Edward P. Jones

"El sol estaba incluso en una posición más elevada cuando dobló a la derecha por O. Street. En una de las casas de esa calle vivió su madre hasta el último año que Lydia cursó estudios en la escuela de Derecho. Ella había traído una vez a un profesor de lingüística de New Haven que pensaba que el sol salía y se ponía sobre ella. El profesor tenía un corazón noble, pero había demostrado su amor por ella de forma demasiado ostensible y ésa fue su perdición. A lo largo de cuarenta días, coincidiendo con el mes de su cumpleaños, le había enviado las rosas más rojas que ella había visto hasta entonces: una el primer día, dos el segundo, tres el tercero, etc.
-¿Cuánto gana un profesor de lingüística? -le preguntó a un amigo el vigésimo día, al ver su nombre en la tarjeta que venía con las rosas.
-¿Acaso procede él de alguna familia desarraigada? -había preguntado su madre cuando él estaba en el baño.
Ella quería más coca y comenzó a llorar "Y el primer premio, por su singular pronunciación va a..." El cuerpo de John Brown se descompone en el mismo lugar que el de mi madre. El taxista pensó que su llanto obedecía a la pena por la repentina muerte de su madre y al hecho de que su pasajera pronto se sentiría sola.
En la avenida de New Jersey, el taxista giró a la izquierda, luego fue directo hasta la funeraria Frazier, pasado Rhode Island. En un gran edificio de apartamentos sobre Rhode Island, donde había un supermercado Safeway, ellos habían vivido en el mismo piso que una mujer que estaba aterrada por que su marido pudiera abandonarla. "Todo el tiempo sentía pánico cada vez que él salía", le había contado su madre a Lydia años después, cuando pensó que su hija era lo suficientemente mayor como para entenderlo. "Ella sólo era su esclava. Él era un vigilante nocturno en una panadería a las afueras de Northeast. Supongo que era atractivo, pero nunca le presté demasiada atención. Tenía lo que suele conocerse como un espléndido cabello. Noche y día ella estaba preocupada por el hecho de que pudiera dejarla. Ella me suplicaba a mí y a las otras mujeres que no lo apartaran de ella. Ella no creería que no sentía interés por él. Enfermó y un día vinieron y se la llevaron a St. Elizabeths. En aquellos días, te daban veinticinco dólares si les dabas la dirección de una persona loca. Veinticinco dólares y una palmadita en la espalda. Alguien la denunció, pero no fui yo."

Edward Paul Jones
Perdido en la ciudad


"El muchacho tenía lo que la gente de aquella parte de Virginia llamaba un ojo viajero. Cuando miraba directamente a alguien, a menudo su ojo izquierdo se iba detrás de algún objeto externo y móvil que estuviera justamente a un lado: una mota de polvo cercana o un pájaro lejano en pleno vuelo. Se iba detrás cuando el objeto o cuerpo se desplazaba un poco. Luego el ojo volvía a fijarse en la persona que el muchacho tenía enfrente. El ojo derecho y su propia mente nunca se separaban de la persona con la que Louis estuviera hablando. Robbins era consciente de que un ojo viajero en un muchacho que hubiera tenido con su esposa blanca habría supuesto algún tipo de defecto en el muchacho blanco, que hubiera tenido un futuro dudoso y solamente podría ser objeto del amor paterno estrictamente necesario. Pero en el niño de madre negra que se había ganado el corazón de Robbins, el ojo viajero le hacía granjearse más aún el cariño de su padre. Era una crueldad que Dios le había hecho a su hijo, se decía Robbins muchas veces en su viaje de regreso.
Louis, con el paso del tiempo, aprendería a no permitir que el ojo se convirtiera en su destino, pues la gente en aquella parte de Virginia consideraba que un ojo viajero era señal de un hombre distraído y deshonesto. En la época en que entabló amistad con Caldonia y con Calvin, el hermano de ella, en la diminuta academia de Fern Elston para niños negros liberados, situada justo detrás de su salón, Louis podía discernir el momento en que su ojo se extraviaba simplemente por la mirada en el rostro de su interlocutor. Parpadeaba y el ojo volvía a su sitio. Esto significaba mirar directa y prolongadamente a los ojos de alguien, y la gente llegó a considerar esto como señal de un hombre que se preocupaba por lo que se le decía. Se convirtió en un hombre honesto a los ojos de mucha gente, suficientemente honesto como para que Caldonia Townsend le dijera que sí cuando le pidió que se casara con él. «Nunca pensé que pudiera merecerte», dijo él, pensando en el difunto Henry, cuando le pidió que se casara con él. Y ella dijo: «Todos nos merecemos unos a otros».
Robbins tenía cuarenta y un años cuando Henry se convirtió en su mozo de cuadra. Los viajes a la ciudad no eran fáciles. Habría sido mejor si hubiera viajado en calesa, pero no era hombre para eso. Sir Guilderham era un ejemplar de caballo caro y espléndido, destinado a ser exhibido ante el mundo. En 1840, cuando aún estaban pendientes muchos más pagos por la libertad de Henry, hacía mucho tiempo que Robbins creía estar perdiendo la cabeza. En su viaje a la ciudad o de regreso, sufría lo que él llamaba pequeñas tormentas, truenos y relámpagos, en el cerebro. Los relámpagos estallaban desde la frente y explotaban con truenos en la base del cráneo. Luego se producía una especie de lluvia tranquilizante por toda la cabeza, que él asociaba con el retorno de la normalidad. Algunas de aquellas tormentas duraban bastante tiempo. Sir Guilderham a veces presentía la llegada de las tormentas, y en tales casos su caballo aminoraba el paso y luego se detenía por completo hasta que pasara la tormenta. Si el caballo no presentía nada y una tormenta alcanzaba a Robbins, éste se recuperaba de ella unos kilómetros más cerca de su destino, sin recordar cómo había llegado hasta allí.
Consideraba las tormentas como el precio que tenía que pagar por Philomena y sus hijos. En 1841, al despertar de una tormenta, se encontró con un hombre blanco en la carretera de regreso a la plantación, que le preguntó si estaba enfermo. La nariz de Robbins sangraba y el hombre señalaba la nariz y la sangre. Robbins se frotó la nariz con la manga de su chaqueta. La sangre cesó. «Enséñeme su casa», dijo el hombre. Robbins le indicó el camino hacia su casa y cabalgaron uno junto al otro, mientras el hombre le contaba quién era y qué hacía y a Robbins no le interesaba pero agradecía la compañía."

Edward P. Jones
El mundo conocido








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