob Dylan. No había mucho público, solo unas dos mil personas, pero era tan variado que había hippies que parecían haber salido a la luz después de haberse pasado varias décadas hibernando, y ejecutivos jóvenes, y chicos pijos que no sé de dónde habían salido, y profesores de universidad, y militares del War College que habían estado destinados en Afganistán. También había parejas de adolescentes que se sabían todas las letras de memoria y que bailaban sin parar y luego paraban y se besaban y volvían a cantar las letras.
Delante de mí, un hombre con la nuca rapada y los hombros muy anchos y musculados, con pinta de oficial del War College que había luchado en Irak o en Afganistán, se fumaba un porro del tamaño de un lanzacohetes. De vez en cuando, los acomodadores que nos habían prohibido fumar y grabar el concierto nos alumbraban con sus linternas mientras recorrían los pasillos. En un momento dado nos alumbró una linterna, y aquel hombre que quizás había combatido contra los talibanes en las montañas de Tora Bora ocultó apresuradamente la mano para que no se le viera el ominoso canuto de marihuana.
Por fortuna, Dylan no tocó canciones nuevas, sino clásicos de repertorio. A la mitad del concierto, cuando estaba tocando el piano eléctrico, levantó airoso la pierna izquierda y pasó el pie —con su correspondiente bota tejana— a lo largo de todo el teclado, como hacía Jerry Lee Lewis en sus actuaciones. Y cuando tocó «Like a Rolling Stone», «Simple Twist of Fate» o una versión maravillosa de «Visions of Johanna», supe que había tenido la suerte de asistir a una experiencia irrepetible, y que por mal que me fueran las cosas, siempre podría recordar que una vez había estado en un parque de atracciones, en la ciudad de la fábrica de chocolate, mientras Dylan tocaba la armónica y el espíritu de Cristóbal Serra se despedía de este mundo."

Eduardo Jordá












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