Graham Joyce

"Decía que prefería sentir el canto de la tierra a través de sus pies, y que los zapatos te impedían escuchar el canto de la tierra."

Graham William Joyce


"El retumbo, convertido ya en fragor, ahogó las palabras de Jake. Zoe enfiló la pista en línea recta, consiguiendo tracción a duras penas, intentando acelerar y alejarse de la fragorosa nube que rompía a sus espaldas como un tsunami en el mar. Aparecieron grietas quebradas en la nieve frente a ella. Inclinó los esquís hacia el borde de la pista, camino de los árboles, pero ya era tarde. Vio pasar junto a ella el traje negro de Jake, arrollado por la masa de humo y nieve, dando tumbos como un fardo de ropa en la lavandería. Acto seguido también ella se vio levantada y voló por el aire, rodando, retorciéndose, girando en medio de aquella densidad blanca. Recordó vagamente que en tales circunstancias había que protegerse la cabeza con los brazos. Por unos momentos tuvo la sensación de que se agitaba en el tambor de una lavadora, dando vueltas y más vueltas hasta caer tan pesadamente como para romperse las costillas. A continuación se oyó una especie de castañeteo, como el ruido amplificado de los maxilares de un millón de termitas masticando madera. Ese sonido le llenó los oídos por completo y apagó todo lo demás, y a eso siguió el silencio, y la absoluta blancura se degradó, primero en gris y luego en negro.
Silencio absoluto, oscuridad absoluta.
Zoe intentó moverse pero no pudo. Enseguida notó que le faltaba el aire, porque tenía la boca y los orificios nasales repletos de nieve. Expectoró parte de la nieve acumulada en la garganta. Percibió el frío goteo de la nieve en el fondo del conducto nasal. Volvió a toser y logró aspirar una bocanada de aire.
Si esperaba recobrar el conocimiento en medio de la blancura de la nieve, no fue así: todo era negrura. Podía respirar, pero apenas moverse. Flexionó los dedos dentro de los guantes de piel. Conservaba solo un micromovimiento. Advirtió que tenía las manos aprisionadas a unos veinte o treinta centímetros por delante de la cara, y los dedos totalmente abiertos. Trató de doblarlos, pero dentro del guante nada se movió más allá de esas microflexiones. Sacó la lengua y percibió aire frío.
Intentó incorporarse, pero fue en vano, y de inmediato se sumió en un estado de pánico, empezando a hiperventilar y sentir los latidos atronadores de su propio corazón. De pronto cayó en la cuenta de que acaso su vida dependiese de una bolsa de aire atrapado, y enseguida procuró respirar más despacio. Se dijo que debía serenarse."

Graham Joyce
La tierra silenciada




"Esa misma noche estaba sentada en el exterior de la casita con mi abrigo, mirando las estrellas en busca de sputniks y bebiendo vino de bayas hasta que casi perdí el sentido. Mammy nunca hubiera aprobado el que bebiera tanto, pero estaba comenzando a ver las ventajas. Para empezar, duplicaba el número de estrellas en el cielo. Había oído que los rusos también habían puesto perros y monos en órbita, pero que no los habían traído de vuelta como habían hecho con Valentina. Los habían dejado allí para que murieran y siguieran dando vueltas alrededor de la Tierra una y otra vez. Me pregunté si se descompondrían; pensé que en el espacio no sería posible. Perros y simios momificados allí arriba, dando vueltas... Aquel pensamiento me hizo dar otro trago de vino de bayas.
Nunca hubiera imaginado que el que Mammy entrara en el hospital desencadenara todo un alud de acontecimientos. Durante casi veinte años, ella había sido mi escudo y mi senda a través del mundo. Del mismo modo que me había mostrado todos los caminos y vericuetos de los pastos y de las colinas, Mammy había dispuesto el mapa de la vida. Yo hablaba como ella, me vestía como ella e incluso caminaba y me abrazaba como ella.
En muchos sentidos, Mammy me había impedido ser parte de los tiempos cambiantes. Al contrario que a la mayoría de las chicas de mi edad, no me atraían las modas de los sesenta y no me volvía histérica por estrellas del pop con una mopa encima de la cabeza; era insensible a los cambios políticos que se producían y no me encontraba en sintonía con los nuevos ritmos sociales. La tecnología que veía avanzar a mi alrededor, e incluso en el cielo, apenas tocaba nuestra vida, y la asombrosa abundancia de aquellos años nos había dejado de lado. Yo sabía que la clase de vida que llevaba con Mammy apenas había cambiado desde hacía cincuenta años. Quizá más.
Solo había una cosa distinta entre la vida de Mammy y la mía. Yo no compartía sus creencias, no del todo. Pero eso ella ya lo sabía. Lo sabía y me perdonaba por ello. Y en cualquier caso, pensaba mientras bebía mi vino casero y escudriñaba el cielo nocturno en busca de sputniks, Mammy me había dicho que había tantas creencias diferentes como estrellas en el firmamento. Y yo sabía que las estrellas eran incontables."

Graham Joyce
El fin de mi vida



"Mi abuela era una de esas ancianas que solían tener sueños y visiones y llegar mensajes. Se dormía en una silla, alguien tocaba la puerta, iba a la puerta, alguien extraño venía a la puerta y entregar un mensaje. Y luego se despertaba de nuevo en su silla. Ahora mi madre y mis tías me contaban estas historias una y otra vez. Pero simplemente vivían con eso una al lado de la otra. No lucharon como en una película de fantasía o de terror. No tuvieron que superarlo. No fue de mal en peor. Simplemente aceptaron este misterio y luego cocinaron la cena."

Graham Joyce


"Todo lo que oyes o ves o tocas o hueles está ligado a una historia, una historia que yo puedo contarte. Si dices «beicon», puedo contarte una historia. Si dices «nieve», puedo contarte una docena de historias distintas. Eso somos: una serie de historias que hemos compartido, que tenemos en común. Eso somos el uno para el otro."

Graham Joyce










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